Recomiendo:
0

¿Es racista la política de EE.UU.?

Carta a la embajada de EE.UU. en Bogotá

Fuentes: Colombia Support Network

Traducido para Rebelión por Germán Leyens

Mr. Milton Drucker

Director de Misiones

Embajada de Estados Unidos

Bogotá, Colombia

Estimado Mr. Drucker:

Nosotros, de las secciones de Nueva York de Colombia Support Network le agradecemos que se haya reunido con nosotros en Bogotá en agosto pasado. Sabemos que es una persona muy ocupada y apreciamos que se haya tomado el tiempo para explicarnos algunas de sus impresiones sobre la situación actual de Colombia.

Personalmente, sin embargo, quisiera aprovechar esta oportunidad para volver a algunos de los puntos de nuestra conversación de ese día, ya que no considero que hayan sido suficientemente tratados dentro de los parámetros, sea de tiempo, o de temática, que fueron fijados en la reunión.

Para comenzar, usted expresó su opinión de que sería inefectivo que EE.UU. sólo diera a Colombia fondos de ayuda. En su lugar, usted sugirió que tenemos que ofrecer a Colombia nuestra presencia junto con esos fondos, y que nuestra supervisión es esencial para asegurar que el proceso de democratización se desarrolle bajo la guía de profesionales del desarrollo que poseen el conocimiento especializado requerido.

Una vez que estuve segura de que todos los participantes habían tenido oportunidad de responder a esta posición o de agregar sus propios puntos, presenté mi observación de que durante nuestro intercambio mutuo habíamos considerado que la participación de EE.UU. en el proceso democrático de Colombia era necesaria debido a dos preocupaciones permanentes: la reducción de los narcóticos ilegales y de la actividad terrorista. Al elaborar esta dualidad, evitamos mencionar la intencionalidad económica que permitió que Colombia facilitara ruedas de privatizaciones y el establecimiento de plataformas de exportación tal como fueron recomendadas por la OMC y el FMI, el proceso familiarizado como «apertura económica» en las comunidades empresariales.

Incluso antes de hablar, sospeché, y correctamente como se vio más adelante, que usted podría objetar, o por lo menos poner en duda la validez de esta expansión de la discusión. Cuando cité a Alberto Carrasquilla, ministro de finanzas de Uribe, en un artículo de julio de Financial Times, diciendo que Colombia espera vender 10.000 millones de dólares de participación en compañías estatales durante los próximos años, usted descartó dicha evaluación. Dijo que no sabía de dónde salía la cifra de 10.000 millones de dólares. Dijo que el impulso de privatización ya había sido completado bajo Pastrana, y que actualmente sólo queda «un par de bancos» que ofrecer para ofertas de aquellos que llegaron tarde. A la inversa, el señor Carrasquilla declaró a Financial Times que los planes de privatización de Colombia durante los próximos años son tal vez «los más ambiciosos en América Latina». Dijo que además de los bancos, participaciones en una compañía de transmisión de energía y un distribuidor de gas se encontraban entre las mejores ofertas, y que incluso existe una consideración seria de vender acciones en la corporación petrolera de propiedad estatal Ecopetrol.

No importa cuál de las dos posiciones aceptemos como correcta, la suya o la de Carrasquilla, ninguna responde a lo que quería decir antes de ser interrumpida y de que se me obligara a dejar de hablar. Los detalles de la reestructuración económica después de la revisión en 1991 de la constitución colombiana o las reformas específicas que ocurrieron bajo el período de Pastrana o el de Uribe, no pueden encarar por sí solos todo el espectro de nuestra participación histórica en los asuntos de Colombia.

Para enfrentar esa historia, ofrecí una muestra de citas que provocan dudas sobre el desinterés de nuestra participación. En aras de la memoria y de la exactitud, repito las citas en el orden en el que las presenté en la reunión:

La primera fue una declaración a principios del Siglo XX, del presidente William Howard Taft de EE.UU., cuyas especulaciones sobre el futuro fueron causadas por lo que obviamente consideraba como crecientes éxitos del pasado:

«El día no está lejos… en el que todo el hemisferio sea realmente nuestro, tal como es moralmente nuestro en virtud de nuestra superioridad de raza.»

