Ahí te vimos alguna vez (te recuerdo que eres parte del fichero de dictadores) portando charreteras doradas y uniformes aterciopelados otorgados en el mentiroso honor y falsa dignidad de soldado golpista y que servían como escudo para cubrir tu meñique estatura en apariciones públicas donde no ocultabas la miserable enseñanza del westpoint, haciendo evidente tú […]
Ahí te vimos alguna vez (te recuerdo que eres parte del fichero de dictadores) portando charreteras doradas y uniformes aterciopelados otorgados en el mentiroso honor y falsa dignidad de soldado golpista y que servían como escudo para cubrir tu meñique estatura en apariciones públicas donde no ocultabas la miserable enseñanza del westpoint, haciendo evidente tú sigiloso y soterrado tranco solapado, ese de nunca mirar de frente a quienes se transformaron en enemigos internos, en objetivos de guerra sucia, en víctimas de inmorales e inhumanas batallas de baja intensidad que a-gusto practicabas. Eran tus primeros pasos para escalar el podium de los cobardes, aquellos que, entre otras cosas, se cubren la espalda, miran de reojo y, por sobre todo, articulan la mentira y el engaño, acomodando el cuerpo, y así traicionar los códigos de la decencia, en pos de la ambiciosa gesta que se trazan. Era tú caso y el de otros.
Allí una vez más te volvimos a ver, blindado por la tropa de rufianes de la misma calaña, mostrando por primera vez las oscuras gafas que no solamente te protegían de la tragedia que sin ascos inaugurabas, sino que, además, te eran necesarias para solapar tus intenciones e intimidar los deseos de quienes te salían al paso. Fueron velo que ocultaron los más oscuros propósitos en esa novela de real terror, en esa larga campaña dictatorial que impusiste y mantuviste durante las mórbidas décadas en esta patria apabullada. Así quedaste marcado en la historia de la humanidad; icono de los sanguinarios, falso Mesías. Rastrero personaje y sanguijuela del horror.
Seguramente también aquellos que antes te acompañaron en la carnicería y que desfilan hoy con el delantal ensangrentado, a rostro encubierto, desde aquel siniestro y apoteósico funeral que te obsequiaban, sienten en sus huesos y mentes carroñeras la misma soberbia necesidad de ocultar su vergonzosa tara de mentiras y patrañas de ti heredadas. Y ni siquiera ellos te libraron luego de los balazos y lluvia de róquets que apostaron encabronados por el tiranicidio. Allí los anteojos no bastaron para cubrirte de la justicia popular; contabas para la ocasión con el blindaje automotor y el regazo de tú virgen protectora de tus ruegos, salvando el podrido pellejo que cubría tu sangre inmunda y que apenas se escareó de esquirlas al ocultarte y cerrar tus ojos cobardes tras el vidrio acorazado y el manto de la suerte. Luego vino el desquite y volviste a lucir los lentes y antifaz de infamia, de supuesta valentía; una vez más, mandando a matar chilenos con la venia y vena repleta de cólera y leva que sólo los asesinos rabiosos portan, incluso, después de su miserable muerte.
Ya sometido al escrutinio del rechazo, etapa en que recubrías tu mediocre y malgastada morfología gorila con el disfraz civil y perlas, apareciste como el abuelo bonachón, otra vez volvías a ocultar tu paso alevoso; ahora lo hacías con el chaleco antibalas otorgado por la constitución espuria que arañaste con puño y corvo, otorgándote el cargo de senador vitalicio y, además, regalándote cuánta impunidad necesitaras. Allí sentiste que el mundo se rendía a tus pies y pensaste que, transformándote en estadista de pacotilla y de remedo, que ni siquiera las novelas dantescas habían escarbado, podrías librarte de las cortes. Cuál sería tú sorpresa al enterarte que la justicia acorralaba tus manías de magnánimo por primera vez, por más estuvieses sitiado en tú burbuja de impunidad y camuflaje de cobarde soldado que oreabas al viento europeo. Allí el mundo te enrostró directo, que contaras tus asesinatos, además, que lo hicieras en un tribunal con más verdad que los tuyos.
Una vez más zafaste la condena gracias a la protección y mentira de los alegres y oportunistas gobernantes de la transición, quienes se transformaron en guardias pretorianos al resguardo de tu integridad de enano tirano maldito, entre otras cosas, al prestarte el maquillaje del olvido y un cuánto de accesorios y recursos de amparo para defender todas tus fechorías y alharacas de ex torturador en jefe. ¡Cuánta inmundicia! Hoy te mueres una vez más canalla y vuelves a salirte con la tuya; hoy no sólo te blinda el cura obispo con su sotana y sacramentos, manchados de simpatía a tu legado de crímenes, hechos a la medida de sus hijos que caen en desgracia. Hoy la comunión te libra de los pecados según relata la prédica reaccionaria. Pero, y para que te enteres, no te librarás nunca de la memoria y el juicio de quienes este día vemos en tu escape astuto, la necesidad de seguir bregando por tu castigo.
Y lo sabrán nuestros hijos también (que no te quepa duda). Porque el ataúd de fina madera que contiene tus fascistas restos y que deja ver, pese al empañado momificado que portas, los mismos anteojos de la traición y las mismas medallas de honor cobarde (de arrancarte sin poder nosotros agarrarte), son y serán el mejor retrato de asesino que regalaremos para que bien se enteren y te persigan. Hoy la capilla estará ardiente, ya lo creo. Y es que te vuelves a blindar obsequiándote el fuego que te hará hervir eterno en la hoguera de los despreciables. Bien dicen que t ú muerte inmunda le gan ó lejos a la justicia, que t ú cadáver no encontró mejor estrategia que irse volando a baja altura y, sobre seguro, en el mismo helicóptero puma de tan negro historial para esta patria lastimada. Y sí; supones hacer en este instante tu último bellaco recorrido, tú propia caravana de la muerte hacia la cremación que también supones definitiva.
Contarte que no será así. Porque pese a tu apocalíptica y rauda huida, a tú pillería de vil sátrapa y ladino comején, ni los gusanos que te esperan con la nausea expectante, estarán dispuestos a tragarse el cuentito. Deja decirte, que tampoco creo posible que nos engañe tu comparsa con aquellos majaderos trucos de situarte sobre algún mediocre plinto, porque no habrá para ti, traza, escondite o refugio que valga. Tú embauque de escape furtivo, una vez más, no nos detendrá para seguir luchando y felicitarnos que, en ningún rincón del mundo civilizado, ni siquiera alguna calle o miserable callejón sin salida, llevará tu nombre.