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Cepeda, los sueños de un pueblo, y lo que vale un «perdón» en boca del Estado colombiano

Fuentes: Rebelión

«En un hecho sin precedentes en la historia del Congreso, con sesión en pleno, el ministro del Interior y de Justicia, Germán Vargas Lleras , a nombre del Estado, le  pidió perdón a la familia del senador asesinado de la Unión Patriótica, Manuel Cepeda Vargas (…)  Por primera vez, el Estado admitió la responsabilidad en […]

«En un hecho sin precedentes en la historia del Congreso, con sesión en pleno, el ministro del Interior y de Justicia, Germán Vargas Lleras , a nombre del Estado, le  pidió perdón a la familia del senador asesinado de la Unión Patriótica, Manuel Cepeda Vargas (…)  Por primera vez, el Estado admitió la responsabilidad en el crimen de un dirigente político, el cual, fue cometido en 1994, mientras se desplazaba hacia el Congreso, por parte de agentes del Estado, apoyados por grupos paramilitares.

‘Un Estado como el nuestro no puede permitir la repetición de un hecho como este (…) en nombre del Estado pido un perdón público’, enfatizó el ministro. ‘Mis condolencias más sinceras a sus hijos  (…) este execrable crimen causó la violación a los derechos a la vida, a la dignidad, libertad de pensamiento y expresión’, dijo en su discurso Vargas. « [1]

Así cubrió El Espectador la noticia del acto público en el cual el Estado colombiano pidió públicamente perdón por el magnicidio del senador de izquierda Manuel Cepeda en su 17 aniversario.

Por mi parte, más allá de la discusión sobre si es un hecho histórico o no, creo que este perdón no vale nada.

Primero, porque es un perdón forzado, al cual fueron obligados por una decisión de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), la cual dictaminó el 26 de Mayo que por su responsabilidad en el asesinato del dirigente, el cual fue parte de una campaña sistemática de exterminio de la Unión Patriótica (UP), el Estado colombiano debía pedir perdón públicamente en el Congreso a la familia de Cepeda. Éste no es un acto genuino por parte del Estado de reconocimiento de las abominaciones realizadas durante la «guerra sucia», ni mucho menos marca una nueva era de reconocimiento de los derechos humanos y de tolerancia política en Colombia. El Estado paramilitar y terrorista que asesinó a Cepeda sigue intacto y antes bien se ha consolidado, naturalizado, expandido y perfeccionado. Y con Santos, hasta se ha lavado la cara, recauchutándose con insustanciales maquillajes «democráticos».

Segundo, porque el crímen sigue en la más absoluta impunidad: pese a que se ha reconocido la responsabilidad del Estado, no existe ningún funcionario ni ningún miembro del ejército hasta la fecha que haya sido condenado por este execrable crímen.

Tercero, porque reconociendo el carácter simbólico de la figura de Cepeda, debería haber un perdón por cada uno de los 8.000 muertos del genocidio político contra la UP, contra A Luchar, contra el Frente Popular. Esto para no mencionar los millones de otros crímenes de Estado sobre de personas sin necesariamente filiación política (y por lo mismo mucho menos visibles), crímenes realizados contra el conjunto del pueblo colombiano y, de hecho, contra toda la humanidad.

Cuarto, porque el Estado colombiano no ha dado ninguna garantía de no repetición: de hecho sigue desplazando, desapareciendo, asesinando, torturando, amedrentando, persiguiendo, criminalizando, a cualquier forma de oposición. El asesinato de sindicalistas y dirgientes sociales, de defensores de derechos humanos, el hostigamiento a periodistas y miembros de la oposición, el desplazamiento forzado de campesinos y comunidades para dar paso a los megaproyectos o al latifundio, los «falsos positivos» y la «limpieza social», las torturas medievales a los prisioneros políticos y de guerra, son atrocidades que porfiadamente se mantienen vigentes. La violencia, ligada a la profundización del conflicto colombiano por parte del Estado, arrecia en todo el país, mientras las bandas paramilitares se expanden y comienzan un nuevo ciclo de exterminio. Los homicidios aumentan según las morgues y se reducen según las «felices» cifras oficiales, demostrando una vez más que las estadísticas son un punto crucial en el negacionismo oficial del holocausto colombiano.