Parece que otros habitantes de nuestro hemisferio no estuvieron de acuerdo con su evaluación de nuestro rango étnico. Junto con otras acciones militares en América del Sur, EE.UU. desplegó tropas en Colombia en tres ocasiones separadas antes del año 1925. Para ilustrar la interpretación de Taft del pronombre posesivo «nuestro», que se refiere a quién todo el hemisferio pertenecería pronto, el Archivo del Congreso de 1960 suministra una perspectiva histórica. Declara que los despliegues posteriores a la observación de Taft fueron para «proteger intereses estadounidenses«, una declaración, supongamos, que puede haber tenido la intención de expresar un sentido adicional: que la América a la que se refiere el Archivo del Congreso es la suma de todos los países del continente con sus soberanías e integridades intactas. [Este uso contextual de la palabra «América» es un tema que discutimos en la reunión y es un tema al que volveré más adelante.] El segundo propósito de las incursiones, como lo señala el Archivo del Congreso fue el de «restaurar el orden«, una declaración que provoca preguntas como: ¿El orden de quién? ¿Qué clase de orden? ¿Por qué medios aseguraron y mantuvieron ese orden?; por si alguien se interesara por investigarlas.

En 1945, el historiador de la CIA, Gerald Haines, escribió que EE.UU. sustituyó «a sus rivales franceses, británicos y canadienses para mantener el área… para el excedente de la producción industrial y las inversiones privadas» y «para explotar las vastas reservas de materias primas… «

Esto nos presenta otro indicador sobre el uso y el significado de la palabra «nuestro».Digamos, para poner un ejemplo, que podríamos vernos tentados a afirmar que EE.UU. sustituyó a rivales, no sólo a los propios, sino a todos los rivales que incluyen a las «Américas» para proteger nuestros intereses colectivos, agregados. Se podría ir más lejos, y decir que los países latinoamericanos deseaban realizar inversiones privadas en sus propios países, bajo el manto de sus soberanías específicas, y que el papel de EE.UU. fue el de suministrar la ayuda necesaria

El argumento podría llegar a la conclusión de que esos países deseaban explotar sus vastas reservas de materiales primas para su propia viabilidad económica, en un equilibrio de comercio junto con países que eran sus vecinos directos, y librarse de intrusos de otro hemisferio o territorio excluido.

Pero entonces encontramos otra cita inquietante. En los años 50, cuando el recién formado Banco Mundial trató de introducir a los llamados «países en desarrollar» a una participación más estrecha en el mercado mundial, EE.UU. envió al economista de reputación mundial Albert O. Hirschman a Colombia durante varios años para supervisar la implementación de reformas económicas. Hirschman, lejos de ser progresista, sino más bien un humanista, esperaba ayudar a los colombianos a lanzarse en lo que veía como su excitante y benéfica frontera. Pero cuando escribió sus memorias años más tarde, confesó que él:

«Quería saber lo más posible sobre la economía colombiana… en la esperanza de contribuir marginalmente a la mejora de la formulación de políticas. Pero pronto llegaron instrucciones de la central del Banco Mundial de que se esperaba que tomara, sobre todo y lo más pronto posible, la iniciativa en la formulación de algún ambicioso plan de desarrollo que especificara objetivos de inversiones… y de ayuda extranjera para los próximos dos años… Un aspecto del asunto me preocupó especialmente. La tarea era supuestamente crucial para el desarrollo de Colombia, pero no se encontraba ningún colombiano que tuviera la menor idea de cómo realizarla. Ese conocimiento lo tenían sólo unos pocos expertos extranjeros.»

Al presentar esta cita, que precede su declaración en cuanto a que también repite la creencia de que los colombianos no son capaces de manejar sus propios asuntos, sugerí que este concepto tiene su génesis en un perfil racial. Usted, sin embargo, me interrumpió a media frase y dijo: «Nadie aquí cree que tenga alguna superioridad moral». Le pedí que permitiera que terminara de completar mi tema, recordándole que yo había esperado pacientemente hasta que usted y todos los demás presentes habían terminado de expresar satisfactoriamente sus pensamientos antes de hablar. Cuando traté de continuar, usted me interrumpió varias veces en mis dos frases siguientes. Finalmente usted terminó por decir: «No quiero que nadie en esta Embajada sea llamado racista. Ya basta con la discusión del asunto». Usted se disculpó para ir a otra cita, dejándonos en manos de Craig Conway, Director de Derechos Humanos y Trabajo, que había estado presente todo el tiempo. La conversación y su orientación, sin embargo, fueron abortadas.

