Nuestra Tarea Revolucionaria La profundización de la crisis y los problemas estructurales en todas las ramas de la sociedad y medioambientales nos empujan inevitablemente a una situación revolucionaria. Cualquier iniciativa que se tome para prevenir una catástrofe social debe ser radical, lo cual significa arrancar de raíz las causas que están engendrando esta situación. Los […]
Nuestra Tarea Revolucionaria
La profundización de la crisis y los problemas estructurales en todas las ramas de la sociedad y medioambientales nos empujan inevitablemente a una situación revolucionaria. Cualquier iniciativa que se tome para prevenir una catástrofe social debe ser radical, lo cual significa arrancar de raíz las causas que están engendrando esta situación. Los objetivos que eviten la hecatombe y sitúen al país en la senda para conseguir la meta del desarrollo en conjunto con el bienestar de nuestro pueblo, están bien definidos.
En primer lugar, es posicionar al país y su economía en el plano internacional. Chile debe dejar de ser títere o vagón de cola de las grandes potencias imperialistas y de sus instituciones. Continuar en tal situación solo conduce a ser arrastrado en su crisis y a los conflictos que ésta genera en el mundo. De una vez por todas, los chilenos debemos lograr la independencia plena para decidir nuestro destino.
En segundo lugar, nuestra vida social, cultural y desarrollo merece abandonar su dependencia de los dictados del mercado. Éste debe servir al país y no el país al mercado. El modelo neoliberal debe ser erradicado de nuestras vidas.
Tercero, se impone un nuevo orden jurídico que permita ordenar las relaciones sociales y políticas supeditadas a la voluntad de la verdadera mayoría de nuestro país. Así, la toma de decisiones corresponderá a la participación en instancias democráticas instaladas a todo nivel y todo lugar del país. Es imperativo remover desde sus raíces la plutocracia vigente con su parlamentarismo, sufragio universal e instituciones estatales, todo lo cual solo funciona al vaivén de quienes poseen el dinero, representantes de una ínfima minoría del país. Dicha plutocracia debe ser reemplazada por una democracia participativa y popular.
En lo referente a lo político, con el modelo económico instaurado a sangre y fuego en los 17 de años de dictadura -y continuado en su fortalecimiento durante los 25 años de la pseudo-democracia-, es evidente que la riqueza y los grandes medios de producción se han concentrado en pocas manos. Esto sólo ha servido para «comprar» los votos en las elecciones, para «comprar» los resultados judiciales en los tribunales, «comprar» las leyes en el parlamento, «comprar» (usando un eufemismo sería cooptar) a los dirigentes sindicales y sociales, en definitiva, prácticamente comprar el país para la satisfacción de los intereses de quienes representan menos del 1% de la población.
En cuarto lugar, iniciar una verdadera integración regional de un territorio que por sus idiomas, etnias, cultura e intereses debe ser un solo país, una sola nación. Hoy las divisiones se deben a influencias externas que debilitan en el plano internacional y en el desarrollo de cada país. Desde el punto de vista económico, las fronteras son anacrónicas, con mayor razón entre los pueblos de nuestra América Latina, donde contribuyen a perjudicar otros aspectos de las relaciones. La posibilidad real de unirnos con el resto de los pueblos de América Latina se logrará en la medida de que cada país vaya alcanzando su propia independencia política y económica.
Resulta conclusión lógica y evidente que cualquier cambio que se plantee reside en el control sobre los grandes medios de producción y el gran capital, por parte del nuevo Estado democrático y popular. Es la premisa para cualquier transformación en lo político, social y cultural. Es la matriz para mejorar las condiciones de vida de nuestro pueblo, para asegurar el desarrollo económico de los pequeños y medianos productores, para evitar la depredación salvaje de nuestra fauna y medio ambiente, para acabar con las discriminaciones de toda índole y lograr el respeto y coexistencia armónica de los diferentes modos de vida y de producción.
Hoy más que nunca, el capitalismo muestra su total incapacidad para evitar las penurias e indignidad en que está hundiendo a la humanidad. Hoy más que nunca, la humanidad clama por cambios reales, por una nueva sociedad que en todo sentido sea mejor que lo vivido hasta ahora.
