Sería ingenuo decir que por estos días estamos tranquilos. La conciencia cosquillea, las piernas tiemblan, la tensión y el miedo están en escena: en Colombia nos estamos matando. Matan a la gente en las calles, en las marchas, en los paros, en las universidades, en el campo, en los asentamientos indígenas. Apuntan con armas los […]
Sería ingenuo decir que por estos días estamos tranquilos. La conciencia cosquillea, las piernas tiemblan, la tensión y el miedo están en escena: en Colombia nos estamos matando. Matan a la gente en las calles, en las marchas, en los paros, en las universidades, en el campo, en los asentamientos indígenas. Apuntan con armas los ojos para que se aturdan antes de dar el grito, degüellan, tiran bombas, fumigan, enredan las notas con notas para que vuelvan al mismo sitio sin ver, muestran en la TV y en la prensa escrita sólo lo que conviene a los dueños. Nos animan con encuestas, todo un carnaval de consignas, carteles, risitas, maquillaje, disfraces y promesas. Nos ciegan con seguridades democráticas: nos vigilan, torturan y controlan con bandas de paramilitares previamente entrenados por israelitas o mercenarios estadounidenses, disfrazados de empresas decentes de taxis, de vigilancia privada, de chivatones que vendieron su alma o pegaron un tiro y quienes se legitimaron en las ciudades como colaboradores contra el terrorismo o el narcotráfico.
Pero, ¿quién sufre? Quien más sufre es la gente de nuestro pueblo que pone su cara, su pecho, su corazón por unas ideas que apenas si pueden entrever. Es nuestra gente que sabe que es pueblo y que puede ser pueblo, pero que a la vez está impregnándose de la muerte. Salen a la calle y pinchan un carro y pegan un cartel y toman un micrófono y publican artículos y corren con sus ojos llorosos por las bombas lacrimógenas y por los tiros y la sangre se riega una vez más. Por estos días mi gente cae, se pega al asfalto o al barro tibio o inundado y se levanta por decenas y los niños se nos quedan solitos y el hambre y los derrumbes y la falta de empleo y cierran las universidades y la desesperación y el miedo son la cotidianidad de muchos en campos y ciudades. Pero por sobre todo este horror que está presente, que lo vive desde el empleado o el dueño de empresa (que aparentemente esta muy cómodo en su apartamento viendo lo que pasa pero que en el fondo sabe lo que viene), que por conveniencia o no ve o se niega a ver. Alienado dándose de lo que realmente no tiene, hasta el que no tiene nada, sólo el miedo y la desesperanza, y que ya sin nada que perder sale en días como estos e intenta no ahogarse y llama al otro, al otro compatriota que puede ser usted, con un grito o con sangre lo están llamando, es a cada uno de los que habita esa gran nación: que le están tocando su puerta, la suya, la de su casa, la de su patria, para que usted también se dé cuenta de que tiene que salir y no acostumbrarse y no se acomode y no se dé la vuelta. Proteste, estremézcase y diga lo que siente, cómo se siente; cuente que no le alcanza su salario, que está sobregirado, que está cansado de pagar, que le duele la ulcera, que cada vez son más frecuentes las migrañas, que aguanta hambre, que no consigue un trabajo, que a veces amanece y desea suicidarse, que mendiga o que mete pegante o coca para olvidarse de esa realidad, su realidad. Este es el momento en que usted puede hacer algo, puede elegir, todavía tiene derecho.
Sí, diga que usted desearía poder ser reconocido como ser humano. Sí, dígalo al otro, a su vecino, a su padre, a su amigo, sí, dígalo al que pueda, por que la prensa no se lo va a decir, porque la televisión no se lo va a dejar ver, no se lo va a mostrar, porque el miedo y la brutalidad no lo pueden cegar. Diga que necesita lo básico: educación, un techo, salud, un empleo. Y que su país es rico, que a pesar de haberse llevado tanto, todavía puede dar de comer a tantos en el mundo. Que desea vivir en paz. ¡Urgente! le están llamando a usted para que se libere de la continuidad, desesperadamente le están diciendo que si usted reacciona es posible construir y perdonar y soñar….a esos valientes que en mi país son capaces de dar un grito, tirar una tachuela, quemar una llanta, sacar una bandera, gritar una consigna, pegar una carrera, subirse a una tribuna, quedarse sin empleo, servir un desayuno, usar un sombrero o un collar de plumas, o unos tacones, o una alpargatas o una botas pantaneras, o unos pies limpios sobre la tierra de Colombia…. a todos ellos que en estos día y noches se llenan de valor y enfrentan la muerte. Por todos ellos, hoy, los que no podemos estar allí, los millones de colombianos desplazados que hoy ocupamos el segundo lugar en el mundo de parias y que palpitamos desde fuera con cada noticia y nos sentimos impotentes ante la barbarie y lloramos porque ahí, en nuestra patria, están todos corriendo peligro, peligro de muerte, de silencio, sin conocer todavía lo que significa ser soberanos. Sí, ruego porque ahí está mi hija, estudiante de secundaria, quien sale con su euforia inocente y sus manitas que apenas han empuñado colores. Sí, por todos ellos, por sus hijos y los míos y muchos tantos, no nos debemos quedar con ninguna palabra adentro. ¡JUSTICIA!