La camisa de fuerza de las reformas, cuya sola enunciación ha levantado un espeso muro opositor capitaneado por la oligarquía, es la Constitución del 80. Sus disposiciones, que cercenan un poder que pertenece al pueblo, impiden ir más allá de cierto límite. Los señores del dinero han desatado una campaña para mantener a raya los […]
La camisa de fuerza de las reformas, cuya sola enunciación ha levantado un espeso muro opositor capitaneado por la oligarquía, es la Constitución del 80. Sus disposiciones, que cercenan un poder que pertenece al pueblo, impiden ir más allá de cierto límite. Los señores del dinero han desatado una campaña para mantener a raya los ímpetus reformistas de la presidenta Bachelet. Temen que un excesivo celo en cumplir su programa pueda herir el corazón de la Constitución que la dictadura fabricó a la medida de las clases dominantes.
Sin embargo, no solo la derecha empresarial y política teme a los cambios. El conservadurismo es transversal y alcanza a sectores pusilánimes de la Nueva Mayoría, a quienes amedrenta una Asamblea Constituyente que sepulte la Constitución dictatorial y termine con sus propios privilegios. Chile ha tenido siete Constituciones Políticas (1818, 1822, 1823, 1828, 1833, 1925 y 1980). Pero jamás una Asamblea Constituyente. El pueblo ha sido despojado del derecho inalienable a ejercer su soberanía.
En la historia contemporánea el caso más repugnante es la Constitución de 1980, todavía vigente. Es una vergüenza para el país que esta sea la Carta Fundamental que sigue gobernándonos. Fue elaborada por siete alcahuetes de la dictadura encabezados por Enrique Ortúzar Escobar, un abogado y ex ministro de Jorge Alessandri.
El pacto que dio inicio a la transición a la democracia en 1990 modificó aspectos de la Constitución que resultaban impresentables hasta para una democracia de baja intensidad. Un maquillaje más profundo recibió en 2005, en el gobierno de Ricardo Lagos. Se eliminaron artículos aberrantes como los senadores designados o el que impedía al presidente remover a los comandantes en jefe de las fuerzas armadas y al general director de Carabineros. Pero la Constitución Política, la matriz de toda la legislación, sigue siendo el parto de una dictadura terrorista.
La misión histórica de ese régimen genocida fue blindar y artillar a las clases dominantes para que nunca más se vieran en los apuros en que las puso el gobierno del presidente Salvador Allende. El programa de la Unidad Popular tenía el declarado propósito de establecer un socialismo democrático. Muy diferente es el caso de las reformas que plantea la presidenta Bachelet. Su programa no pretende instaurar el socialismo ni nada parecido. Tiene otro propósito: modernizar el Estado para servir mejor los intereses del capitalismo.
El capitalismo chileno del siglo XXI -prácticamente transnacionalizado- necesita un ajuste urgente. Rodamientos y cojinetes que le permitan deslizarse y no caminar a los tropezones del precio del cobre. Para competir en un mundo globalizado requiere un ejército de obreros, técnicos y profesionales con una formación y entrenamiento que permitan diversificar y dinamizar la economía. Por eso, hasta el FMI apoya sin reticencia estas reformas. Por lo demás, la presidenta no oculta sus intenciones. Cuando viaja -que es a menudo- lo hace con una comitiva de empresarios a la caza de negocios. Su principal preocupación es la Alianza del Pacífico y su gobierno prosigue negociaciones secretas con el TPP (Trans Pacific Partnership), un intento norteamericano de revivir el Alca, vale decir un TLC continental.
¿Por qué entonces la ardiente oposición del empresariado a reformas que conoció y contribuyó a que triunfaran en las elecciones de 2013? Los dirigentes de los gremios empresariales admiten la necesidad de las reformas. Pero no confiesan que quieren decidir su alcance y dosificar su contenido. Parecen estar conscientes de la experiencia histórica que demuestra que reformas modernizadoras del Estado suelen generar procesos de cambios mucho más profundos.
Si consiguen -como hicieron con la reforma tributaria- que las reformas educacional y laboral se ajusten al nivel aceptable por la CPC y la Sofofa, quedaría diseñado el procedimiento para reformar burocráticamente la Constitución o decidir su postergación indefinida, como anticipan dirigentes de la Nueva Mayoría.
En el largo plazo, las cautelosas reformas de hoy -sobre todo las educacional y laboral- no tienen posibilidad de profundizarse si no se modifica la Constitución. La pérdida de popularidad de la presidenta no se debe al temor por las reformas, sino al rechazo y decepción por la falta de coraje para llevarlas adelante. El gobierno y su coalición política son víctimas de sus propias debilidades y conciliaciones. Han caído en la trampa que armó la maquinaria propagandística del empresariado -con El Mercurio , como siempre, a la cabeza-. Creado el ambiente de temor y confusión, se utilizó el mecanismo de las encuestas que también dependen del gran empresariado, como el CEP, consagrado como oráculo de la política chilena. Como era de esperarse, las encuestas confirmaron el fenómeno previamente creado por los medios de comunicación. La maniobra permitió enseguida demandar cambio de gabinete y/o subordinación de las reformas a límites tolerables para el empresariado. Si el gobierno levanta bandera blanca, cometería el peor de los errores pues quedaría a merced del chantaje permanente de la oligarquía.
No es cierto que los chilenos nos conformemos con migajas de reformas. La demanda de una Asamblea Constituyente y una nueva Constitución Política es la principal aspiración democrática. La exigencia cobrará fuerza a medida que se perciba que hasta tibias reformas, como las de este gobierno, se ven enmarcadas en las fronteras de la Constitución espuria de 1980.
Publicado en «Punto Final», edición Nº 819, 12 de diciembre, 2014