Los intentos de transformaciones permanentemente se estrellan contra el muro de la codicia de los grandes empresarios y la debilidad unida al oportunismo de la «clase política» cuya demagogia engaña al pueblo pretendiendo que con sus inocuas reformas hace lo máximo en la «medida de lo posible».
Ha llegado la hora de luchar por cambios políticos y no por mezquinas reformas.
Los estudiantes deben retomar las reivindicaciones políticas con que impusieron el movimiento del 2011. La fortaleza del movimiento residió en darle a su lucha un carácter político. Consideraban que la solución a las demandas en la educación partiría por cambios profundos en el sistema político y económico. Por ello exigían la nacionalización del cobre, cambios a la constitución y al sistema democrático. En el momento en que circunscribieron la lucha y demandas de forma exclusiva dentro del marco de la educación, el movimiento se estancó y comenzó a declinar. La falta de firmeza en los principios de los líderes estudiantiles los empujó, en su mayoría, a integrar la corrompida «clase política».
Parecida suerte corrieron los movimientos medioambientalistas contra Hidroaysen, el bypass del Alto Maipo y termoeléctricas. Nada hasta el momento ha logrado detener la depredación y el avance incontenible en la destrucción del medioambiente por parte del desarrollo de las grandes industrias. Ponerle rienda al capital desbocado solo es posible en el socialismo, solo así es posible lograr un equilibrio entre el progreso y la devastación. El socialismo además de controlar para preservar nuestro hábitat también puede reconstruirlo, no así el capitalismo.
El pueblo mapuche sigue siendo pisoteado, perseguido, humillado y encarcelado pero manteniendo con dignidad la lucha de casi 500 años por la preservación de su modo de vida, de su cultura y su modo de producción, todo lo cual conforma una cosmovisión sólida. En esto reside la razón de su fortaleza y continuidad. Sus expectativas, el modo de producción histórico en el que se sustenta su forma de vida, su cultura, religión y relaciones sociales únicamente pueden salvaguardarse en una sociedad socialista.
Los pescadores artesanales luchan por un lugar donde pescar en un país cuya extensa costa limita con el mar pero un mar del que siete familias se han adueñado.
Así se pueden ir sumando todos los movimientos sociales que se han desarrollado desde el 2008 cuando comenzó la crisis económica y financiera. Ante esto, vino una readecuación económica que permitió un circunstancial y acelerado crecimiento en ciertas ramas -en especial en la extracción minera y producción energética-, exponiendo todas las contradicciones y amarres ocultos de las relaciones de producción, económicas y sociales con el sistema jurídico y administrativo instaurado durante la dictadura. Los movimientos surgidos en Magallanes, Freirina, de los profesores, de los empleados públicos, de los campesinos (por el agua), trabajadores, etc., son muestras de estos conflictos. Todos ellos tienen el mismo enemigo: el gran capital, el Estado y sus instituciones.
El capitalismo va dejando de ser un espacio «natural» para la pequeña y mediana producción capitalista, para los intereses de los sectores pequeñoburgueses. El socialismo va consolidando su condición de real alternativa para la sustentación y desarrollo de las pequeñas y medianas empresas. Éstas, más que entrar en un conflicto con la propiedad social, pasan a ser un aporte al bienestar del conjunto de la sociedad. Sólo el agotamiento de la necesidad de su existencia decidirá si serán absorbidas o extinguidas.
Reflexión aparte amerita nuestra clase obrera. Otrora el sector social más organizado y más consciente de nuestro pueblo, hoy diezmada como fuerza productiva y organizativamente, se ha transformado en un actor que solo se limita, en el plano de la lucha, a sus demandas y mejoras económicas. Durante la dictadura, sus principales dirigentes fueron asesinados y perseguidos. Se eliminó la industria nacional manufacturera limitándola al sector de extracción de materias primas. Las leyes laborales instauradas limitaron la sindicalización. Todas estas condiciones implicaron que el actuar mayoritario de los dirigentes sindicales se ejerciera por voluntad personal, sin mayor apoyo partidista. El mérito de los sindicalistas reside en haber sobrevivido en estas luchas por mejoras, y el defecto, transformarse en caudillos fáciles de cooptar. Tales factores solo lograron debilitar el movimiento sindical y evitar su incidencia en el escenario político.
