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Chile, la revuelta que no cesa

Fuentes: Rebelión

Aterricé en el aeropuerto de Santiago de Chile avanzada la noche del 18 de Octubre de 2019. Tomé el bus que deja en el centro, a unas cuadras del Palacio de la Moneda.

Por la Avenida Libertador Bernardo O’Higgins, conocida como la Alameda, a partir de la estación de trenes ardían algunas fogatas y basuras que eran retiradas por barrenderos custodiados por grupos de Carabineros. Desde allí, a pie, siguiendo la Alameda hasta mi hotel, como medio kilómetro más allá, todo en calma.

           Al día siguiente atravesaba por carretera la frontera andina con Argentina por la base del Aconcagua camino a mi domicilio en la provincia de San Luis. Ya en casa, las cadenas televisivas argentinas transmitían en días sucesivos, en directo, manifestaciones masivas, saltos minoritarios, fuegos provocados, enfrentamientos con los Carabineros, asaltos a supermercados, balas, muertos, ojos cegados para siempre por perdigones de las fuerzas policiales, gases lacrimógenos, las mangueras de los carros blindados, los famosos guanacos, el incendio de El Mercurio en Valparaíso, el periódico golpista de los derechistas bautizados como momios en los tiempos de Salvador Allende.

           A principios de 2020 regresé a Santiago. La ciudad más “europea”, en mi opinión,  que la afamada Buenos Aires, había cambiado su fisonomía tras tres meses de disturbios casi diarios.

           Todo había comenzado por una subida del precio del billete del metro de 30 pesos, menos de 4 céntimos de euro, pero fue la gota que colmó el vaso en el país donde el liberalismo económico de la Escuela de Chicago, bajo la capa militar del golpista Pinochet, había triunfado con más rotundidad generando un sostenido crecimiento económico a cambio de una desigualdad y miseria para las clases populares insoportable.

           Cuando regresé a Santiago en febrero, la gente seguía cabreada y manifestándose, la pequeña burguesía participaba o manifestaba su disconformidad y la popularidad del presidente Piñera había caído hasta el 6%. ¿Qué había pasado en el “oasis latinoamericano”?

           La privatización del agua y el incremento abusivo de su precio en un país con sequía y amplias zonas desérticas pese a la proximidad de los Andes con cumbres de nieves perpetuas. Un sistema privado de las Administradoras de Fondos de Pensiones (AFP), que se impuso hace treinta años y cuyos usuarios han empezado a jubilarse ahora para descubrir que fueron estafados, y que tras una vida de contribuciones recibirán una pensión de miseria. La sanidad pública con falta de recursos y prestaciones, y que no cubre las operaciones más costosas. Un sistema educativo en manos mayoritariamente privadas y cuyos estudios universitarios son los segundos más caros del mundo en relación al salario medio, dato solo superado en Bulgaria.     

           La generación anterior que había sufrido la represión de las dictadura, con muertes, torturas, cárceles y salarios de miseria, tuvo que aceptar la desigualdad, la corrupción institucional y las continuas cesiones políticas al poder económico, pero los jóvenes hace tiempo que han perdido el miedo. Entre las propuestas reformistas del presidente para aliviar la situación dado que sigue sin domesticar a los manifestantes, no hay ninguna mención al sistema de créditos universitarios con garantía estatal que supone un constante flujo de dinero del Estado a los bancos.

           Volvamos al principio. Tras la subida del pasaje, el ministro de economía, Juan Andrés Fontaine, declaró que el incremento era menor entre las 6 y las 7 de la mañana y que la medida beneficiaba a quienes madrugaban para ir a trabajar y, tras las primeras protestas, el director del metro provocó a los manifestantes por televisión: “Cabros, esto no prendió”. Hecho gasolina al fuego y empezaron a arder algunas céntricas estaciones al tiempo que, durante las masivas manifestaciones, los jóvenes coreaban la canción El baile de los que sobran, del grupo Los Prisioneros: Únanse al baile, de los que sobran. Nadie nos va a echar de más. Nadie nos quiso ayudar de verdad. Nos dijeron cuando chicos: jueguen a estudiar, los hombres son hermanos y juntos deben trabajar. Oías los consejos, los ojos en el profesor. Había tanto sol sobre las cabezas y no fue tan verdad, porque esos juegos al final terminaron para otros con laureles y futuro, y dejaron a mis amigos pateando piedras”.

