Finalmente, ha renunciado a su cargo Sebastián Dávalos, ‘primer damo’, titular de la Dirección Socio Cultural de la presidencia y único hijo varón de la primera mandataria. No había accedido a esa jefatura por su militancia socialista sino por decisión de su madre, luego de ser elegida presidenta de la nación. Por consiguiente, como muchos […]
Finalmente, ha renunciado a su cargo Sebastián Dávalos, ‘primer damo’, titular de la Dirección Socio Cultural de la presidencia y único hijo varón de la primera mandataria. No había accedido a esa jefatura por su militancia socialista sino por decisión de su madre, luego de ser elegida presidenta de la nación. Por consiguiente, como muchos otros militantes de la ‘Nueva Mayoría’ no escaló Dávalos ese peldaño por méritos propios sino lo hizo de la misma manera que empleó para incorporarse al Ministerio de Relaciones Exteriores, poco antes de iniciarse el primer período de Bachelet en 2006, con sólo segundo año de Derecho: utilizando sus contactos familiares y el nombre de su madre. Su renuncia ha sido provocada por el escándalo en una especulación inmobiliaria realizada por su mujer, Natalia Compagnon, dentro de la cual desempeñó un importante rol. Tanto en su postulación al Ministerio de Relaciones Exteriores como en la realización del negocio inmobiliario, Dávalos actuó de idéntica manera: realizó las gestiones cuando su madre era candidata y antes que fuese consagrada como presidenta de la nación, pero teniendo la certeza que asumiría dicho cargo. El ‘caso CAVAL’ como se ha llamado en algunos medios de comunicación ha relegado a un segundo término las diligencias judiciales del también llamado ‘caso PENTA’ que buscan esclarecer el financiamiento de las campañas políticas de algunos congresales y candidatos a la presidencia de la nación, vinculados a los partidos de la coalición ‘Alianza Por Chile’.
No constituye un preciosismo intelectual determinar si es más o menos grave el denominado ‘caso Penta’ que el llamado ‘caso CAVAL’ o ‘Nueragate’ y si tales acciones constituyen o no trasgresiones legales.
Respecto a lo primero: que la representación política natural de las clases y fracciones de clase dominantes incurra en ese tipo de prácticas no debe sorprender; así ha ocurrido desde el principio de los tiempos y no tendría por qué ser diferente ahora. La dominación es dominación en todo tiempo y lugar. El dominador es un explotador y, en consecuencia, un predador; no se le puede pedir que abandone su instinto natural o que contradiga su propia naturaleza parasitaria. Así actúa siempre; así va a seguir haciéndolo en lo sucesivo.
Lo que sí sorprende es que un sector de la llamada ‘izquierda’, autodenominado ‘Nueva Mayoría’, que buscó desvincularse de la ‘izquierda tradicional’ representada en la llamada ‘Concertación’, para levantar las banderas de la igualdad y la probidad, termine haciendo lo mismo que criticó a aquella. Porque este es un problema que involucra a toda la ‘izquierda’, desde la presidenta a los jefes de partidos, a sus parlamentarios, a los jefes de servicios, en fin. La presidenta no puede alegar haber estado ajena a los actos que realizaba Sebastián Dávalos y su mujer, ni menos afirmar que ha sido sorprendida por esos actos; una madre conoce los actos del hijo que nombra en un cargo del Estado dirigido por ella. Más, aún, si los negocios de ese hijo se refieren a cuantiosas sumas de dinero. No se explica sino con la finalidad de encubrir tales actos que haya sido ella quien lo eximiese de presentar la declaración de bienes que todo funcionario público debe hacer al asumir un cargo de Gobierno, amparándose en un resquicio legal. Y esto es grave, pues cuando la ‘izquierda’ aparece vinculada a esos escándalos, el enemigo de clase se manifiesta en nuestra propia casa, se viste con nuestras ropas, utiliza nuestro discurso, toma nuestras banderas de lucha y nos subroga para servir los intereses del capital; en otras palabras, simula asumir nuestra identidad para terminar realizando el interés de los dominadores. Por eso, lo ocurrido con el escándalo del ‘caso Dávalos’ y lo que se empieza a descubrir en SQM reviste mayor gravedad que los escándalos de la ‘Alianza Por Chile’.
Respecto de lo segundo: una conducta que concita el unánime repudio de la ciudadanía no puede quedar circunscrita tan sólo al estrecho marco de la configuración de un delito o, lo que es igual, a lo que disponga el ordenamiento jurídico o los tribunales de justicia. Y es que existe un basamento moral sobre el cual se eleva la estructura jurídico-política de la sociedad que exige ser considerado. Lo que se conoce como ‘verdad’ no es simplemente una ‘verdad jurídica’ sino un conjunto de circunstancias que, a menudo, contradicen las sentencia o resoluciones judiciales. Por lo demás, el solo establecimiento de la ‘verdad’ jurídica se encuentra en entredicho desde hace ya muchos años, especialmente en este último tiempo, luego del fallo que absolviera de toda culpa a Martín Larraín y, consecuentemente, atribuyera la responsabilidad de su propia inmolación a la víctima y no al verdugo. Mal podría un tribunal que así falla determinar lo que es o no verdadero o justo en los casos de Dávalos y Penta. Ambos casos van más allá de lo que pueda establecer la ley o absolver la autoridad: nos enfrenta al alma nacional, a la moral del chileno medio, a su capacidad de discernir lo que es una conducta atentatoria en contra de los valores nacionales.