Quiero dejar establecido que en ningún momento me refería a algún individuo en particular como racista. Por cierto, si el caso fuera tan simple como para identificar y descubrir a los culpables ocasionales. El centro de mis comentarios, si se me hubiese permitido terminarlos, es que el racismo en la política de EE.UU. no es el resultado de una visión deformada del mundo de una persona en particular en el que vive él o ella, sino era y sigue siendo una práctica histórica arraigada. El filósofo Charles Taylor describe esta práctica:

«… la tesis de que nuestra identidad es parcialmente formada por el reconocimiento o su ausencia, a menudo por el desconocimiento de otros, y así una persona o un grupo de personas puede sufrir un verdadero daño, una verdadera deformación, si la gente o la sociedad a su alrededor las reflejan en un marco restrictivo o degradante, o desdeñoso. El desconocimiento o el reconocimiento deformado pueden causar daño, pueden constituir una forma de opresión, encerrando a alguien en una forma de ser falsa, distorsionada y reducida.»

De este modo, el racismo se refiere no sólo a una especie étnica, sino que engloba una referencia secundaria a todos los que están unidos por características o tradiciones comunes.

El sentimiento de Taft, lejos de ser una reliquia de un pasado tenebroso como usted parece sugerir, plaga toda nuestra historia hasta la actualidad. Ofrezco este ejemplo flagrante, que es fácilmente accesible en la red mientras escribo estas líneas. Hace legión la cantidad de campesinos colombianos que presentaron demandas ante el gobierno por los efectos dañinos de los defoliantes químicos fabricados en EE.UU. utilizados para la erradicación de la coca. Estos defoliantes no sólo causaron sarpullidos, náusea y problemas respiratorios, sino que diezmaron cultivos legales y de subsistencia, desplazaron a personas y a la producción, pero hicieron poco por desbaratar la vigorosa planta de la coca, cuyas hojas vuelven a crecer en tres meses. El Departamento de Estado de EE.UU. no sólo vuelve la acusación contra los solicitantes, sino que disemina su reflejo al resto del mundo a través de su sitio en la red:

«Ya que su forma ilegal de ganar su sustento ha sido afectada por la fumigación, esta gente no ofrece información objetiva sobre el programa.»

Es difícil imaginar un cuadro más restrictivo, degradante o deleznable que cuando uno de los criminales miente o es incapaz de determinar la verdad. Es difícil imaginar un modo de ser más reductor que el de no merecer la condición de participante viable ni tan sólo en la cadena de queja más limitada. Las citas que reflejan este perfil racista no se limitan a los pronunciamientos estudiados en los archivos oficiales. Ofrezco unas pocas presenciadas por mi propia persona:

En el Centro Nacional Administrativo en Bogotá, nuestra delegación del CSN se reunió con el general Alfonso Ordóñez, subdirector de la Fuerza Aérea. Le preguntamos si podía explicar por qué la porción de ayuda del Plan Colombia no llegaba a los destinatarios adecuados, las comunidades necesitadas. El general replicó:

«El gobierno no puede dar dinero a los campesinos para ayudar al desarrollo porque los campesinos sólo se beberían el dinero».

En una reunión en la Embajada en julio de 2001, preguntamos a la embajadora de EE.UU. en Colombia en aquel entonces, Anne Patterson, sobre la epidemia de sarpullidos que aparecían en la piel de personas que viven en áreas que han sido fumigadas con «Roundup Ultra» fabricado en EE.UU. La Sra. Patterson y sus asesores nos aseguraron que su investigación prueba que el producto químico es seguro, a pesar de que contiene aditivos que no se encuentran en el producto comercial «Roundup» y que Monsanto, el fabricante, se vio obligado a sacar la expresión «no daña el medio ambiente» y «biodegradable» de sus etiquetas. La Sra. Patterson dijo: «Los productores descartan en los campos los envases vacíos de los productos químicos utilizados en el proceso de conversión. Los niños podrían haber sufrido sarpullidos por jugar con las latas correspondientes».

