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Caras ocultadas del poliedro

Fuentes: Rebelión

El Technocentre de Renault en Guyancourt cuenta con una plantilla de 12.000 trabajadores. La nueva dirección del centro, con Carlos Ghosn en su cabeza, puso en marcha un plan para producir 26 nuevos modelos hasta 2009. Antes, en este plazo de tiempo, se hubieran producido diez modelos como máximo. Los directivos decidieron también que los […]

El Technocentre de Renault en Guyancourt cuenta con una plantilla de 12.000 trabajadores. La nueva dirección del centro, con Carlos Ghosn en su cabeza, puso en marcha un plan para producir 26 nuevos modelos hasta 2009. Antes, en este plazo de tiempo, se hubieran producido diez modelos como máximo. Los directivos decidieron también que los trabajadores compartieran sus mesas con los compañeros que les sustituían en el turno siguiente. Se ahorraban despachos y se reducían alquileres. Veinte millones de euros más, calcularon, de beneficios empresariales.

Un ingeniero y dos técnicos que trabajaban en la planta automovolística se suicidaron en apenas cuatro meses. El primero en octubre de 2006, el último el 16 de febrero de 2007. Tenían 38, 39 y 44 años. En opinión del psiquiatra Christophe Dejours la «revolución» informática vincula individualmente los trabajadores a los ordenadores. La evaluación, antes colectiva, pasa a ser estrictamente personal. Se separa, se aísla a los asalariados, que ahora compiten entre ellos. Están destruyendo, se ha destruido ya, la noción de trabajo en equipo. Fred Dijoux, dirigente de la CFDT, recuerda que en febrero de 2006 alertaron a la dirección de los riesgos laborales de la nueva planificación. Denunciaron por escrito un sistema de gestión casi militar que, por otra parte, no asocia a los obreros y empleados con ninguna toma de decisiones. Algunos trabajadores creen que la informatización ha roto totalmente las relaciones humanas en la empresa. Todos deben ser polivalentes, todos deben valer para todo. Nadie puede negarse a nada. Cada trabajador se siente solo, totalmente aislado frente a la dirección de la empresa. Las críticas a su trabajo, por el contrario, se hacen abiertamente, delante de todos los compañeros y directivos.

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Un mes después del último suicidio en la Renault. Viernes, 16 de marzo de 2007. Se cumplía el cuarto aniversario de la invasión y aniquilación de Irak. Como todos los viernes del año, los manifestantes antiguerra levantaban sus pancartas frente a la verja del hospital militar Walter Reed de Estados Unidos. Gritaban, siguen gritando: «Amamos nuestros soldados, odiamos la guerra. ¡Traed las tropas ya!».

Al otro lado de la valla, los médicos militares esperan la llegada de nuevos soldados heridos que acaban de aterrizar en la base militar de Andrews. Walter Reed había sido la joya de la corona de la medicina castrense. Tras más de cinco años recibiendo heridos, lisiados, incapacitados, soldados con estrés, con depresión, efectos «colaterales» de la guerra contra el «terrorismo internacional» iniciada el 11-S de 2001, el hospital se transformó. Manchas de moho, goteras, malos olores, ratones, cucarachas, colchones baratos, sábanas manchadas de sangre sin limpiar, gusanos en heridas Tras las denuncias periodísticas, la intendencia del ejército se ha movilizado. Quieren limpiar el lado más sucio y oscuro de las instalaciones.

Los familiares de soldados heridos que sólo hablan castellano se muestran impotentes. No consiguen hacerse entender. Zulema Calderón lo dejó todo para poder atender a su hijo que, ahora, ni siquiera es capaz de recordar las citas médicas o de regresar a su habitación sin ayuda. Volvió de Iraq con la cabeza aplastada en su lado izquierdo. Zulema pide, exige un intérprete. Si el ejército norteamericano fue capaz de convencer a su hijo en castellano para que fuera a la guerra, ese mismo ejército debería tener un intérprete que le ayudara ahora en su convalecencia.

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La guerra, también la guerra, sigue siendo la cotidianidad más básica para la mayoría de la población del Próximo Oriente. Fatiha Mejjati, 46 años, de origen marroquí se acababa de instalar con su marido y sus dos hijos en Kabul cuando Al Qaeda derribó las torres neoyorquinas y atacó el Pentágono. La propia Al Qaeda ordenó a los árabes partidarios de Bin Laden que abandonaran la capital afgana. Esa misma noche un autobús les vino a buscar. Recorrieron otros barrios para recoger más familias. Los hombres se saludaban: «Mabruk», ¡enhorabuena!, al mismo tiempo que se abrazaban. La señora Mettaji recuerda que el ambiente que respiraban era una mezcla de alegría y aprehensión. Alegría por lo que intuían que había podido pasar, temor ante el futuro que les aguardaba.

Se refugiaron finalmente en Loguer, a unos 40 km de Kabul, en un antiguo cuartel soviético. El edificio estaba en ruinas, carecía de electricidad, de agua corriente, baño e incluso de cristales en las ventanas. Sólo tenían una cisterna. Unos hombres cavaron una zanja sobre la que colocaron unos tablas de madera. Las sujetaron con casquillos oxidados de los obuses soviéticos. Fue su inodoro. Una cortina preservaba la intimidad.

Los niños disponían de mucho espacio para correr y jugar con cascos y cartucheras abandonadas. No podían franquear ciertos límites. Más allá había un campo de minas. Un día, Ilyas, su hijo, corrió tras el chádor que el viento había hecho caer y estuvo a punto de entrar en el campo minado. Se descolgó desde un muro, sin llegar a tocar el suelo, para poder recoger la prenda.