               La violencia se apoderó de las calles tras la muerte del primer manifestante por el impacto de un bote de humo y el presidente decretó estado de emergencia en las comunas del Gran Santiago y toque de queda a partir de la noche del sábado 19 de octubre. Las protestas se extendieron pocas horas después a otras cinco regiones del país y el día 23, el estado de emergencia había sido declarado en quince de las dieciséis capitales regionales. Dichas protestas se han caracterizado, hasta la fecha, por la ausencia de líderes y la incorporación, en distintos niveles, de un amplio espectro social, desde las capas más humildes a  la clase media alta. Aunque la causa inmediata fue el alza tarifaria del transporte público, las concentraciones populares pronto incorporaron otras razones acumuladas durante décadas de neoliberalismo: alto costo de la vida, bajas pensiones, precios elevados de fármacos y tratamientos de salud, y un rechazo generalizado a toda la clase política y al descrédito institucional acumulado durante los últimos años, incluyendo a la propia Constitución heredada de la transición de la dictadura. Hace un par de años, una estudiante del último año de Medicina me confesaba que con lo que sus padres se habían gastado en sus estudios, se hubieran podido comprar cinco coches Mercedes.

           Hubo explosiones estudiantiles en 2006, 2008, 2011, 2012, 2015 y 2018 en demanda por una educación pública de calidad, pero aunque se han hecho diversas reformas, la inversión estatal en el área sigue siendo la menor de los países de la OCDE. En algunos liceos públicos y en escasos privados, las coordinadoras de estudiantes llegaron a boicotear los exámenes de acceso a la universidad en diciembre.

           El presidente decretó el toque de queda dejando el orden público en manos de los militares, pero las masivas manifestaciones le obligaron a retirarlo, aunque aumentó la represión por parte de los carabineros. Hasta el momento se han confirmado 30 fallecidos asociados a incendios en asaltos a supermercados, enfrentamientos entre ciudadanos y por disparos de la policía. Además, varios atropellos  por coches blindados con muerte de manifestantes, denuncias por violación a mujeres y más de 3400 civiles han tenido que ser hospitalizados, 24.343 personas han sido detenidas, con 1.615 prisiones preventivas, según denuncian diversos organismos internacionales, como Human Rights Watch y Amnistía Internacional. Casi 400 personas han perdido un ojo,  o la visón total o parcial como consecuencia de los disparos de cartuchos de perdigones por parte de los carabineros. 

           En el centro de Santiago ardió la torre de ENEL, principal compañía eléctrica del país, el Ripley de Valparaíso, una de las principales cadenas de venta minorista y 70 locales propiedad de Walmart fueran saqueados en distintas ciudades. Mucha gente asumía que se saquearan algunas sucursales de Farmacias Ahumada, Cruz Verde o Salcobrand, las principales corporaciones farmacéuticas nacionales, sancionadas por el pacto de precios abusivos entre ellas. Pude observar los desperfectos de los incendios así como la dañada estructura de la sede del periódico El Mercurio en Valparaíso, el informativo que más colaboró en el golpe contra Salvador Allende y más apoyó a Pinochet, aunque continuó en los kioscos, impreso en otros talleres. Bancos, grandes comercios e incluso establecimientos seguían reforzando sus puertas y escaparates en enero con estructuras metálicas a las que se les soldaban planchas de hierro y las pintadas reivindicativas o subversivas se adueñaron de las paredes como si de un inmenso grafiti se tratara, sin respetar estatuas, monumentos, iglesias, universidades o museos.