Le preguntamos por la ley colombiana que especifica que los responsables por la fumigación notifiquen a una comunidad antes de fumigarla. Respondió:

«No podemos notificar a una comunidad antes de fumigarla porque los campesinos dispararían contra los aviones y helicópteros.»

Un año más tarde, preguntamos a Mari Tolliver, empleada en la Embajada en aquel entonces, cuál pensaba era la probabilidad de que los campesinos poseyeran armas suficientemente poderosas para disparar al aire contra aviones volando a gran altura. Confundió el tema, aparentemente para «corregir» a la Sra. Patterson. Respondió que: «No son los campesinos los que dispararían, sino las guerrillas».

También le preguntamos a la Sra. Patterson si alguna vez había viajado a las áreas rurales para presenciar los efectos dañinos del Plan Colombia, un plan escrito en EE.UU. antes de que la mayoría de los colombianos hubiese tenido la oportunidad de votar al respecto. Por ello, el Plan Colombia es un inmenso espejo, ya que permite reconocer, o dejar de reconocer, cuáles opiniones importan y cuáles no. Dijo que no viaja a esas áreas en persona, pero que la gente de esas áreas puede visitar la Embajada en todo momento para expresar sus preocupaciones. Expresamos nuestra preocupación de que para la mayoría que vive bajo la línea de pobreza, el viaje a la capital sería algo prohibitivo. Ella nos tranquilizó diciendo que:

«Recién la otra semana un montón de indios vino y quiso hablar de Cristóbal Colón.»

Esta declaración fue subrayada por una expresión facial conocida como «poner los ojos en blanco» antes de que la embajadora continuara:

«Tuve que explicarles que lo que pasó hace 1.500 años [sic] no guarda relación con los temas que tratamos en la actualidad.«

En el palacio presidencial, nos reunimos con Gonzalo de Francisco, consejero presidencial para la convivencia y seguridad colombiana. Preguntamos por las 38.000 familias de Putumayo que habían firmado contratos con el gobierno para recibir ayuda, pero no habían recibido nada. El gobierno había recibido mandato de comenzar con la entrega de ayuda dentro de seis meses de la firma del contrato.

De Francisco admitió: «Sí, ha habido mala administración», e inmediatamente continuó esa observación con un non sequitur tan descarnado que pensé que había oído mal: «Pero el futuro de Putumayo reside en el ecoturismo».

Como no soy una experta laboral, le pregunté cómo pensaba que 38.000 familias iban a competir dentro de una misma industria. Respondió:

«Pueden construir pequeñas chozas para alojar turistas.«

Las palabras que escogemos son importantes, y cada palabra importante que escogemos tiene un lado oculto. Juntas, las palabras y sus lados ocultos cuentan historias. A veces, las palabras que no expresamos, intencionalmente o no, dicen más que las palabras que decimos. Para complicar aún más el proceso, la misma palabra salida de los labios de una persona puede representar una visión enteramente diferente de cuando esa misma palabra es expresada por otra.

El crítico literario Harold Bloom habla de la dificultad de interpretar a otro sin contar primero con una experiencia idéntica, y en segundo lugar, sin poseer un mecanismo defensivo para proteger quiénes somos y quiénes queremos ser. Advierte que de cierto modo, o por lo menos hasta cierto punto: «Toda lectura es una mala interpretación», o que cada lectura es una lectura interesada, porque vemos lo que queremos «en» lo que leemos. Un filósofo de la ciencia presentó una vez una parábola sobre el desafío de ser humilde dentro de la disciplina. Cuando los científicos descubrieron por primera vez gafas negras octagonales afirmaron: «Ahora sabemos cómo ve una mosca». Desgraciadamente, dijo el filósofo de la ciencia, todo lo que se sabe es cómo un ser humano ve cuando usa gafas negras octagonales.

