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Caso Granda; la víctima al banquillo

Fuentes: La Jornada

A ntes de asumir como secretaria de Estado, en su audiencia con el comité del senado estadunidense que avaló su designación, Condoleezza Rice ya evidenció que Washington se propone -una vez más- violar el derecho internacional para sentar en el banquillo de los acusados a la víctima y proteger de este modo al victimario. Invirtiendo […]

A ntes de asumir como secretaria de Estado, en su audiencia con el comité del senado estadunidense que avaló su designación, Condoleezza Rice ya evidenció que Washington se propone -una vez más- violar el derecho internacional para sentar en el banquillo de los acusados a la víctima y proteger de este modo al victimario.

Invirtiendo la carga de la prueba, la Rice acusó al gobierno que preside Hugo Chávez de causarle «dificultades a sus vecinos». Cuando está probado que «sus vecinos» -léase el gobierno colombiano- violaron la soberanía venezolana al organizar y financiar el secuestro en Caracas del dirigente de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), Rodrigo Granda. Un hecho de inusitada gravedad que coloca al gobierno de Alvaro Uribe en un pie de igualdad con las dictaduras militares del Cono Sur en los años negros del terrorismo de Estado y la Operación Cóndor.

La toma de partido de la funcionaria vino a ratificar -en el más alto nivel de la administración Bush- la línea asumida desde el primer momento por el embajador estadunidense en Bogotá, William Wood, quien no demoró un día en solidarizarse con el Palacio de Nariño y respaldar su poco imaginativa versión acerca de la captura del guerrillero en la localidad colombiana de Cúcuta.

Jesse Chacón, el ministro de Interior y Justicia de la República Bolivariana de Venezuela ha demostrado, con documentos irrefutables, que Granda fue secuestrado en Caracas el 13 de diciembre del año pasado (a las cuatro de la tarde), por militares venezolanos sobornados por oficiales de la inteligencia colombiana y trasladado clandestinamente en un vehículo hasta la frontera, donde fue entregado, el día 14, a las fuerzas de seguridad de Colombia.

A pesar de las curiosas desmentidas de los funcionarios colombianos, que confirman indirectamente el secuestro al declarar que habían puesto precio millonario a la cabeza del guerrillero (y pensaban seguir haciéndolo con otros), el ministro del Interior venezolano presentó ante la Asamblea Nacional y ante la opinión pública nacional e internacional, una lista abrumadora de evidencias que demuestran la grosera violación de la soberanía venezolana.

Una de esas pruebas es el análisis de las llamadas telefónicas efectuadas por los secuestradores a lo largo del recorrido entre la capital venezolana y la frontera. Otra, la captura del vehículo en el que fuera transportado ilegalmente el dirigente de las FARC. A las que debe sumarse la detención de cuatro de los seis venezolanos que participaron en el hecho y que serán juzgados por el infamante delito de «traición a la patria».

Por si fuera poco, el ministro Chacón reveló que no existía ningún pedido de captura de Granda por parte de Interpol en diciembre, ni tampoco una solicitud bilateral de Bogotá. El pedido a través de Interpol -sugestivamente- recién se realizó el 9 de enero.

A esto hay que agregar que pocos días antes cuatro oficiales de la Policía Nacional de Colombia habían sido detenidos en la localidad venezolana de Maracay, a más de 600 kilómetros de la frontera.

Ante una evidencia que el propio Granda reforzó con una carta desde su lugar de detención, el gobierno de Uribe Vélez decidió sacarse de encima la losa que los incrimina, acusando a Chávez de haber convertido a Venezuela en «un santuario de terroristas». Esa fue la posición que sostuvo la canciller colombiana Carolina Barco durante el reciente encuentro del presidente Uribe y su homólogo de Brasil, Luiz Inacio Lula da Silva, en la que el mandatario brasileño interpuso sus buenos oficios para propiciar el diálogo entre Nariño y Miraflores. Y ésa es la posición que respalda -sin ningún tipo de pruebas- Condoleezza Rice.

Por debajo subyace una amenaza: invocar la Carta Democrática de la OEA para sentar a la Venezuela bolivariana en el banquillo de los acusados, cuando es Colombia la que debería rendir cuentas a las naciones latinoamericanas por haber violado de manera flagrante la soberanía de un Estado asociado del Mercosur.

Para muchos observadores no cabe duda de que este secuestro se parece como una gota de agua a otra, al perpetrado antes en Ecuador contra otro dirigente de las FARC, Simón Trinidad, recientemente extraditado por Uribe a Estados Unidos. Donde pretenden juzgarlo -nuevamente sin pruebas- por presunta participación en el narcotráfico. Lo cual demuestra -por si hiciera falta demostrarlo- que la inteligencia estadunidense y la colombiana se han puesto de acuerdo para operar contra lo que ellos denominan narcoterroristas en cualquier lugar del hemisferio.

También subraya lo que ya se temía y el propio Chávez anticipó antes de su rotundo triunfo en el plebiscito democrático del 15 de agosto pasado: que Washington propiciaría una escalada de provocaciones terroristas si lo favorecía -una vez más- la decisión soberana del electorado venezolano.

La primera provocación -aparentemente diseñada por terroristas venezolanos exiliados en Miami y vinculados con la mafia cubana- fue el asesinato del fiscal Danilo Anderson; la segunda es el secuestro de Rodrigo Granda, que pretende llevar a Caracas a un peligroso enfrentamiento con Bogotá.

La respuesta del presidente Chávez -respaldado por una gigantesca movilización popular- ha sido a la vez enérgica y sabia. Condenó la violación de la soberanía venezolana, mandó llamar al embajador en Colombia y ordenó paralizar todos los negocios con ese país, incluyendo el estratégico gasoducto caribeño. Pero, simultáneamente, apeló a su amistad con el presidente Uribe, lo exculpó a priori de una responsabilidad personal en el delito cometido por sus agentes y le dejó la puerta abierta para que presente las excusas correspondientes. De Uribe depende, por lo tanto, que las relaciones bilaterales no empeoren.

El intercambio entre los dos países (que supera los 2 mil millones de dólares anuales) y las necesidades económicas de Colombia, podrían empujar al presidente colombiano a tomar la mano que le tiende el vecino agraviado. Pero su ostensible subordinación a Washington, su participación orgánica en el nuevo plan de contrainsurgencia hemisférico diseñado por los halcones-gallina, como Rice, o la soberbia, alimentada por su ideología de extrema derecha, podrían llevarlo a insistir en que su encuentro con Chávez debe ser en un «marco multilateral» (la OEA, por ejemplo) y no en el diálogo bilateral que propicia Chávez.

Estados Unidos tratará de que este sea el escenario, no porque piense seriamente que Venezuela es un «santuario de terroristas», sino porque rechaza el impulso a la integración latinoamericana que propicia la Revolución Bolivariana. Y no desde la simple voluntad o la retórica, sino desde el poder que le otorga su inmensa riqueza petrolera.

En este último caso, los países del Mercosur -que padecieron atroces dictaduras militares y la Operación Cóndor- deberían señalar sin ambages que la violación de la soberanía de uno de sus estados miembros es una grave violación del derecho internacional que retrotrae a la región a los tiempos de la infame doctrina de seguridad nacional.