A pocos días de ingresar en La Moneda, aún con el eco del clamor popular que rodeó su ceremonia de investidura, la presidenta Michelle Bachelet dio una conferencia a la prensa nacional y extranjera para responder a preguntas de y desde ámbitos diversos. Una de las inquietudes, de un reportero argentino, que se planteó a […]
A pocos días de ingresar en La Moneda, aún con el eco del clamor popular que rodeó su ceremonia de investidura, la presidenta Michelle Bachelet dio una conferencia a la prensa nacional y extranjera para responder a preguntas de y desde ámbitos diversos. Una de las inquietudes, de un reportero argentino, que se planteó a la mandataria fue acerca de las políticas que tendría en relación con el Mercosur. Aun cuando la respuesta no revistió mayores sorpresas -una continuación o consolidación de las anteriores políticas de los gobiernos de la Concertación-, sí hubo una referencia que alentó titulares que dieron la vuelta si no al mundo, por toda Latinoamérica. Bachelet invocó o rescató el Alca (Area de Libre Comercio de las Américas) como herramienta de integración regional. El Alca, como bien se sabe, es el proyecto levantado por Estados Unidos desde la década pasada y estimulado, con hasta ahora poca suerte, por George W. Bush.
La respuesta de Bachelet no daba para matices, era categórica, aun cuando también cubría un trasfondo no libre de ambigüedades: «No podemos dar marcha atrás en las reformas; tenemos reformas que, de ser miembro pleno del Mercosur, éste nos haría retroceder. Por eso empujamos el Alca», señaló la jefa de Estado, aunque, matizó, sería un Alca «básico». Pese a la evidente claridad de tal afirmación, no deja de ser desconcertante.
El desconcierto surge por otro tipo de mensaje, entregado también por la presidenta. Su primer viaje al exterior lo hizo a Argentina, más una breve escala en Montevideo. En el periplo Bachelet insistió en que la prioridad de la política exterior chilena estaría en la región. En su alocución ante el Congreso de la República Argentina, el 22 de marzo, fue enfática en subrayar las prioridades de su gobierno: «Quiero darle gran prioridad a América Latina y al reforzamiento de las tareas que contribuyen a una integración regional», y agregó que «en estos espacios, los grupos de países con visiones compartidas pueden ser capaces de plantear propuestas y mecanismos adecuados para enfrentar esta transición internacional que estamos viviendo, y contribuir así, de manera constructiva, desde nuestras propias especificidades regionales, a la construcción de la gobernabilidad global».
Podría también agregarse otro tipo de mensajes, como aquellos expresados a modo de gestos no protocolares-que ciertamente sí inciden en las relaciones internacionales-, durante las actividades que rodearon a la ceremonia de cambio de mando del pasado 11 de marzo. Durante aquel fin de semana, Bachelet fue mucho más profusa en gestos de amistad hacia el recientemente asumido presidente boliviano -que realizaba una histórica visita a Chile- que hacia la secretaria de Estado norteamericana, Condoleezza Rice. No obstante, la política exterior no se construye sólo con gestos y sonrisas, aunque ayudan.
UNA INCLINACION HACIA EL NORTE
La reciente historia de la política exterior chilena es un peso que escora a las presentes. Es eso lo que ha salido a flote en las declaraciones sobre el Mercosur y el Alca. Desde el inicio de los gobiernos de la Concertación, hace dieciséis años -aun cuando la tendencia tiene evidentes y anteriores orígenes-, Chile ha engarzado su política económica con su política exterior, que ha devenido en política comercial. La inserción internacional de Chile apurada por los anteriores tres gobiernos se ha basado en una política de apertura comercial unilateral en un comienzo y en acuerdos comerciales bilaterales, en su etapa superior. Este proceso, acompañado también en un comienzo por las reformas estructurales propiciadas por los organismos internacionales a partir de los ochenta y reforzadas durante la década pasada, ha convertido a la economía chilena en un paradigma regional -y tal vez mundial- del libre mercado.
El proceso de inserción internacional, con su objetivo de búsqueda de nuevos y variados mercados para las exportaciones chilenas, no ha discriminado en cuanto a país, región del mundo o tipo de gobierno o cultura. Chile, en esta dinámica, también es un fiel representante del proceso de globalización en su vertiente más neoliberal: apertura total y no discriminación a la inversión extranjera, desregulación de todos o casi todos los mercados, reducción de aranceles al grado cero, privatización, con dos o tres excepciones, del aparato productivo público. Un proceso que ha tenido efectos favorables en la macroeconomía y en la gran empresa transnacional, que ha permitido suscribir alrededor de medio centenar de tratados, acuerdos y convenios comerciales de distinto espesor con países y bloques de diversas latitudes. Como gran corolario, ahí están los TLC con la Unión Europea, China, y, claro está, Estados Unidos.
Es ésta la mayor carga que ha escorado la política exterior chilena. El TLC suscrito con Estados Unidos ha condicionado la política económica nacional en materias como inversión y derechos de propiedad intelectual y se levanta como un evidente obstáculo para las estrategias de integración latinoamericana, las que no quieren ni mencionar la sigla Alca. Basta recordar al presidente venezolano proclamando a los cuatro vientos la muerte del Alca, en la Cumbre de las Américas celebrada en Mar del Plata: «El Alca está muerto», sancionó.
