Morir un martes. Ese era el deseo de Chavela Vargas. Los martes son días insulsos, sin nada que hacer, y ella, con fingida humildad, lo último que quería era «fregarle» el fin de semana a nadie. Su cuerpo no tuvo fuerza suficiente para cumplir el deseo. Sin embargo, el poder del medallón que los indios […]
Morir un martes. Ese era el deseo de Chavela Vargas. Los martes son días insulsos, sin nada que hacer, y ella, con fingida humildad, lo último que quería era «fregarle» el fin de semana a nadie. Su cuerpo no tuvo fuerza suficiente para cumplir el deseo. Sin embargo, el poder del medallón que los indios wirárikas le confiaron tiempo atrás, le permitió reunir la voluntad precisa para transformar su partida en un metafórico martes cósmico: así, el mismo día en que la Humanidad fue convocada para admirar la conquista de Marte, Chavela decidió devolver sus párpados a la tierra.
No son pocos los que opinan que ya hacía tiempo que la cantante había cedido su alma al personaje. Su espíritu chamánico no habría logrado finalmente consumar su transformación en jaguar nocturno. Habría sido arrebatada por la brujería de Pedro Almodovar que la convirtió en emperatriz de los territorios glamurosos de una Movida en extinción, donde Joaquín Sabina oficiaría el papel de leal Caballero del Triste Desespero. Es posible. Pero ¿qué importa? Al fin y al cabo, Chavela solo tuvo un afán para la vida: vivirla. Y en esa determinación deambuló por tabernas, conspiró sensaciones con Frida Kharo y Diego Rivera, envidió al indígena, amó contracorriente en el México macho, sobrellevó con comodidad los grises contornos del PRI y amó a una España que la resucitó elevándola a los altares del mito.
Chavela fue, en fin, una superviviente. Tal vez por eso interpretó como nadie los versos que el poeta asturiano Alfonso Camín le había escrito a María Calvo Nodarse. Ella también fue una superviviente desde que a los quince años llegó a La Habana huyendo con su amante. El pulso de la vida acabó convirtiéndola en la femme fatale de la Cuba de los años 20. Primera cubana a los mandos de un volante, sus paseos por el Malecón a bordo de un descapotable rojo se convertirían en leyenda, despertando el deseo y la pasión de magnates y pordioseros. Se cuenta que cuando paseaba por la habanera Acera del Louvre, un borracho la confundió con la cupletista española Consuelo Bello, La Fornarina, pero que al pronunciar su nombre la pastosidad del ron lo transformó en La Macorina, apelativo que le acompañaría ya el resto de su vida.
Sin embargo, Macorina acabó consumida como un recuerdo de la bohemia alegre y sensual de tiempos acabados. Aunque fiel a su determinación de vida, sobrevivió. Para ello fue vendiendo poco a poco las pieles y las joyas que sus amantes le regalaron con la esperanza de sentir aquellos misterios de su mano que el poema solo anunciaba. Finalmente un 15 de junio de 1977 María Calvo moría olvidada en un humilde cuarto alquilado en la bella La Habana, dicen que arrepentida de sus lejanos años de vida disoluta.
Chavela no vendió sus joyas para malvivir, aunque tal vez sí tuvo que empeñar su aura, alquilar su rota voz, el recuerdo confuso del tequila, la tristeza hecha cotidiana vivencia, el llanto como preludio de la desesperanza. La llamada gente guapa de Madrid se enamoró de sus boleros, de sus corridos, de sus sones. Y ella, conocedora de los secretos de los huicholes, les dejó jugar con sus misterios a cambio de ser rescatada del olvido. Fue su gran conjuro, el que la salvó de seguir el destino de Macorina. También, en cierto modo, fue su gran carcajada en este calderoniano teatro del mundo.
Chavela Vargas vivió, gozó. Su voz desgarrada se apagó justo cuando vio por última vez a su querida España flagelada en puro desgarro. Ojalá que te vaya bonito. Y a nosotros también: ojalá que nos vaya bonito.
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