Traducido por Miguel Montes Bajo y revisado por Felisa Sastre (ZNet)
El antiguo dictador militar de Chile, general Augusto Pinochet murió hoy [por el 13 de diciembre de 2006, N. del T.] a la edad de 91 años.
El Hada Madrina de Cenicienta, Campanilla y el general Augusto Pinochet tenían mucho en común.
Los tres realizaron mágicas buenas acciones. En el caso de Pinochet, se hizo mundialmente famoso por el Milagro de Chile, el experimento terriblemente exitoso con el mercado libre, las privatizaciones, la desregularización y la expansión económica sin sindicatos, las semillas de cuyo laissez-faire se extienden desde Valparaíso a Virginia.
Pero la calabaza de Cenicienta no se convirtió en realidad en una carroza. El Milagro de Chile, asimismo, fue sólo otro cuento de hadas. La afirmación de que el general Pinochet consiguió un centro neurálgico económico fue una de esas invenciones cuya verdad se basa por completo en su repetición.
Chile podría alardear de cierto éxito económico. Pero ése fue el trabajo de Salvador Allende (que salvó a su país milagrosamente, una década después de su muerte).
En 1973, el año que el general Pinochet se apoderó brutalmente del Gobierno, la tasa de desempleo de Chile era del 4,3%. En 1983, después de diez años de modernización con el libre mercado, el desempleo alcanzaba el 22%. Los sueldos reales bajaron un 40% durante el gobierno militar.
En 1970, un 20% de la población de Chile vivía en la pobreza. En 1990, el año que el «Presidente» Pinochet dejó el cargo, el número de indigentes se había doblado hasta el 40%. Un auténtico milagro.
Pinochet no destruyó la economía de Chile en solitario. Costó nueve años de duro trabajo por parte de las mentes más brillantes del mundo académico: una manada de aprendices de Milton Friedman, los Chicago Boys. Bajo el hechizo de sus teorías, el general abolió el salario mínimo, prohibió a los sindicatos negociar las condiciones de trabajo, privatizó el sistema de pensiones, suprimió todos los impuestos sobre patrimonio y beneficios empresariales, redujo el empleo público, privatizó 212 industrias del Estado y 66 bancos y controló el superávit fiscal.
Liberado de la fría mano de la burocracia, de los impuestos y de los derechos sindicales, el país dio un gran salto hacia delante, hacia la bancarrota y la depresión. Después de nueve años de economía al estilo de Chicago, la industria chilena se desplomó y desapareció. En 1982 y 1983, el PIB bajó un 19%. El experimento del libre mercado estaba arruinado, los tubos de ensayo hechos añicos. El suelo del laboratorio, lleno de sangre y vidrios rotos. Aún así, con una notoria desfachatez, los científicos locos de Chicago proclamaron el éxito. En EE. UU., el Departamento de Estado del Presidente Ronald Reagan publicó un informe concluyendo, «Chile es un caso de libro sobre buena gestión económica». El mismo Milton Friedman acuñó la frase «el milagro de Chile». El secuaz de Friedman, el economista Art Laffer, se pavoneaba de que el Chile de Pinochet era «un ejemplo de lo que la economía de la oferta y de la demanda puede conseguir».
Efectivamente fue así. Con más exactitud, Chile fue el modelo de una desregularización desquiciada.
Los Chicago Boys persuadieron a la Junta de que eliminar las restricciones sobre los bancos nacionales los liberaría para atraer capital extranjero que financiara la expansión industrial.
Pinochet liquidó los bancos del Estado (a un 40% menos de su valor inicial), que cayeron rápidamente en las manos de dos imperios controlados por los especuladores Javier Vial y Manuel Cruzat. Desde sus bancos cautivos, Vial y Cruzat desviaron efectivo para acaparar existencias de los fabricantes y apropiarse después de sus activos con créditos de inversores extranjeros anhelantes por conseguir su trozo del pastel estatal.
Las reservas de los bancos se llenaron con títulos sin valor de empresas relacionadas. Pinochet dejó que los buenos tiempos corrieran para los especuladores. Estaba persuadido de que los gobiernos no deben dificultar la lógica del mercado.
