Para quienes han dejado de venir a Chile durante los últimos 5 años puede resultar impactante recorrer las calles de la capital. Nuevas carreteras concesionadas de alta velocidad, nuevas plazas y edificios cada vez más altos configuran un escenario del Chile exitosamente integrado a la economía mundial. Esta verdadera «mano de gato» visual también ha […]
Para quienes han dejado de venir a Chile durante los últimos 5 años puede resultar impactante recorrer las calles de la capital. Nuevas carreteras concesionadas de alta velocidad, nuevas plazas y edificios cada vez más altos configuran un escenario del Chile exitosamente integrado a la economía mundial. Esta verdadera «mano de gato» visual también ha permeado los espacios de la administración del estado. Modernizar, para los gobiernos de la concertación, no solo significa construir condiciones macroeconómicas y legislativas que hagan de Chile una plataforma de negocios atractiva para los inversionistas extranjeros sino que, también, significa transformar el propio aparato del estado. Para los gobiernos de la concertación ha sido indispensable contar, en el marco de su proyecto neoliberal, con trabajadores que sean parte de la administración pública que cumplan sus funciones de manera eficiente y flexible. Cifras que entrega el propio Ministerio de Hacienda nos indican que el año 2003 existían en Chile 341.000 personas (sin contar las Fuerzas Armadas) que trabajaban para le estado: 156.000 en el gobierno central y 185.000 en las municipalidades (incluyendo salud y educación municipalizada) La mayor modernización que se ha operado en el aparato público, aunque la menos publicitada, es el cambio estructural que ha sufrido la forma de contratación de quienes trabajan para el estado. Si tomamos solo los 156.000 trabajadores que actúan en el gobierno central de estos 72.000 tienen contratos de servicio o a plazo fijo (contrata) es decir no tienen estabilidad laboral, ni cuentan con derechos laborales mínimos. Mucho se habla en los foros internacionales de un estado chileno moderno, con una gran aplicación de tecnología en su que hacer cotidiano y, de las «exitosas» medidas anticorrupción que nos diferencian de nuestros vecinos. Se trata de centrar la atención de los inversionistas extranjeros en la eficiencia del aparato público chileno, escondiendo que esta mayor eficiencia del aparato del Estado basa su modernización en un aparato burocrático en la contratación de trabajadores calificados a los cuales se les mantiene en condiciones de precariedad laboral muy similares, o incluso en algunos casos peores, a las que ofrece la empresa privada.
Un cambio silencioso
Los efectos de este cambio estructural y silencioso han sido devastadores, no sólo en un empeoramiento de las condiciones de vida de cientos de miles de chilenos, que ni siquiera encuentran en el estado un «patrón» que respete las leyes laborales. Si lo miramos desde una perspectiva global del movimiento sindical chileno, estas modificaciones del mundo de los trabajadores del estado han quebrado la columna vertebral de las estructuras sindicales. No podemos olvidar que gran parte del movimiento sindical en Chile creció al alero de los trabajadores del Estado. La misma Central Unitaria de Trabajadores, CUT, que surge el año 1952, es encabezada por Clotario Blest, quien por aquellos años oficiaba de presidente de la Asociación Nacional de Empleados Fiscales. En sus inicios la CUT contenía en sus filas no solo a empleados fiscales sino también, producto de la existencia de un Estado productor, a una gran cantidad de trabajadores de empresas industriales y de servicios administradas por la Corporación de Fomento y la Producción, Corfo. La CUT, en ese sentido, era el reflejo, o punto de unión, de un conjunto de trabajadores que veían al estado como su empleador. A ellos se sumaban los trabajadores del sector privado. Fue sobre ese numeroso tejido social que se pararía Salvador Allende para levantar sus candidaturas presidenciales y era, mayoritariamente, este el tipo de trabajador que apoyaría el proyecto de la Unidad Popular. Con la llegada de la dictadura, y pasada la primera etapa de represión masiva e indiscriminada, los ingenieros del terror tuvieron que aplicarse para encontrar las nuevas formulas que impidieran que se pudiera repertir la historia. Pero la fineza de las mentes de los militares y de sus colaboradores de la escuela de Chicago no pasaría mas allá de desmantelar y auto-venderse, a precios de escándalo, las empresas públicas más rentables, convirtiendo por arte de magia a un buen número de personeros del gobierno y empresarios de medio pelo en exitosos empresarios. Con los militares se empieza a instalar la visión del descrédito de lo público, de la ineficiencia del aparato burocrático del estado, absolutamente sobrepasado por la pujanza y alegría que transmitía el mundo empresarial privado, el único que sabía hacer bien las cosas. Pero el trabajo no quedó bien hecho por los militares. Haciéndose cargo del sentir popular, que aún se demostraba dolido por la forma en que se habían realizado las privatizaciones, y poco convencido de que lo estatal fuera realmente el monstruo que decían los militares, los discursos públicos del propio Patricio Aylwin, primer candidato de la Concertación en 1989, no se cansaba de repetir que cuando llegarán al gobierno el estado volvería a ocupar el puesto que había tenido en los años 60 y 70. Incluso se prometía (en los discursos más encendidos) reestatizar las empresas estratégicas. Pasadas las elecciones, y juntados los votos para asumir el poder, ya no fue necesario seguir prometiendo. El discurso se centró en cumplir con los estándares de un país capitalista moderno. Se pedía más transparencia, más agilidad, más tecnología, mejor productividad. Pero para cumplir con los estrictos profesores del Fondo Monetario Internacional era necesario realizar todo esto con un Estado más liviano. El discurso que instala la nueva elite política es que el estado es una empresa mas y debe ser administrada como tal.
