Armando precisó: “El pueblo de Chile existió solo durante los mil días de la presencia de Salvador Allende en La Moneda”. El resto del tiempo, el pueblo chileno nunca fue sujeto de su propio destino, fue apenas –y sigue siendo– objeto de la depredación de intereses ajenos.
Que no se busque en esta nota esa exactitud geográfica que no es sino un engaño: Chile por ejemplo, no existe. Lo sé, viví allí…
La cuestión de la existencia ha ocupado a los pensadores desde los albores de la Humanidad. Hay reflexiones que marcan hitos en el pensamiento y la filosofía de diferentes épocas, lo que no es óbice u obstáculo para que el personal se haga la picha un lío cada vez que se trata de determinar si esto o lo otro existe o no existe.
Por poner un ejemplo, hasta hace poco nadie podía estar seguro de la existencia del llamado bosón de Higgs. En cuanto a la partícula elemental responsable de la interacción de la gravedad –el gravitón– aún no tenemos noticias ciertas.
Ya puestos… ¿dios existe? Hace años, en un domingo solitario y aburrido, recorrí a pie las calles de Montevideo descubriendo y disfrutando los imaginativos grafiti que ilustran y enriquecen sus muros.
Dos de ellos se me grabaron indeleblemente allí donde esas cosas se graban. El primero decía: “Dios no existe (Alejandro)”. Algunos metros más allá, otro grafiti constituía la divina respuesta: “Alejandro no existe (Dios)”.
Ese velero improbable y escurridizo que surcaba los mares de mi infancia en Chiloé, el Caleuche, ¿existe? ¿existió jamás?
Servidor tiene tendencia a asegurarle a quien quiera oírle que sí, que el Caleuche aún surca los mares del sur, visto que a los diez años de edad escuché el redoble de campanas –o tal vez música embrujadora– que le acompaña en las tribulaciones de perdición que le condenan por siempre jamás a recorrer las frías aguas de los archipiélagos en la peligrosa región del mundo que insignes navegantes conocen como los 40 rugientes.
Una fría y lluviosa noche de invierno en San Fernando, acurrucado en mis sábanas ya tibias, al escuchar las ráfagas de viento que asolaban las calles y el intenso y persistente tapotear de la lluvia, me dije que en ese momento no debía haber un alma afuera.
En ese preciso instante surgió la cuestión que me inquietaría durante muchos años: cuando no hay nadie presente, nadie que pueda mirar la calle, ni el empedrado, ni las acacias… ¿están allí la calle, el empedrado y las acacias?
Dicho de otro modo, ¿la existencia de la materia es o no es independiente de la observación? La física cuántica nos dice que las partículas materializan su presencia solo cuando se las observa…
Muchos años más tarde, en París, en una docta reunión en el hermoso edificio diseñado por el arquitecto brasileño Oscar Niemeyer en la Plaza del Colonel Fabien, intentando explicar la realidad socioeconómica chilena, mi pana Armando Uribe Echeverría afirmó: “El pueblo chileno no existe”.
Contrariamente a la incrédula sorpresa que se pintó en la cara de la inmensa mayoría de la asistencia, para mí fue una revelación.
Toda la cháchara de expertos, sociólogos, politólogos, economistas y políticos que bien bailan, se desplomó ante mis ojos como un biombo inservible embestido por una tonelada de verdad primaria.
A lo largo de la Historia del campo de flores bordado, el pueblo chileno existió de manera efímera, intermitente, como esas luces del faro que a lo lejos, en medio de una neblina vesperal, aparece y desaparece en una incertidumbre de angustia.
Armando precisó: “El pueblo de Chile existió solo durante los mil días de la presencia de Salvador Allende en La Moneda”. El resto del tiempo, el pueblo chileno nunca fue sujeto de su propio destino, fue apenas –y sigue siendo– objeto de la depredación de intereses ajenos. Armando me suministró abundante documentación, textos de reputados historiadores, todo lo cual coincidía con el resultado de mis propias investigaciones.
Poco después, Armando me comentó un libro que hizo algún ruido en los círculos intelectuales europeos y en poco tiempo fue traducido a una veintena de idiomas. Un ensayo de David Rothkopf: “Superclass: The Global Power Elite and the World They Are Making”, publicado en marzo del 2008.
David Rothkopf no es un desconocido para las honestas gentes que cuentan en el mundo real, ese en el que reina el billete largo. Su curriculum es largo como un día sin pan: profesor de relaciones internacionales, politólogo y periodista, fundador y CEO de The Rothkopf Group, David es un académico visitante de la Fundación Carnegie para la Paz Internacional, profesor visitante en la Paul H. Nitze School of Advanced Studies en la John Hopkins University, así como un prolífico autor de estudios y ensayos.
