«¿Acaso os habéis preguntado por qué no es Suecia el país que hemos atacado?». Osama Ben Laden, Mensaje al pueblo americano /1. Es difícil sentir la más mínima solidaridad con las turbas religiosas que reclaman censura y hasta la pena de muerte contra los blasfemos que han publicado caricaturas del Profeta. La libertad de expresión […]
Es difícil sentir la más mínima solidaridad con las turbas religiosas que reclaman censura y hasta la pena de muerte contra los blasfemos que han publicado caricaturas del Profeta. La libertad de expresión es algo sagrado y en una democracia, un régimen cuyo único fundamento en teoría es la autónoma acción constitutiva de los hombres, debe ampararse la blasfemia y la propaganda atea del mismo modo que la expresión religiosa lícita. Un Estado laico nada debe temer de la blasfemia ni del ateismo, pues sus fundamentos no son teológicos. Por ello mismo, la tolerancia hacia los actos lícitos de los diversos cultos religiosos no debe ser distinta de la que debe amparar otras opiniones, en particular las contrarias a la religión o a una forma de religión en particular. Ninguna religión merece protección contra lo que considere ella misma como una blasfemia: la blasfemia, a diferencia del delito es una falta de ámbito estrictamente privado y cuya definición obedece a criterios internos a cada confesión. Si la blasfemia se incluyera en el ordenamiento jurídico, se estaría con ello otorgando competencia legislativa en materia penal a una instancia privada como es una confesión religiosa. Si todas las confesiones religiosas tuvieran esta potestad, la lógica interna de la persecución de la blasfemia conduciría a la prohibición de todo culto religioso. Y es que cada una de las religiones constituye por sí misma la más espantosa blasfemia contra las demás. ¿Acaso no resulta blasfemo rendir a Dios cultos idólatras o inmorales o profesar sobre El opiniones heterodoxas? Considerar, como hace el Talmud, que Cristo es un falso Mesías hijo de la peluquera Miriam y del legionario romano que lleva el curioso nombre de Panthera, o, como afirma el cristianismo desde hace siglos, que los judíos son deicidas o que el Profeta del Islam es un falso profeta son constantes y necesarios actos blasfemos de una religión contra otra. ¿Acaso puede aceptar una religión que cree basarse en la verdad revelada que otras pretendan lo mismo sin considerarlas blasfemas?
Sentado este principio, los acontecimientos que se han venido desarrollando a partir de la publicación por el diario danés Jylland Posten de una serie de caricaturas del Profeta del Islam, se inscriben en un marco histórico que las hace particularmente odiosas, a ellas y al conjunto de reacciones que han amplificado su eco, por motivos estrictamente políticos. En primer lugar, vale la pena fijarse en la caricatura que ha tenido más publicidad: la del Profeta tocado de un turbante que culmina en la mecha de una bomba. Por mucho que insistan los musulmanes o los expertos occidentales en integrismo en que aquí el problema radica en que el Islam prohibe la representación del Profeta (en realidad de su rostro: las ilustraciones persas y turcas de la Vida de Muhammad lo representan, pero con el rostro en blanco), lo que está realmente en juego es otra cosa, la calificación del Islam como religión «terrorista».
No es de extrañar que en la Palestina que acaba de elegir triunfalmente a un movimiento islámico de resistencia incluido en la lista de organizaciones terroristas de la UE, las reacciones hayan sido particularmente vivas. ¿Acaso no están hartos los Palestinos de que se los acuse de terrorismo por resistir a un enemigo que desde hace más de 60 años viene expulsándolos progresivamente de su propio país? El colmo es que se considere que la violenta y constante resistencia que oponen a la ocupación de su país tiene que ver con una particular idiosincrasia religiosa sin la cual caracería de motivo. El Islam es hoy, entre otras muchas cosas, una expresión política de un movimiento anticolonial cuyas manifestaciones laicas han fracasado. La operación ideológica y política en que se inscriben las caricaturas de Mahoma y la consiguiente agitación de los sectores interesados en promover una «guerra de civilizaciones» tiene como principal resultado una radical despolitización de las resistencias árabes e islámicas, la reducción de los motivos y objetivos enteramente políticos de su acción a una obcecación ideológica con derivaciones violentas.
Es conocida la anécdota de Alejandro y el pirata que relata San Agustín en la Ciudad de Dios: «/Con tanto donaire como verdad respondió un pirata apresado a Alejandro Magno. Preguntado este hombre por el mismo rey, si le parecía bien tener el mar infestado con sus piraterías, el pirata le consultó con insolente contumacia: «Lo mismo que te parece a tí tener infestado el orbe: sólo que yo porque pirateo con un pequeño bajel, me llaman ladrón y a tí, que con una armada imponente pirateas, te aclaman Emperador.» El resistente que carece de tanques y aviones es un pirata o en términos más actuales, un «terrorista» por utilizar medios mucho más limitados que quien lo oprime. No hay ninguna otra diferencia entre ambos, salvo la legitimidad que da la fuerza. Dando la vuelta a la famosa definición weberiana del Estado como monopolio de la fuerza legítima, puede afirmarse que lo que hace legítima la fuerza es el propio monopolio…que lo que hace de Alejandro un Emperador es el monopolio efectivo de la fuerza o de la piratería. Esta curiosa idea que para San Agustín resultaría aberrante, pues la legitimidad del poder se basa según él en la justicia, se ha convertido en una verdad de sentido común en nuestra época que confunde el monopolio de la fuerza con la paz y ve en esta paz un bien absoluto. De ahí que la resistencia, que no reconoce la bondad de esa paz quede excluida del consenso universal. Su inspiración no puede ser de este mundo: el resistente, denominado «terrorista» sólo lo es como consecuencia de una afiliación religiosa fanática, no porque reaccione de manera bastante comprensible a la ocupación y destrucción de su país y de sus gentes. Como siempre en toda operación ideológica el efecto se hace pasar por la causa: la carencia material de una resistencia que debe recurrir a medios primitivos como el cinturón de explosivos para vencer el monopolio de la violencia se convierte en «terrorismo» y este se considera exclusivamente explicable mediante una etiología religiosa. Pero el terrorismo es el otro nombre de la escasez de recursos militares y el fanatismo expresa la liquidación del espacio público en que los problemas políticos pueden dirimirse políticamente /2.
1. Citado en el, por lo demás sumamente esclarecedor, libro de François Burgat, /L’Islamisme à l’heure d’Al Qaida/, La Découverte, París, 2005
2. Quienes profesan esta lógica, desgraciadamente mayoritaria en los medios de comunicación y entre nuestros «representantes» políticos deben considerar que los Tigres de Liberación del Eelam Tamul (marxistas de cultura hindú), que inventaron el cinturón de explosivos o el propio héroe de Cascorro eran «integristas» musulmanes.