Mientras tanto, las desapariciones aumentan de manera exponencial: según Medicina Legal, en Colombia desaparecieron 38.255 personas sólo entre 2007 y 2009, período en el cual según la hipócrita «comunidad internacional» se dieron «importantes progresos» en materia humanitaria. Recordemos que las desapariciones son un mecanismo para reducir las cifras de homicidios en Colombia implementado por el Estado con fines de propaganda, como recuerda el ex jefe paramilitar HH en una conocida entrevista, en la cual afirmó que llegaron a un acuerdo con el ejército «-nos dejan seguir trabajando [ie., asesinando], pero que desaparezcamos las personas. Ahí es donde se empiezan a implementar las fosas comunes» [2] .

Nos preguntamos entonces ¿qué valor tiene pedir perdón por los crímenes de ayer, mientras se sigue masacrando y persiguiendo en el presente?

Quinto, porque no vale de nada disculparse cuando el objetivo político de la violencia ya se ha cumplido. Es fácil pedir perdón cuando el Estado logró, en términos efectivos, desaparecer a todo un espectro de alternativas políticas al dominio oligárquico-gamonalista-mafioso que domina la política colombiana. Y no me refiero solamente a los partidos o movimientos políticos que se desaparecieron, sino también al riquísimo tejido social que en todo el país sustentaba proyectos emancipatorios, organizativos, colectivos, fueran reivindicativos o revolucionarios. Ese tejido fue en gran medida dislocado, destruido, por parte del Estado y su herramienta paramilitar para lograr la absoluta hegemonía del bloque actualmente en el poder -hegemonía de la que se han lucrado obscenamente-. El ya citado paramilitar HH dio en el clavo cuando dijo, en esa misma entrevista, que una reparación como debe ser, consistía en recuperar el tejido social de las zonas golpeadas por el conflicto. Y esa es una reparación imposible para el Estado y los gamonales porque es contraria a sus propios intereses. Esa tarea solamente la puede realizar el mismo pueblo, de manera autónoma y a contravía de los intereses de la clase dominante. Y de hecho, a medida que el pueblo comienza a rearticularse en la lucha, la oligarquía, la mafia y los tentáculos del Estado desatan un nuevo ciclo de violencia contra el pueblo a cargo del paramilitarismo (llamados ahora Bacrim), en nombre de la «sagrada» contrainsurgencia.

Puede discutirse el sentido histórico de que el Estado colombiano pida perdón, acatando una resolución de la CIDH y no motu proprio. Pero los méritos de este acto son bastante dudosos cuando el Estado hoy sigue siendo tan paramilitar y terrorista como en 1994 y sigue implementando la guerra sucia contra los sectores que, de una u otra manera, identifica con las banderas de transformación social que representaba Manuel Cepeda.

El perdón del Estado paramilitar no puede ser borrón y cuenta nueva, ni una manera de validar el «perdonazo» de la justicia a los autores materiales e intelectuales del crímen. Ni mucho menos un sustituto de las transformaciones sociales profundas y radicales que requiere Colombia y que la oligarquía ha frenado a sangre y fuego, con crímenes como el de Cepeda y de cientos de miles más, durante seis décadas. Esas banderas de transformación siguen estando hoy tan vigentes como en 1994, como lo demuestran los sectores que, pese a todo, siguen haciendo carne estos proyectos emancipatorios. Y no debemos permitir que nos las arrebaten mediante el terrorismo de Estado. 


NOTAS DEL AUTOR:

[1] http://elespectador.com/noticias/politica/articulo-290735-ivan-cepeda-acepto-perdon-del-estado-asesinato-de-su-padre

[2] http://www.elespectador.com/impreso/judicial/articuloimpreso-hh-se-confiesa

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.

rCR