En el mismo período histórico en el que Taft se asoció a la especulación sobre a quién le pertenecería pronto todo el hemisferio, Roger Casement iluminó la mitad silenciosa de las palabras de Taft en los Papeles de la Sesión de la Cámara de los Comunes de 1912:

«La cantidad de indios matados sea de hambre – causada a menudo intencionalmente mediante la destrucción de cultivos en distritos enteros o infligida como una forma de pena de muerte contra individuos que no aportaban su cuota de caucho – o mediante el asesinato deliberado por bala, fuego, decapitación o flagelación hasta la muerte, y acompañado por una variedad de atroces torturas, durante estos 12 años, a fin de extorsionar estas 4.000 toneladas de caucho. No puede haber sido menos de 30.000 y probablemente fue de muchos más.»

A mediados de siglo, cuando Gerald Haines escribió que EE.UU. había sustituido a sus rivales franceses, británicos y canadienses en el área; cuando Albert O. Hirschman expresó su preocupación por el ambicioso plan de desarrollo que implicaría objetivos de inversión y ayuda extranjera, y cuando el Banco Mundial trató de llevar a los llamados «países en desarrollo» de modo más estrecho al mercado mundial, un monje capuchino describió la práctica del azote en Putumayo:

«Hay que comprender que el dolor tiene una eficacia misteriosa que lleva a que la gente lo desee. Yo mismo he notado que los indios se vuelven muy tranquilos, incluso alegres y festivos después de ser azotados. Es obligatorio que después de ser azotada, la persona diga «Dios se lo pague, Dios sea alabado» Si no dice eso el jefe (que es un indio, aceptable por los capuchinos) ordena tres latigazos más y así sigue, hasta que la persona castigada pierde su enojo y muestra gratitud. Por lo tanto la flagelación mantiene el principio de autoridad, docilidad y la pureza de las costumbres.».

¿No se le ocurrió al monje capuchino que su «interpretación» era tal vez un «falso reconocimiento»? Que la eficacia que veía en la provocación de dolor no era en realidad tan misteriosa; que causar dolor corporal, tan celebrado y puesto a punto como si fuera un arte en los manuales de nuestras fuerzas especiales y de inteligencia, a menudo logra los efectos deseados y que la secuela alegre y festiva del torturado no puede ser más que su gratitud porque el administrador del dolor corporal ha decidido de detenerse, y que el torturado siente alivio porque él o ella resistió el abuso con su vida y sus sentidos intactos?

Hay una historia tras las palabras tan bien articuladas por el capuchino, tal como hay una historia tras las palabras bien articuladas que usted pronunció durante nuestra reunión. Existe una historia que explica por qué la Sra. Patterson interpreta a sus visitantes indígenas como un «montón», tal como hay una historia dentro de mi círculo de conocidos: ni uno solo de los que consulté «interpretó» su interpretación, o su reconocimiento, como inofensivo. Hay una historia en el hecho de que si ella hubiera sido la invitada de los indígenas, los indígenas sabrían su nombre, que conocerían su título, y que conocerían los nombres y los títulos de todos los demás que llegaron con ella. Hay una historia tras las palabras que compartimos con Mr. Conway sobre quién posee la apelación «americano» sin ningún prefijo matizante. Mr. Conway nos asegura que incluso los latino- (de nuevo el prefijo) americanos utilizan esa apelación para designar a personas que vienen de EE.UU. y yo no dudo de que Mr. Conway refleja correctamente cómo se expresa su círculo de conocidos. Pero si imaginamos que la apelación es utilizada exclusivamente sin un prefijo que la califique frente a nuestros vecinos del sur, y fuésemos nosotros los que estuviésemos aislados en alguna relación nebulosa y mal definida con nuestro hemisferio, una atmósfera surreal se infiltraría en los espacios silenciosos. El que no tenga relación alguna con todas las palabras expresadas y todas las palabras percibidas del idioma dominante dentro del vasto continente americano, puede ser identificado con los idiomas maternos de pequeños espacios territoriales llamados «España» e «Inglaterra» separados por historias oceánicas.