           La sede de la empresa española Movistar, que había comprado a precio de saldo la recién privatizada Telefónica chilena bajo la dirección de Juan Villalonga, el amigo del presidente José María Aznar, se encuentra encontraba protegida por una valla de hierro. Sonaban los golpes contra ellas y algunos chavales practicaban golpes de karate con sus patadas contra el metal. Otras empresas españolas estaban en el punto de mira de los manifestantes, sobre todo las constructoras Ferrovial y Abertis, que han obtenido jugosas concesiones de carreteras privadas en el que el peaje sube cuanto más tráfico circula. Fue una idea friedmaniana inspirada en la economía de la oferta y la demanda para lograr que la mano invisible del mercado redistribuya el tráfico eficazmente y evitar así los atascos pero, al no existir rutas alternativas, los conductores, a menudo, tras pagar el peaje más caro durante las horas punta, se encuentran con retenciones y kilómetros de caravanas.

           Tras los primeros disturbios, Cecilia Morell, esposa de Piñera, perdió los papeles. Se filtró un audio en el que señalaba que “estamos absolutamente sobrepasados, es como una invasión extranjera, alienígena”. A los pocos días tuvo que rectificar y declaró que tal vez las grandes fortunas del país deberían ser a partir de ahora más generosas con los más desfavorecidos. Su marido tuvo que vender en el 2010, durante su primer mandato, su paquete accionarial de más del 10% en LAN, la antigua compañía bandera del país privatizada en 1990, y que fusionada con otra brasileña y peruana constituyen hoy LATAM, la compañía aérea más importante de América Latina, ya que la oposición le reprochaba que  como presidente debía negociar con otros países las políticas de apertura de cielos. También el que nombrara al director de la televisión estatal, empresa que compite con el canal privado Chilevisión, des su propiedad. ¿Y qué hay de los enemigos poderosos que denunció Piñera? La Fiscalía acaba de anunciar que no hay evidencia de extranjeros en el estallido social y que el narco no lideró saqueos.

           En mi primera incursión en las diarias manifestaciones en Santiago, cuando todavía estaba lejos de la zona caliente, un bote de humo golpeó la acera a un metro mientras conversaba con un vendedor ambulante, rebotando varias veces e impregnándonos con el picante humo que se instala en los pulmones y enrojece los ojos. Un manifestante, con guantes y mascarilla, lo recogió y corrió raudo a devolverlo a los carabineros. Se han formado grupos de autodefensa, jóvenes pertrechados con escudos, cascos, guantes y máscaras anti gas, algunos de cuyos miembros  la denominada “Primera Línea” se coloca delante de las movilizaciones para resistir la avanzada policial y responder los ataques, pese a la clara desigualdad de equipamiento. Así, a medida que van cayendo heridos en las cotidianas batallas campales capitalinas, un pequeño conjunto de arriesgados voluntarios independientes rescatan a los lesionados, en medio de disparos, humo y la huída  generalizada.   Van vestidos con monos de obrero azules y cascos de bicicletas, portan escudos pintados con el icónico emblema de la Cruz Roja y se desplazan a unos metros de los protestantes más combativos. Aparte de la asistencia primaria a los heridos, rocían a cientos de manifestantes con hidróxido de magnesio y bicarbonato en el rostro, mediante con difusores rudimentarios de plástico, para reducir los efectos del gas policial que causan vómitos y dificultad en la visión. 

              Simultáneamente, a unos cientos de metros de los enfrentamientos en los aledaños de La Alameda, en la plaza de Italia, ahora rebautizada como de la Dignidad, suelen concentrarse cientos de personas entre pancartas, músicas y cantos en un ambiente pacífico y alegre, siempre que no son acosados. Luego vienen cargas policiales generalizadas, las carreras entre gases, la dispersión por las calles adyacentes, nuevos agrupamientos y hasta bien entrada la noche el fuego y las pequeñas barricadas sobre la calzada, especialmente los viernes y sábados.

           Por las mañanas, brigadas de obreros, la mayoría de raza negra, emigrantes africanos, limpian los desechos de la noche mientras la gente que madruga y conduce para ir a trabajar es controlada por jóvenes voluntarios que dirigen el tráfico central, ya que numerosos semáforos han sido arrancados y el alcalde no los va a reponer hasta que vuelva la calma, que a día de hoy parece lejana, ya que por mucho que los políticos y parlamentarios estén preparando una nueva Constitución, las demandas sociales siguen sin atenderse.

