«La Colombia posterior a los acuerdos de La Habana nunca volverá a ser igual», es el incesante estribillo que no paran de repetir los estafetas pagos de la élite tradicional y emergente en las pantallas, en los diarios, en las redes y en las radios con un sospechoso desconocimiento del clima verdadero en los buses, […]
«La Colombia posterior a los acuerdos de La Habana nunca volverá a ser igual», es el incesante estribillo que no paran de repetir los estafetas pagos de la élite tradicional y emergente en las pantallas, en los diarios, en las redes y en las radios con un sospechoso desconocimiento del clima verdadero en los buses, las fábricas, los cafetines, los bares, las universidades y las cantinas.
Mientras se ambienta la paz y la oposición a la paz, por bandos salvajes, sinuosos y excluyentes, el estado de las cosas, la putrefacción de la política, la lechona y la compra de votos que deviene en descrédito de la misma sigue su curso generando desesperanza y sobre todo miedo: un miedo paralizante que por momentos no nos permite mudar de piel, miedo e incertidumbre que permea nuestros poros, desazón por el rumbo de las cosas que acaba por convertirnos en seres recluidos en la dinámica misma de nuestras vidas privadas.
Acabar con cualquier tipo de certeza pareciese ser la consigna de los mandamases del país, país que urgentemente requiere de una pequeña luz al final del túnel para no sucumbir.
Colombia precisa consolidar nuevas fuerzas sociales que emancipen y retomen temáticas transversales más allá de siglas y la eterna disyuntiva izquierda-derecha.
El país necesita un nuevo diálogo entre personas del común que de paso a una cultura sociopolítica progresiva capaz de situarse en la psiquis de las mayorías para crear una nueva identidad que deconstruya la hegemonía existente.
La sociedad exige, a gritos, la convergencia de decenas de demandas populares que reivindican la justicia social y la participación incidente.
Es por ello que las candidaturas ciudadanas, protagonizadas por jóvenes en su mayoría, a lo largo y ancho del país, toman vida en los espacios grises que la política tradicional, partitocratica y excluyente deja.
La crisis de representatividad, el vaciamiento parcial de la democracia ha dado lugar a la irrupción de candidatos y candidatas del común, sin abolengos ni apellidos, con espíritu transformador y asco por las prácticas tradicionales que se han tomado la molestia de convocar a la gente, desde un discurso político sencillo y anti-elitista con mayor arraigo y credibilidad.
El acierto de este tipo de discurso, menos «veintejuliero» y más incidente, es sin duda el de aglutinar a la mayor cantidad de sectores inconformes, no ya desde la vieja y desgastada pugna izquierda y derecha sino desde la lógica de emancipar al 99% de los colombianos bajo premisas y necesidades concordantes y convergentes para enfrentar a un 1% de apátridas al servicio del capital financiero, el lucro, los intereses particulares y el usufructo de los bienes públicos para las transnacionales de turno.
Dichas candidaturas ciudadanas, que podrían denominarse de tipo «realpolitik revolucionaria» (1) , sin duda le devuelven al demos su propio rumbo y ofrecen una alternativa de integración más efectiva para las mayorías sociales fragmentadas y desesperanzadas que han perdido su capacidad de decidir.
El deseo de cambio se ve completamente representado por estos centenares de aspiraciones políticas altruistas que nacen en el corazón de las comunas, barrios, veredas, municipios y localidades y que, sin duda, le arrebatan a la tecnocracia local ineficiente, por no decir corrupta y plutocrática, el poder al que tercamente se aferra.
Las épocas en donde el político fungía como intermediario de favores y gabelas, como un mecenas todo poderoso que disponía de los presupuestos públicos y establece relaciones de servilismo, poder y dominación empiezan a sufrir una inevitable fatiga y llegar inminentemente a su fin.
Las candidaturas ciudadanas atraen por su sentido común al convertirse en nodos de ruptura que intentan reinventar la política y vincular a ella a nuevos y más capacitados actores.
El uso de las nuevas tecnologías, sumado a la ausencia de imposiciones verticales en su quehacer, le permiten a estos procesos tejer redes horizontales participativas capaces de movilizar y dinamizar la praxis política. Sus veloces métodos de organización, de tipo descentralizado, dejan en la obsolescencia a los anquilosados mecanismos organizativos del poder tradicional en los territorios.
La política contemporánea, vista desde este tipo de iniciativas sociales, le devuelve el sentido a los pequeños «peer groups» o grupos de personas que se relacionan en condiciones de igualdad y que no se unen solo por posiciones ideológicas comunes: la construcción de relaciones personales encuentra en las candidaturas ciudadanas un lugar en donde la política no solo es entendida como un utilitario ejercicio proselitista.
Los acuerdos sobre lo fundamental, las nuevas formas de interactuar y colaborar para romper antiguos paradigmas, la sumatoria de gestión eficiente y participación incidente, cimientan nuevas maneras de poner en jaque al todopoderoso establishment del siglo XXI.
El régimen y el esquema de democracia «a la colombiana» definitivamente han entrado en una etapa de agotamiento sin precedentes y como bien lo esbozaba en reciente texto el sociólogo español Antonio Antón: «Se trata de superar la simple alternancia de izquierda (oficial)/derecha, para presentar una alternativa al establishment o poder oligárquico desde la reafirmación de la democracia y la ciudadanía, apostando por una transformación profunda (proceso constituyente) del sistema político y económico» (Anton, 2015:8).
Notas
(1) El concepto de «realpolitik revolucionaria» aparece por primera vez como un aporte teórico del filósofo húngaro George Lukáks incluido en su libro «Lenin: la coherencia de su pensamiento (1924)».
Felipe Pineda Ruiz, publicista, activista social, colaborador de la Fundación Democracia Hoy. Miembro de la plataforma política Somos Ciudadanos.
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