El momento supremo de su estancia en Loguer, según Fatiha, tuvo lugar dos días después de instalarse en el cuartel. Les pusieron un video que hicieron funcionar con la batería de un coche. Pudieron saber entonces que las Torres habían sido derribadas. Las mujeres que vieron la filmación estaban orgullosas y sorprendidas. Vieron tres veces el vídeo. No pudieron verlo una cuarta vez porque se agotó la batería. Fatiha sintió que el enemigo estaba experimentando el sufrimiento que tantos musulmanes, empezando por sus hermanos palestinos, estaban padeciendo desde hacía mucho tiempo. Demasiado en su opinión. Algunas mujeres sentían temor. Una mujer iraquí, que había padecido los bombardeos sobre Bagdad durante la primera guerra de Golf, estaba sobrecogida.

De Afganistán, la familia Mettaji huyó a Pakistán, Bangladesh y después a Arabia Saudí. Allí fue secuestrada junto a su hijo pequeño. Estuvo un año en cárceles secretas de Riad. Llegó después en Marruecos. Su marido Karim y su segundo hijo Adam murieron en abril de 2005 en un enfrentamiento con las fuerzas militares saudíes en Al Rass. Ella y su hijo de 14 años viven ahora en Casablanca vigilados día y noche por agentes de la policía secreta.

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No muy lejos de Marruecos está Cabo Verde. De ese país africano son oriundos muchos habitantes de Cova da Moura, a 15 minutos de la Plaza del Rocío lisboeta, en medio del bario dormitorio de Amadora. Cerca de las instalaciones de Ikea En la montaña cercana había una cueva (cova) y un molino que pertenecían a la familia Moura. Muchos niños del barrio hablan criollo, el dialecto nativo de Cabo Verde y la lengua oficial del barrio.

Viven en Cova unas 7.000 personas. En su gran mayoría trabajadores de la construcción y mujeres que limpian. Llegaron a Portugal en los setenta y ochenta del siglo pasado. Se instalaron también en el barrio portugueses que regresaron de Angola, tras la revolución de 25 de abril de 1974. Cova se ha convertido en los últimos años en una zona violenta, con tráfico de drogas y luchas con la policía. Nueve jóvenes han fallecido en enfrentamientos desde 2000. La asociación cultural «Molino de la Juventud» lleva 25 años luchando por los derechos de los habitantes del barrio. Ofrece visitas guiadas que permiten conocer otras caras del lugar. El barrio tiene también una historia propia. Eduardo Flaco, que llegó de las Azores hace 24 años cuando en Cova no había alcantarillas y sólo había agua potable en una fuente, fue quien fundó la asociación «Mohíno da Juventude».

Euclides trabajó cinco años en Francia y Luxemburgo, pero tuvo que volver. Su hermano fue encarcelado injustamente. Cree firmemente que nadie les juzga por lo que valen. Diniz José Duarte tiene ya 88 años. Vio nacer Cova. En los años 70 sólo había huertas y una cantera de piedra. El barrio fue construido por los vecinos, con sus propias manos. Diniz era carpintero y herrero en Cabo Verde. Vino buscando una vida mejor. Ha trabajado siempre en obras. Su pensión alcanza para poco. Pero, señala, las gentes del barrio con pocos medios se ayudan entre ellas.

Cova no tiene centro de salud, ni farmacia, ni escuela secundaria. La tasa de analfabetismo supera el 10%, el abandono escolar se ha disparado. El índice de natalidad alcanza cuatro hijos por mujer. El 50% de la población apenas alcanza los 20 años

Ermelindo Quaresma, que fue albañil, ahora es profesor de informática en el barrio. Pasó por las obras más emblemáticas del país. Ayudó a construir la línea férrea de Sintra, la Volkswagen, el puente lisboeta de Vasco de Gama, el moderno centro cultural de Belem. En esos doce años de trabajo sólo cotizó uno. Si cotizaban a la seguridad social, los patrones se lo descontaban a ellos del sueldo. Siempre trabajó a destajo y sin vacaciones. Mano de obra, según dice él mismo, barata y desechable. Totalmente desechable.

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Uno de los habitantes de Cova emigró a España, a Barcelona. Vive en un barrio de trabajadores, en Verneda, en la calle Agricultura, cerca de la arteria principal de la barriada, la calle Guipúzcoa. Allí, al lado de otra calle del barrio, la calle Fluvià, el 1 de abril de 2007, 68 años después de la derrota republicana en la guerra civil, se ha inaugurado la nueva sede del PSUC-viu. Unas 150 personas acudieron al acto. Hablaron los secretarios generales del partido y del PCE, un representante cubano y una compañera venezolana. La sala donde se desarrolló el acto lleva el nombre del presidente del partido. Una placa, que se descubrió ese mismo día, así lo indica: «sala de Gregorio López Raimundo». A pesar de que los médicos le habían recomendado reposo y mesura en sus intervenciones por su avanzada edad, el camarada Gregorio tomó la palabra. Recordó que en España, en estos momentos, vivían unas 9.000 personas con más de cien años. Aseguró que si se le seguía tratando así se comprometía, palabra de militante dijo, a superar ese edad. Dio las gracias a todos, insistió en la necesidad de seguir combatiendo contra las injusticias y las guerras de exterminio y recordó que cuando los jóvenes, y los no tan jóvenes, insisten en que «otro mundo es posible», eso a él le recordaba la vieja aspiración a una sociedad socialista, que en su opinión, dijo modestamente, seguía siendo tan necesaria entonces como ahora. Los asistentes aplaudieron. Estaban de acuerdo con sus palabras y estaban emocionados con su ejemplo.