Más interesante aun, en el año 1993 fue Sub-secretario suplente de Comercio en el gobierno de Bill Clinton, antes de servir como Sub-secretario titular de Comercio Internacional, puesto en el que dirigió los 2.400 empleados de la Administración del Comercio Internacional de los EEUU, incluyendo el Servicio Comercial estadounidense, la Oficina de Política Económica Internacional, la Oficina de la Administración de Importaciones y la Oficina del Desarrollo del Comercio Internacional.
Un numerito este David Rothkopf.
Cuando dejó el gobierno de los EEUU, se hizo cargo de una consultora financiera internacional. No cualquier chiringuito de los que abundan, sino la firma que creó y preside nada menos que el ex Secretario de Estado Henry A. Kissinger: Kissinger Associates.
Si alguien sabe de Chile… es precisamente Henry A. Kissinger.
Toneladas de documentación confidencial, desclasificada más tarde por la CIA, describen el eminente papel que el ministro de RREE de Richard Nixon jugó en el golpe de Estado que terminó con la vida de Salvador Allende, las esperanzas de millones de chilenos, y un rudimento no mal encaminado de democracia.
Mi muy piadosa bisabuela Leontina –que de estas cosas conocía un puñao– hubiese exclamado: “¡Dios los cría y el diablo los junta!”
Lo cierto es que, hombre bien informado, David Rothkopf se puso a escribir el mencionado libro y, para reunir datos y documentación confiables, viajó por el mundo, incluyendo Chile.
En Santiago cenó en casa de Andrés Velasco, ministro de Hacienda de Bachelet, y se reunió con lo más granado de las familias chilenas que nombra, in extenso, en el citado ensayo.
La tesis, o una de las tesis de Rothkopf, afirma que la elite global –de la que formaban parte en ese tiempo Bill Clinton, Rupert Murdoch, el Papa y Osama Bin Laden– consagra la obsolescencia de los gobiernos tradicionales.
No otra cosa había escrito por su parte el muy aburrido Samuel Huntington: para él los gobiernos no son sino “residuos del pasado, cuya única función consiste en facilitar las operaciones de la elite global.”
Ambos descubrieron la pólvora. Hace muchas lunas que uno sabe que el poder no está en la Casa Blanca, o en la pinche Moneda, sino en los circuitos financieros planetarios que mueven el coso. Lo interesante es que dos miembros de esa elite financiero-intelectual lo reconocen y lo dicen.
En las páginas de su libro dedicadas a Chile, David Rothkopf es de una candidez que encandila. Allí escribe:
Las desigualdades sociales en Chile son de “una amplitud inédita en el curso de su historia moderna. El 20% más rico de los chilenos obtiene casi el 67% del ingreso nacional, mientras que el 20% más modesto recibe apenas algo más del 3%. La separación entre chilenos ricos y pobres es aun peor hoy día que en los tiempos de Pinochet. Y es al mismo tiempo una de las más grandes del mundo”.
Hasta ahí, yo mismo. La ventaja de llamarse Rothkopf reside en que puede tomarse el aperitivo con los patrones, y luego cenar en casa de la servidumbre. Ya puesto, David abunda en la descripción del país que le acogía:
“Uno siempre se sorprende en Chile por la rígida estratificación de la sociedad. Abajo se encuentran los pobres y la clase obrera, más arriba una clase próspera y educada que está en el origen del ‘milagro chileno’. En fin, en la cima, en la cumbre del mundo de los negocios, algunos recogen lo esencial de los beneficios del éxito del país…»
Al leer esas líneas me dieron ganas de llamarle y decirle “Choca esos cinco, camarada”. El mismo mensaje, transmitido a la costra política parasitaria chilena durante un siglo, no le ha dejado la más mínima huella en su duro pellejo.
Como siempre, lo mejor para el último. David Rothkopf, –Yahvé lo bendiga como a Efraím y a Menashe–, se reunió con sus “amigos”. Uno de ellos le hizo una confidencia. Hela aquí:
“Uno de mis amigos, que pertenece él mismo a la élite local, me dijo un día que Chile no es realmente un país, sino más bien un Club privado. Solo algunas grandes familias forman parte…”
De donde, tras madura reflexión, extraje la conclusión que se impone. Chile no existe. Si alguna vez existió, se transformó en un Club privado. Ese Club privado le pertenece a “Solo algunas grandes familias…”
De ahí que no pudiese impedirme comenzar esta parida por el epígrafe que leíste más arriba, parafraseando a Georges Arnaud, autor de la muy célebre novela “El salario del miedo”:
Que no se busque en esta nota esa exactitud geográfica que no es sino un engaño: Chile por ejemplo, no existe. Lo sé, viví allí…