Y aquí parece radicar todo el núcleo del problema. Para entenderlo mejor, permítasenos recordar, antes de nada, que la sociedad capitalista funciona ordinariamente en democracia, lo cual significa que consta de una escena política en donde se desplazan actores políticos originados, cada cierto tiempo, en elecciones periódicas, libres y secretas. La legitimidad de esos actores como representantes de las clases y fracciones de clase que se mueven dentro de la sociedad es directamente proporcional a la participación de los ciudadanos en las justas electorales. Es deber de los actores políticos cuidar que la participación electoral aumente constantemente pues ello robustece al sistema democrático. Todo acto que conduzca al debilitamiento de las estructuras que facilitan dicha representatividad constituye una amenaza a la permanencia misma del sistema porque quita legitimidad a su representación política. Así, pues, el desprestigio de la política y de lo político, que se sanciona normalmente con la abstención electoral, constituye el más grave atentado en contra del sistema capitalista cuya forma usual de funcionamiento es la democracia. Y aquí viene el primer contrasentido de lo que sucede en Chile. ¿Cómo es posible que dichos actores cometan desatinos de tal magnitud que no sólo busquen el propio desprestigio sino induzcan a erosionar el sistema mismo que les ha permitido alcanzar esos cargos? ¿Existe entre ellos un secreto culto que los impulsa a la autodestrucción, un fatalismo que los lleve a la autoaniquilación y a persistir en el empeño de destruir las vías que les han permitido escalar la pirámide jeráquica de la sociedad? ¿Cómo es posible que el sólo deseo de tener más y más gobierne la vida de quienes alegan una y otra vez tener la vocación de servicio público? ¿Qué diferencia a un miembro de la llamada’Nueva Mayoría’ de uno que milita en las filas de la ‘Alianza Por Chile’ en cuanto a sus respectivos niveles de avaricia? Porque pocas veces se había visto, en la historia republicana de esta nación, tanto esfuerzo invertido por dichos actores en hacerse odiosos a la ciudadanía y desprestigiar tanto a las instituciones del Estado como a su propia conducta. Porque en el esfuerzo de intentar equiparar el caso en que se vio involucrado el ‘primer damo’ y el escándalo protagonizado por los ejecutivos y dueños del consorcio Penta hay una sola víctima que está gravemente herida y se llama ‘democracia’. Y que es difícil que se recupere en tanto no se recusen los miembros de las propias instituciones encargadas de investigar los hechos que mantienen lazos de parentesco o de amistad con los investigados.
¿Puede concluirse, entonces, que existe en la representación política del país una vocación suicida? No nos parece que ello sea posible. Pero en tal caso, si tal vocación de suicidio como pudiera alguien suponer no existe o es ilusoria, necesariamente ha de estimarse que las actuaciones de los actores políticos involucrados en los últimos escándalos constituye un acto volitivo de los mismos, un acto consciente, deliberado, culposo; entonces, la situación se presenta más grave aún. Porque nos lleva a analizar lo que sucede con el alma del chileno, con los valores nacionales que han existido hasta el momento, aunque sea en el papel. Preguntémonos, entonces, si el modelo económico, al exacerbar la competencia entre los miembros de la sociedad, al conducirnos al ‘frio e impersonal mundo del dinero’, no ha impulsado un drástico cambio de los ‘viejos’ valores nacionales por otros que privilegian la competencia por sobre la cooperación, la defensa del interés individual por sobre el colectivo, el autoritarismo por sobre la participación. ¿No es lo que vemos más que una nueva realidad que nos entrega la forma de acumular impuesta por la dictadura pinochetista y que con tanto tesón ha desarrollado y protegido la ‘izquierda’ chilena? En síntesis, lo que vemos hoy ¿es lo que, de ahora en adelante, hemos de considerar como normal, cotidiano, usual o, en palabras más simples, el reflejo de lo que ha de constituir nuestra nueva moral? ¿Pasarán tales actos a transformarse en medios a través de los cuales los agentes del sistema buscarán institucionalizar la corrupción como forma de vida y como parte de la cultura del chileno? ¿Se pretende así terminar de transformarlo en el ser esencialmente competitivo que el sistema requiere para funcionar, un desalmado, un sujeto insensible al dolor ajeno, carente de empatía, un individuo solamente dedicado a pensar para sí y su núcleo familiar, que es la imagen del ciudadano ideal que construye el modelo? La designación de un fiscal vinculado al PS para analizar los nexos que unen a esa colectividad con la empresa SOQUIMICH de la cual es dueño el ex ‘yernísimo’ de Pinochet, se realice o no en definitiva, no es algo casual sino parece formar parte de esa estrategia que busca exculpar a los autores de los actos que han cometido basándose en el axioma según el cual no existe crimen o delito alguno perfecto más que aquel cometido por quienes están encargados de investigarlo.
Y es que, como lo vemos, hacia esa ruta parecen encaminarse los nuevos principios que intentan reemplazar los de la ‘vieja’ sociedad. Porque de otra manera no se explican en modo alguno las conductas de ciertos actores políticos en este último tiempo. Menos, aún, que un fiscal no se recuse ni exponga sus implicancias y sea su padre quien tenga que recordárselo.
La actitud que ha de asumir la presidenta a la vuelta de sus vacaciones, que podría incluso contemplar una eventual resignación (aunque no llegue a concretarse), será crucial para determinar el curso de los acontecimientos. En el campo de la política, por supuesto, que en determinadas circunstancias afecta el comportamiento del campo social.
Santiago, febrero de 2015
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