Es un extremo privilegio poder lograr la intimidad de las palabras con otro ser humano. Porque la genuina intimidad sólo puede ser lograda en una igualdad absoluta, esa intimidad, el privilegio extremo, no está a la disposición de los que dependen de una economía de audición controlada. No está a la disposición de aquellos cuyos intereses se encuentran en el cuadro estático, que no pueden arriesgar ver algo estropeado y que los desafíe algo nuevo en la ecuación.

Se dice que los cautivos saben más sobre los paisajes mentales de sus captores, que los esclavos saben más sobre sus amos y que los oprimidos en general saben más sobre sus opresores que en el caso opuesto. ¿Pero cómo puede ser esto cuando aquellos que controlan, los que especulan, poseen los instrumentos y tecnologías y la inteligencia y los medios para codificar la historia y aquellos que son objeto de la especulación no los poseen? La bifurcación del lenguaje entre los especuladores y los con los que se especula funciona a través de una combinación de ignorancia y de conocimiento selectivo por parte de los especuladores. Cada vez que se aplica selectivamente una palabra, esa palabra contribuye a una construcción artificial, una ignorancia, que crece exponencialmente a la inversa. Esta construcción relega a aquel sobre el que se especula a espejos que con el tiempo se hacen más y más limitados, hasta que en el proceso los especuladores pierden la perspectiva de que el espejo tiene dos caras.

No es mi intención hacer pasar vergüenza o burlarme de una persona en particular con esta carta, igual como no fue mi intención identificar a una persona en particular como racista en nuestra reunión. Los actores mencionados se comportan más o menos de modo adecuado, considerando sus deberes en una práctica histórica arraigada. Es una práctica que exige crítica. Las palabras son de la poetisa Muriel Rukeyser:

«… los que serán la voz de estas horas.

No

De aquellas horas.

¿Quién hablará en estos días,

si no yo,

si no tú?»

me han convencido de que he albergado en silencio esas palabras, esas citas, durante demasiado tiempo. Los que no escriben, se escribe sobre ellos, aquellos que no hablan, se habla por ellos. Como Ordóñez, Patterson y de Francisco trataron de escribir sobre los indígenas y campesinos de Colombia en la ausencia controlada de sus palabras, usted ha tratado de escribir sobre mi persona mediante un silencio impuesto de palabras. Pero los indígenas y campesinos tienen mayor conocimiento de esta práctica histórica, una práctica arraigada a través de las palabras distantes de Colón, silenciadas por la Sra. Patterson, y las palabras de Taft, silenciadas por usted.

La antropóloga Stacy Leigh Pigg escribe de su experiencia en Nepal, cuando miembros del Banco Mundial le pidieron que ayudara en su agenda:

«En realidad, me horrorizó bastante ver cuánto dinero se invierte en lograr que esa gente no se reproduzca. Y todo eso parece tan incongruente en relación con la alegría y la delicia que los nepaleses descubren en los niños… Lo que conduce a mostrar cuán patéticamente estrecha es la visión del Banco Mundial… Así aprendí algo muy importante sobre el Banco Mundial en Nepal. Al trabajar allí uno no pone pie a tierra en el verdadero Nepal. Literalmente, estar en la oficina del Banco Mundial supone que uno viva en una casa con agua corriente y que tenga un chofer que lo lleve de puerta a puerta.»

Poner pie a tierra en la verdadera Colombia requiere más que viajar a ciertas áreas rurales, aunque ya sería un paso en la dirección adecuada, como demuestra ahora Mr. Conway. Es en gran parte escuchar y lograr una genuina intimidad. Requiere liberarse de las apuestas en el cuadro estático en el que los indígenas y campesinos de Colombia se negarán eternamente a participar como accesorios. Sea cual sea la lección de humildad contenida en la tarea de interpretar al otro, un igual, que nos espera a todos, de hacernos responsables de las palabras que escuchamos, de las palabras que hablamos, y de los intersticios silenciosos tras ambas, puede reducir el grado en el que nuestra lectura será una lectura errónea. De otro modo, utilizamos las palabras como los actores y los científicos que al ponerse gafas negras octagonales creen que el mundo que contemplan es fácil, estático y seguro.

Patricia Dahl

Colombia Support Network

Ciudad de Nueva York