           Hospedado en una callezuela frente al bello y céntrico Cerro de Santa Lucía, atalaya ajardinada en la vereda de la Alameda, a un par de centenares de metros de los enfrentamientos, he conversado durante varias noches con un grupo de vecinos de esta zona de clase media, personas de mediana edad que se conocían de vista y que ahora se han hecho amigos, participando de manera más o menos activa en las protestas, protegiéndose tras los árboles o huyendo hacia sus portales cada vez que aparecen coches policiales, vehículos blindados o lanzadores de chorros de agua a presión que suelen ser hostigados con piedras lanzadas desde el cerro. Forman un grupo de indignados por la merma del poder adquisitivo de sus salarios y por el monto raquítico de sus futuras pensiones. Hace años les habían inducido u obligado a pasar sus cuotas estatales a fondos de pensiones gestionados por empresas privadas, a las que deben aportar el 10% de sus salarios más un extra del 1% por “gestión”, y ahora descubren que las anunciadas “pensiones idílicas para disfrutar de la vejez” se han desvalorizado y que cuando se jubilen cobrarán una miseria. Sin embargo, los militares y los cuerpos policiales se mantuvieron dentro de la gestión provisoria del estado. Los Chicago Boys de Milton Friedman que aterrizaron con Pinochet para provocar el shock social, sabían los que hacían y que intereses defendían.       

           Marta, la profesora de inglés, el matemático Juan, Cloti, ama de casa, los hermanos Roberto y Jacinto, dueños del hotel en el que me alojé y algunos más, participaban del cabreo generalizado y gritaban desde las aceras, ¡paco culeao!, una de las consignas más generalizadas cada vez que cruzaba la calzada un vehículo policial. Pero cuando hablaban de la salida a esta crisis, se detectaban las discrepancias ideológicas y existenciales, desde quien opinaba que se iría a vivir a Cuba, sin haber estado nunca en la isla, con una radicalidad verbal recién adquirida, hasta las que recordaban sus luchas por el NO al referéndum que perdió Pinochet y que supuso el fin de su dictadura, aunque no sus mordazas económicas y una Constitución muy favorable a los intereses de las clases acomodadas.

           Las contradicciones también se manifiestan en el movimiento sindical, que debido a la debilidad de afiliación y al fracaso de anteriores huelgas generales, no está ejerciendo suficiente presión, aunque sí participa en las manifestaciones. Bárbara Figueroa, presidenta de la CUT (Central Unitaria de Trabajadores, el sindicato más fuerte del país), ha criticado duramente el proyecto de ley que pretende crear un subsidio con cargo al estado para trabajadores de bajas remuneraciones, el llamado Ingreso Mínimo Garantizado. “En la práctica –declaró–,  es un subsidio a las empresas que no solo permitirá a los empleadores ahorrar costos laborales, sino disminuir dichos costos en algunos casos”.

           El salario mínimo que se piensa implementar en marzo debido a la presión de la calle, es de 317.000 pesos, equivalente a unos 350 euros, cuando el coste de la vida es solo algo inferior al de España. Pero preguntando a algunos obreros poco cualificados (fundición, barrenderos, construcción), me dijeron que su sueldo era de unos 120.000 pesos, contando horas extras, y que para subsistir tenían que hacer trabajillos extras o vender en los múltiples y extensos mercadillos callejeros que se instalan en los calles los fines de semana.

           Después de Santiago viajé a Valparaíso, donde las manifestaciones, aunque más minoritarias, continuaban entre gases lacrimógenos en sus estrechas y empinadas calles que miran al mar. En mi ruta hacia el norte, sin enfrentamientos, pero con pequeñas manifestaciones o concentraciones, las movilizaciones permanecían activas en La Serena, Antofagasta, Iquique, Pisagua y Arica, en la frontera con Perú.

           Desde la carretera se observan en aquellas tierras desérticas preñadas de cobre, principal rubro exportador del país, pequeños y míseros poblados mineros de madera y techos de chapa que parecen sacados de principios del siglo XX. Con alambradas parecerían campos de internamiento en medio de la calima. Sin embargo, el sindicato minero, cooptado por el Estado tras décadas de represión, con líderes perseguidos y sancionados en la mayoría de las empresas, se mostró reacio a participar mediante la huelga en la rebelión popular contra Piñera, pero las barricadas de basura encendida aparecieron en todas las salidas de poblaciones como Calama y los buses que transportaban a los trabajadores hasta las minas quedaron inmovilizados. Por el contrario, los trabajadores del puerto de Antofagasta fueron los que secundaron el primer paro nacional y cientos de toneladas de cobre quedaron en los vagones de los trenes a la espera de ser descargados en los buques que los llevarían a China.

