El asesinato de Francisco Martínez por parte de Carabineros puso sobre la mesa uno de los temas más álgidos pero menos tratados de las revueltas de octubre en Chile: el de la movilización antipolicial y la necesidad de abolir la policía.
A las tres de la tarde del pasado viernes 5 de febrero, en la sureña localidad de Panguipulli, la policía chilena asesinó a Francisco Martínez, artista callejero, mientras éste hacía malabarismos en un semáforo para ganarse algunos pesos. En un hecho que fue registrado en video por algunos transeúntes que pasaban por aquella esquina, tres policías intentaron hacer «control de identidad» sobre Francisco y, ante su negativa, uno de ellos disparó seis veces sobre él, para luego retirarse del lugar dejando el cuerpo agonizante en el suelo, sin llamar a la asistencia médica ni cortar el tránsito para que pueda ser atendido.
El video del asesinato se viralizó rápidamente, despertando nuevamente la ira popular contra Carabineros de Chile, mientras que esa noche la Municipalidad de Panguipulli y otros edificios públicos de la ciudad fueron incendiados a manos de los indignados habitantes de la ciudad. Rápidamente se propagaron llamados a protestas en todo el país frente a un nuevo hecho de brutalidad policial. La noche siguiente, un joven poblador periférico de Santiago fue puesto en prisión y luego declarado muerto por suicidio en su celda. La rabia solo crece desde entonces.
El asesinato de Francisco hizo reemerger uno de los aspectos más constantes aunque más descuidado del ciclo de revueltas abierto el pasado 18 de octubre de 2019, a saber, el de la movilización antipolicial. Pronto se supo que Francisco participaba activamente en la Asamblea Territorial Plurinacional de Pangipulli, una de las tantas asambleas autoconvocadas al calor de las revueltas. La combinación de su militancia social y su oficio de artista callejero implicó que el asesinato fuera rápidamente leído como un ataque más de la policía contra el mundo popular. La reciente imputación del Ministerio Público en contra del policía que disparó como «homicidio simple» vino a agregar más combustible a una hoguera encendida hace meses.
La discusión pública en torno al hecho ha transcurrido entre la indignación por lo que es considerado otro claro suceso de brutalidad policial y los discursos apologéticos hacia el accionar de Carabineros, que justifican la reacción policial en base a la negativa de Francisco ante el control de identidad. Francisco vivía en la calle y no poseía documentos de identidad, y era ampliamente conocido en la comunidad debido a sus actividades circenses en el único semáforo operativo en una ciudad de menos de 30 mil habitantes, donde todos se conocen.
Las facultades policiales para hacer control de identidad fueron repuestas en 2016 bajo el gobierno de Michel Bachelet, otorgando un amplio margen discrecional a Carabineros para controlar y, de ser necesario, detener a quienes incumplan con las expectativas de este procedimiento. Con la memoria aún viva de los largos años de la prerrogativa dictatorial de la «detención por sospecha» por parte de Carabineros, es hoy claro para más y más habitantes de Chile que el control de identidad es uno de los dispositivos clasistas y racistas que rigen las operaciones de la policía.
El debate en torno a la policía chilena solo viene recrudeciendo desde octubre de 2019. A las mundialmente conocidas y repudiadas mutilaciones oculares y otros abusos a manifestantes, al reconocimiento de las décadas de Sename (institucionalidad para la supuesta protección de menores, pero que en realidad funciona como sistema de segregación con innumerables casos de negligencia y abandono), se debe recordar que cerca de dos mil presos políticos de las revueltas aún continúan en prisión preventiva, mientras que el carabinero que asesinó a Francisco fue dejado en libertad provisional por arraigo nacional.
Francisco fue asesinado en el semáforo que solía ser su lugar de trabajo, en la esquina de las calles Martínez de Rozas y Pedro de Valdivia, en Panguipulli. Los nombres de estas calles sirven de recuerdo del origen colonial del Estado responsable de su muerte, en la zona que hace siglos presencia el conflicto abierto por el estado chileno contra el pueblo-nación mapuche (wallmapu, o «todo el territorio mapuche»).
No muy lejos de allí, en agosto de 2016 fue encontrada muerta Macarena Valdés, la negra, en un crimen empresarial contra una activista ambiental e indígena que la justicia chilena se apuró en calificar como suicidio y que aún demanda verdad y justicia. Los rostros de Macarena y de Camilo Catrillanca, hoy forman parte de la simbología de las revueltas.
El asesinato de Francisco, artista callejero y militante social, es expresión de la violencia contra activistas y creadores, marcando así los límites actuales que tanto el arte popular como la subjetivización política asumen en Chile. Las crisis del arte y de la política suelen indicar crisis de los sistemas de representación, crisis que hoy tiene a la policía chilena en su punto más bajo de legitimidad, lo que parece un golpe mortal a una institución que hace solo algunos años se autocongratulaba como la mejor validada de su tipo en toda la región.
La indignación contra carabineros forma parte consustancial del nuevo ciclo de politización y conflicto social, que hoy asume una alta intensidad social y electoral. La discusión institucional y constitucional deberá abordar necesariamente la pregunta sobre qué hacer con la policía. Esta discusión se encuentra hoy hegemonizada por el lenguaje de la gobernanza neoliberal y su recurso a la securitización de la vida social, un lenguaje que ya se encuentra registrado en el acuerdo espurio de noviembre de 2019 en torno a la «paz social» (un nuevo intento de pacificación y domesticación de la revuelta) y las leyes represivas que le siguieron.
Como en otras aristas de la discusión política y constitucional como son el medioambiente, el derecho al agua, las pensiones, los cuidados y las regulaciones laborales e impositivas, la seguridad y orden público y su institucionalidad serán barómetros importantes para calibrar el desarrollo del ciclo político abierto en 2019. En esta discusión, no basta la ética de la responsabilidad que hoy establece la necesidad de contar con una institución policial y, en ese sentido, la intención de «reformar» o «refundar» Carabineros sobre principios y criterios no militarizados sino con base en los derechos humanos.
Es necesario que las fuerzas de izquierda, transformadoras, asuman que esta ética de la responsabilidad no puede dejar de lado una posición estratégica que desarrolle reflexiones y políticas orientadas a la abolición de la policía. Un horizonte abolicionista debe acompañar la discusión sobre la división social del trabajo deseable para la vigilancia y la represión, y por ende cualquier reforma debe estar orientada a disminuir antes que aumentar o reforzar la función policial, asumiendo el trasfondo de clase, de género y colonial de dicha división del trabajo, que hoy opera como brazo (para)estatal para la interrupción y destrucción de la potencia asambleísta de las revueltas.
* Investigador, coordinador del programa Criticas Latinoamericanas del International Institute for Philosophy and Social Studies (IPPSS) y editor general de «Pléyade. Revista de Humanidades y Ciencias Sociales».
https://jacobinlat.com/2021/02/16/carabineros-debe-dejar-de-existir/