Modernizar precarizando
Victoriosa y triunfante elección tras elección, la administración de los gobiernos de la concertación ha avanzado durante los últimos 15 años modificando el aparato del estado hasta transformarlo en algo irreconocible solo algunos años atrás. El descrédito de lo público sembrado por la dictadura fue potenciado, con gusto, por la propia concertación. Con una CUT y una ANEF a la defensiva, nada ha impedido que la «modernización del estado» continue sin enfrentar casi ningún enemigo. Estos trabajadores, que hoy constituyen la mayoría de quienes cumplen funciones en la administración pública, además de contar con condiciones laborales precarias, muchas veces han debido enfrentarse con la incomprensión del, cada vez menos presente y conservador, «funcionario de planta», quien sintiéndose como animal en peligro de extinción, lucha y se moviliza por mantener sus derechos adquiridos, viendo a esta mano de obra joven y dinámica, más como un enemigo que como un potencial aliado. A paso firme se avanza hacia la construcción de un estado en el cual sólo los «directivos» sean elegidos por concurso público, como plantea la Ley del Nuevo Trato de la Administración pública. A destajo se proponen medidas que permitan terminar con la inamovilidad funcionaria a través de la incorporación al Estatuto Administrativo del articulo 110, que le permitiría a los alcaldes actuar como verdaderos gerentes de recursos humanos, despidiendo, contratando y subcontratando a voluntad. Desde esta perspectiva de análisis queda claramente establecido que, una vez más, los gobiernos de la concertación, lejos del discurso «socialdemócrata» de trabajar para moderar los efectos del neoliberalismo, contribuyen diariamente con lo contrario, es decir, trabajan sistemáticamente en la profundización de los efectos deshumanizante de este modelo económico y social. Como resultado de esta política casi totalidad de la ejecución de las políticas públicas se sostienen sobre la existencia de esta enorme cantidad de nuevos trabajadores del estado. Estos con bajos sueldos, sin protección laboral y con el eterno temor a perder el trabajo, han sido los actores protagónicos de esta modernización del estado chileno. Si tomamos solo quienes trabajan para el gobierno central en el período 1990-2003, el aparato de gobierno cuenta hoy con 43.000 trabajadores más para sostener su política pública. Más del 90% de ellos han sido incorporados con contratos precarios. Es con esta «nueva mano de obra del estado» que se sostienen programas como el «exitoso» Chile Solidario, con el cual se busca dotar de un apoyo psicosocial individualizado a más de 225.000 familias que actualmente viven en condición de extrema pobreza. Evaluaciones del propio Ministerio de Hacienda señalan que cerca del 80% de quienes trabajan en este programa lo hacen con contratos precarios y que este programa sería imposible de ejecutar si no fuera sobre la base de esta mano de obra barata, capacitada, flexible y fácil de despedir. Para los gobiernos de la concertación, mostrar al Chile Solidario como un ejemplo del Estado luchando contra la pobreza hoy es mucho más que lucir un «modelito» que funcionen dentro del país. Sino que también busca instalar una dimensión de la política social-técnica exportable para quienes estén buscando en Latinoamérica un modelo para trabajar contra la exclusión social barato y rentable en términos políticos.
Cristian Cepeda es miembro de Corporación Chile Ahora
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