           En estas tierras resecas, con precipitaciones promedio de 2 mm. al año, el agua escasea, un bien que la Constitución pinochetista recogía como derecho de propiedad privada, un generoso regalo constitucional rentabilizado por empresas mineras y agroindustriales que blindaba el derecho sagrado de las empresas extranjeras que habían abierto veinte minas en Chile, lo que representaba el 70 % de la extracción del cobre nacional, y que obtienen inmensos beneficios sin pagar royalties.

           La gente comentaba que mantenían las protestas de bajo tono, pero que en marzo el país volvería a arder con el inicio de las clases y el fin de las vacaciones estivales en el Cono Sur.

           Y así ha sido. Tras el boicot activo a muchos actos del famoso festival de la canción de Viña del Mar, en el que algunas de las artistas se solidarizaron con las protestas, marzo ha comenzado con “intensos caceroleos en distintos barrios de Santiago y del país”, como recoge la prensa, mientras el presidente declara en una entrevista en la Radio Nacional que “quieren matar a Carabineros, pero cuando uno comete un error, no podemos condenar a la institución entera”, explicó, poniendo como ejemplo a los sacerdotes que han cometido abusos sexuales y no dudó en responder que está dispuesto a volver a llamar a Estado de Emergencia. “Si yo estimara que nuevamente es necesario establecerlo para proteger el orden público, para proteger a mis compatriotas, lo vamos a hacer».

           Tras las primeras manifestaciones, diversos gremios y entidades sociales y civiles formaron “cabildos abiertos» en varias comunas del país con una masiva participación ciudadana, que recordaban las primeras asambleas de la formación Podemos en España, que reclamaban una nueva Constitución que garantizara mejores derechos sociales. Se consiguió y mientras se acerca la fecha del denominado Plebiscito Nacional 2020, convocado para el 26 de abril con el objeto de determinar si la ciudadanía está de acuerdo con iniciar un proceso constituyente  propuesto por la mayoría de los partidos políticos, algunos como el Partido Comunista, sus confluencias y afines se opusieron por considerar que el requisito del quórum de dos tercios es excesivo, aunque finalmente llamaron a la participación. También en la izquierda del Frente Amplio han surgido las diferencias, ya que muchas personas entre las que más se movilizan, se sienten traicionadas por la oposición pactista y reivindican un proceso constituyente no pactado por los políticos de siempre, sino mediante nuevas elecciones en las que participe la ciudadanía, y rechazan el pacto social con un gobierno que anuncia un plan de recuperación económica con unos mínimos retoques sociales, pero cuya premisa central para la nueva Constitución es que el “modelo” no se toca.

           Mientras, las demandas de la ciudadanía por un acceso más equitativo a la satisfacción de ciertas necesidades básicas como salud, pensiones, educación, vivienda y salarios dignos, siguen vigentes y podrían tener una mejor respuesta si la nueva Carta Magna estableciera algunos estándares básicos, los cuales se encuentran ausentes en el actual diseño constitucional. Por su parte, algunos de los partidos de la derecha, herederos del pinochetismo, se han desmarcado y piden el NO al proceso constituyente.

           El país sigue en la encrucijada y, mientras el clamor popular continúa en las calles, se esperan próximas huelgas estudiantiles y masivas manifestaciones el 8 de marzo, Día Internacional de la Mujer, día en que también se ha convocado una huelga y diversas formas de protesta por parte de los colectivos feministas.

                  El presidente, pese al fuerte rechazo popular a su gestión, cuenta con un sólido apoyo entre los militares, los cuerpos policiales y las grandes corporaciones empresariales, por lo que solo si continúa la fuerte presión popular en las calles, la población podrá ver satisfechas algunas de sus demandas sociales.