En 1982, el juego de la pirámide financiera se había acabado. Los «Grupos» de Vial y Cruzat incumplieron sus pagos. La industria cerró, las pensiones privadas no tenían valor, la divisa se desplomó. Las revueltas y las huelgas por parte de una población demasiado hambrienta y desesperada como para temer a las balas obligaron a Pinochet a dar marcha atrás. Despidió a sus amados experimentadores de Chicago. A regañadientes, el general reestableció el salario mínimo y el derecho a la negociación colectiva de los sindicatos. Pinochet, que había diezmado las filas del Gobierno con anterioridad, autorizó un programa para crear 500.000 empleos. En otras palabras, se sacó a Chile de la depresión por los viejos y aburridos remedios Keynesianos, todo según Franklin Roosevelt, nada de lo pregonado por Reagan/Thatcher. Las tácticas de New Deal rescataron a Chile del pánico en 1983, pero la recuperación del país y el crecimiento a largo plazo desde entonces es resultado de (tapen los oídos de los niños) una gran dosis de socialismo.
Para salvar el sistema de pensiones de la nación, Pinochet nacionalizó los bancos y la industria a una escala inimaginable para el comunista Allende. El general expropió a placer, ofreciendo pocas o ningunas compensaciones. Aunque muchas de las empresas acabaron por ser reprivatizadas, el Estado retuvo la propiedad de una industria: el cobre.
Durante casi un siglo, cobre significó Chile y Chile cobre. La especialista en metales de la Universidad de Montana Dra. Janet Finn señala «es absurdo describir una nación como un milagro del libre mercado cuando el motor de la economía sigue en manos del Gobierno». El cobre ha proporcionado entre el 30% y el 70% de los beneficios de las exportaciones del país. Éste es el grueso del efectivo que ha construido el Chile de hoy, las ganancias procedentes de las minas embargadas a Anaconda y Kennecott en 1973 (regalo póstumo de Allende a su país).
El sector agrícola es el segundo motor del crecimiento económico de Chile. También es un legado de los años de Allende. De acuerdo con el profesor Arturo Vasquez de la Universidad de Georgetown, en Washington DC, la reforma agraria de Allende, la parcelación de las haciendas feudales (que Pinochet no pudo revertir por completo), generó una nueva clase de campesinos propietarios, y cooperativistas empresariales, que en la actualidad traen un flujo de ganancias de la exportación que compiten con el cobre. «Para conseguir un milagro económico», dice el Dr. Vasquez, «quizá se necesite un gobierno socialista primero que lleve a cabo la reforma agraria».
Así que ya lo tenemos. Keynes y Marx, no Friedman, salvaron Chile.
Pero el mito del milagro del libre mercado permanece porque cumple una función cuasirreligiosa. Para la fe de los Reaganautas y los Thatcheritas, Chile proporciona la necesaria fábula del génesis, el sucedáneo del Edén desde el que el dogma del laissez-faire surgió exitoso y reluciente.
En 1998, la Banda de los Cuatro de las finanzas internacionales (el Banco Mundial, el FMI, el Banco de Desarrollo Interamericano y el Banco Internacional para las Compensaciones) ofrecieron una línea de crédito de 41,5 miles de millones de dólares a Brasil. Pero antes de que esas instituciones ofrecieran un salvavidas a un país que se ahogaba, exigieron a Brasil que tomara la medicina económica que casi mata a Chile. Usted conoce la lista: privatizaciones a precio de saldo, mercados laborales flexibles (es decir, aniquilación de los sindicatos) y reducción del déficit a través de recortes salvajes en servicios públicos y seguridad social.
En Sao Paulo, se aseguró a la opinión pública que estas brutales medidas acabarían beneficiando al brasileño medio. Lo que parecía ser colonialismo financiero se vendió como la panacea probada en Chile con resultados milagrosos.
Pero ese milagro era de hecho un engaño, un fraude, y un cuento de hadas en el que no todo el mundo vivió feliz para siempre.
Greg Palast es el autor del bestseller del New York Times, «Armed Madhouse».
Lean sus informes en www.GregPalast.com
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