La verdad es que no ha sido fácil ser de izquierda estos últimos 20 años en Chile. Sobretodo si se tiene menos de 40. Los más viejos tienen sus banderas de históricos procesos, sus victorias y sus derrotas. Tienen su música para recordar. Tienen sus fotos en blanco y negro, con marchas el puño en […]
La verdad es que no ha sido fácil ser de izquierda estos últimos 20 años en Chile. Sobretodo si se tiene menos de 40. Los más viejos tienen sus banderas de históricos procesos, sus victorias y sus derrotas. Tienen su música para recordar. Tienen sus fotos en blanco y negro, con marchas el puño en alto en la Alameda y las innumerables películas de Allende en la Moneda, para refrescar aquellos años en que eran inocentemente felices. Nosotros, no. Nuestra historia no cuenta con ningún proceso histórico. Incluso la batalla de los 80′, símbolo de toda una generación ha sido oficialmente olvidada, siendo solo es rescatada, cada cierto tiempo, por algún candidato que se acuerda de cuando lanzaba discursos encendidos llamando a la federación de estudiantes a pelear contra el tirano. Pero en líneas generales, todos tratan de olvidar los dramáticos ochenta. Y para que hablar de los 90′, marcados por el derrumbe de los muros, los sueños y el aterrizaje forzoso en un Chile desquiciado por el consumo. No es que uno quiera ser de izquierda y pasarlo bien. No.
La historia nos enseña que es más bien al revés. Si el cristianismo y la izquierda se cruzan en algún lado, debe ser en eso. Ser de izquierda siempre ha sido asumir un Via Cruxis. Pero ya parece demasiado. Para sacar al dictador se nos dijo que había que votar por el mal menor. La Concertación no negoció nada y nos obligó a dejar las calles, y a acudir ordenados a las urnas. Había que terminar con la derecha. Todo coherente y muy justificado. Lo de Aylwin, fue un trámite. Si habías votado por el «No» en el plebiscito, tenías que seguir la línea. Había que parar a la derecha. Todo coherente. Frei, un caso a parte. Desafio al que sea a encontrar a alguien de izquierda que admita haber votado por Frei. Pero de seguro muchos lo hicieron. Había que demostrale a la derecha, y al dictador que aún estaba vivo y girando cheques, que el pueblo era quien decidía. Nuevamente la derecha. Todo coherente.
Y vino Lagos. Con su perfume de cambio y su estilo de «papá enojado». Golpeó la mesa hasta cansarse. Pero no bastó. La derecha, con el simpaticón Lavin, por un pelo amenazaba con volver al poder. Decididamente había que parar a la derecha. Otra vez coherentísimo. Si sacó cuentas llevo casi 20 años parando con mi voto a la derecha. Y, la verdad, no sé si sirvió para algo. De hecho cada nueva elección me siento peor. «No da lo mismo votar por Piñera o Bachelet» dicen desde los distintos altares nuestros líderes de la izquierda. Eso ya lo sabemos. Llevamos 20 años aprendiendo la lección. Peor ahora que miró hacia afuera y veo que, cruzando las patéticas fronteras, otros pueblos avanzan. Mientras, yo sigo aquí pensando si con mi voto, o mi no voto, estaré traicionando a mi pueblo, entregándole a un payaso siniestro el gobierno de mi país. Los discursos dan piruetas en el aire para explicar que Bachelet y Piñera tienen el mismo programa económico, pero que sus voluntades son distintas.
Pareciera que todo dependiera de eso, la personalidad. A veces me digo que por lo menos mi voto sirva para que tengamos un gobierno que apoye el proceso Venezolano, que vote contra el bloqueo en Cuba y que asuma al pueblo boliviano y peruano como hermanos que son, y no como potenciales enemigos. Tal vez es verdad que Bachelet no sea igual a Lagos. No puedo olvidar que Lagos votó varias veces a favor del bloqueo contra Cuba, fue el primer presidente a estar dispuesto en avalar el golpe de estado en Venezuela, y que su política con nuestros vecinos ha sido tan nacionalista y patriotera como el peor de los conservadores. Quien puede asegurar que Bachelet va a ser capaz de imponerse a los intereses que sustentan su candidatura, y cuyas alianzas internacionales están cada día más claras. Pero dentro de toda esta confusión, entre la traición y la sumisión sometimiento lo único que me queda claro es que una vez más los poderosos me llevan a donde quieren. Son ellos los que me ponen en la disyuntiva. Son ellos los que tienen la iniciativa. Y haga lo que haga, voto o no vote el 15 de enero en la noche igual voy a sentir el peso de otra derrota. No tendré nada que festejar.
No puedo dejar de pensar en algo que me quedó muy grabado cuando leí una biografía de Alejandro Magno. El conquistador para ganarse el apoyo de su pueblo tuvo que enfrentarse al enigma del Nudo Gordiano. Se trataba de un nudo que era tan complicado que nadie podía desatarlo. Se decía que quien fuera capaz de desatar el difícil nudo se convertiría en el gobernador de Asia, el mismo Alejandro fue incapaz de desatar el nudo gordiano. Así que sacó su espada y lo cortó de un tajo; después de esto, continuó avanzando y cumpliendo la profecía. Haciendo un ejercicio libre de imaginación me parece que esta elección, y las anteriores, nos ponen un poco en ese aprieto ¿como desatar un nudo que no tiene otra solución que no sea la de cortarlo? Las elecciones presidenciales, si bien son importantes, no son el centro de nuestro problema como izquierda. Nuestro problema es seguir siendo marginales. Nuestro problema es la incapacidad de tener líderes con capacidad y voluntad de encabezar nuevas peleas. Nuestro problema es ni siquiera haber iniciado ese camino.
Cristian Cepeda es miembro de Corporación Chile Ahora ([email protected])