Pero no es éste el único obstáculo. La política económica chilena, basada en los múltiples acuerdos de libre comercio y en el libre mercado, aun cuando ha tenido resultados que pueden ser discutibles, logró sortear los vendavales financieros de finales de la década pasada, los que sumieron en el descalabro a no pocas economías de la región inspiradas en el libre mercado. Y éste es un aspecto bien evaluado por el actual gobierno de la Concertación, que no ha expresado intenciones de alterar las bases de este modelo ni en lo que se refiere a políticas económicas internas ni tampoco de comercio exterior. Recordemos que los nombramientos ministeriales lograron sacar aplausos entre el sector privado nacional y los agentes de inversión internacionales. La dupla de Hacienda y Relaciones Exteriores, formada por los economistas Andrés Velasco y Alejandro Foxley, no puede expresar con más énfasis el derrotero que seguirá la política económica. Foxley, la memoria no nos engaña, hace más de una década, como ministro de Hacienda de Patricio Aylwin, fue uno de los entusiastas impulsores del tratado de libre comercio con Estados Unidos.
UN DISCURSO AMBIVALENTE
Ante esta realidad, ¿cómo o por qué el gobierno levanta con un énfasis hasta hoy desconocido en las administraciones de la Concertación un discurso sobre la integración latinoamericana? La respuesta estaría en el giro que ha tenido la inspiración política que cruza Latinoamérica, que tiene como uno de sus objetivos prioritarios la integración regional. Una integración que franquea el terreno político, el económico y el energético. Se trata de una estrategia tal vez inédita por su fuerza y cohesión en los diferentes discursos políticos nacionales, la que empata también con un momento de auge de las economías regionales.
Es un hecho que Chile no ha compartido esta inspiración regional por lo menos desde principios de la década pasada. No es un miembro pleno en los esquemas de integración regional y su participación en el Mercosur, bloque al que debiera pertenecer casi por naturaleza, es de miembro asociado. Los gobernantes chilenos -y con mucha más convicción el empresariado nacional- no han ocultado sus recelos a participar de este bloque.
Sobre la base de los hechos, que son los múltiples acuerdos bilaterales de comercio, será muy difícil que Chile pueda correr con facilidad por este nuevo espacio de integración regional. Hacerlo, significaría un cambio más o menos profundo, diríamos hasta estructural, de sus políticas económicas, lo que está bastante claro que el actual gobierno no está dispuesto a hacer. Apostar por la integración económica en la región sería, como lo ha dicho la presidenta, echar marcha atrás en el proceso de apertura comercial. Por tanto el discurso integrador de Michelle Bachelet no cruza en principio por el terreno económico, sino que se apoyaría en el político y energético. Pero en estas áreas tampoco está libre de obstáculos, y el litigio marítimo con Bolivia es sin duda el de mayor magnitud.
BOLIVIA Y EL PESO DE LA HISTORIA
La candidatura y posterior elección de José Miguel Insulza como secretario general de la Organización de Estados Americanos fue levantada como un representante de Latinoamérica -del sur- en contraposición al mexicano Ernesto Derbez, hombre favorecido por Estados Unidos. Pese a la abstención de Bolivia y Perú, la figura de Insulza en la OEA ha sido interpretada como el interés de Chile de ganar un mayor peso en el concierto regional. El socialista Insulza logró generar una fuerte empatía entre las naciones con gobiernos de similar corriente. Este episodio, que es de enorme importancia para la diplomacia nacional hacia la región, es también un elemento que contribuye a la ambigüedad de las políticas chilenas respecto a Latinoamérica.
Así ha quedado demostrado durante las primeras semanas del gobierno Bachelet. Tras la histórica visita de Evo Morales a Santiago hubo declaraciones, gestos y eventos que abrieron la esperanza no sólo de los nuevos gobernantes de Bolivia, sino del pueblo del Altiplano en cuanto a que el nuevo gobierno chileno tendría un ánimo distinto sobre el diferendo marítimo. Con el correr de los días y semanas, las ilusiones bolivianas se han apagado con nuevas, pero también muy tradicionales, señales.
Ha sido el canciller chileno Alejandro Foxley el que ha bajado las esperanzas bolivianas. Evo Morales, que durante el Día del Mar celebrado el 23 de marzo en Bolivia anunció que llevaría la demanda ante la OEA, recibió a las pocas horas el tradicional y frío mensaje chileno en cuanto a que el diferendo marítimo es un asunto bilateral y no multilateral. De este modo, el tema vuelve a fojas cero.
No sólo podría decirse que el tema se mantiene en el mismo grado cero que lo dejó Lagos, sino que ha habido indicios de retroceso. El 30 de marzo el gobierno chileno nombró a una serie de embajadores y al nuevo cónsul general en La Paz. Se trata de Roberto Ibarra, funcionario de carrera que trabajó en la embajada chilena en Buenos Aires entre 1977 y 1982 (con Sergio Onofre Jarpa), época del grave conflicto del Canal Beagle. Según publicó La Tercera, fuentes de la Cancillería comentaron que Ibarra «da garantías de que no se reeditará la experiencia de Edmundo Pérez Yoma, quien al ser nombrado cónsul en La Paz, por su currículum de ex ministro y experimentado negociador abrió una serie de especulaciones sobre la salida boliviana al mar». Se trata de comentarios que se engarzan con otras declaraciones previas. El portavoz del gobierno, Ricardo Lagos Weber, declaró días atrás que la postura de La Moneda es no crear «sobreexpectativas» a La Paz en el tema marítimo. La idea, dijo, es mantener la materia en un bajo perfil.
A escasas semanas de asumir el nuevo gobierno, las primeras señales y declaraciones en política exterior han enfilado, pese a las altisonantes proclamaciones de integración regional, por el mismo sendero que los tres anteriores gobiernos de la Concertación. En otras palabras, consolidación del proceso de inserción internacional, statu quo en cuanto a integración económica regional y enfriamiento de las complejas relaciones con Bolivia.
Un cuento demasiado conocido…