La división del mundo asalariado es el mayor éxito de la dictadura de Pinochet, éxito que la Concertación oportunistamente explotó y profundizó. Un sector del mundo obrero, al ser parte de una producción globalizada, percibe un salario muy superior a la media de los trabajadores cuya producción está limitada al mercado nacional -aunque por la plusvalía creada sea más explotado-, pasa a ser parte de una aristocracia obrera privilegiada. Tal situación ha conseguido que la lucha obrera tenga muy poco de política y que sus protagonistas estén casi conformes con su modo de vida. Esta primavera se está acabando de forma acelerada.
Los ingentes esfuerzos para mantener el sistema vigente solo contribuyen a profundizar la crisis y a poner sobre el tapete una potencial situación revolucionaria, todo lo cual obliga a un análisis profundo. Hace casi cien años V.I.Lenin definió la situación revolucionaria, y como hoy tiene plena vigencia es oportuno reproducirla.
«A medida que aumente la crisis mundial acelerará la crisis nacional conduciéndola a una situación revolucionaria.
Creemos no incurrir en error si señalamos estos tres síntomas principales:
1) La imposibilidad para las clases dominantes de mantener inmutable su dominación; tal o cual crisis de las «alturas», una crisis en la política de la clase dominante que abre una grieta por donde irrumpen el descontento y la indignación de las clases oprimidas. Para que estalle la revolución no basta con que «los de abajo no quieran», sino que urge, además, que «los de arriba no puedan» seguir viviendo como hasta el momento.
2) Un agravamiento, fuera de lo común, de la miseria y de los sufrimientos de las clases oprimidas.
3) Una intensificación considerable, por estas causas, de la actividad de las masas que, en tiempos de «paz», se dejan expoliar tranquilamente, pero que en épocas turbulentas son empujadas, tanto por toda la situación de crisis, como por los mismos «de arriba «, a una acción histórica independiente.
Sin la presencia de estos factores objetivos, no solo independientes de la voluntad de los distintos grupos y partidos, sino también de la voluntad de las diferentes clases, la revolución es, por regla general, imposible. El conjunto de estos factores objetivos es precisamente lo que se denomina situación revolucionaria. Esta situación se dio en 1905 en Rusia y en todas las épocas revolucionarias en Occidente; pero también existió en la década del 60 del siglo pasado en Alemania, en 1859-1861 y en 1879-1880 en Rusia, a pesar de lo cual no hubo revolución en esos casos. ¿Por qué? Porque no toda situación revolucionaria origina una revolución, sino tan solo la situación en que a los cambios objetivos arriba enumerados se agrega un factor subjetivo. Este factor reside en la capacidad de la clase revolucionaria para llevar a cabo acciones revolucionarias de masas lo suficientemente fuertes para romper (o quebrantar) el viejo gobierno, que nunca, ni siquiera en las épocas de crisis, «caerá» si no se lo «hace caer».»
En la historia de las luchas de nuestros pueblos se han dado innumerables momentos como los señalados y en muy pocas ocasiones han desembocado en victorias revolucionarias. Ha predominado la inmadurez del llamado «factor subjetivo», la debilidad o insuficiencia del partido revolucionario para conducir al éxito la lucha por los cambios revolucionarios.
En nuestro país, los partidos que tradicionalmente lucharon por transformaciones políticas consiguieron su mayor logro con la Unidad Popular y Salvador Allende. Pero hoy son parte de la burocracia política sobre la que se sostiene el sistema de dominación. Ocasionalmente, buscan ciertas mejoras económicas y sociales de carácter superficial, pero en lo concreto son representantes del sistema de acumulación capitalista. Cuando se entra en crisis, las reformas dentro del sistema pasan a ser la máxima aspiración. Rehúyen la sola idea de que la revolución devenga una necesidad. Para ellos, la contradicción principal surge entre quienes están por las reformas y los que están contra ellas. A los socialistas y comunistas solo les queda el nombre (y les pesa).
Para lograr cambios políticos reales, se necesita una organización que luche por los cambios políticos. Esos cambios sólo pueden ser transformaciones revolucionarias por una democracia popular y participativa, por el socialismo. Es decir, un partido revolucionario cuyo programa político proponga instaurar un sistema social basado en los intereses de los sectores populares y cuyo eje ordenador y dirigente sean los sectores más conscientes y organizados de la clase obrera.
Cualquier otra salida a una crisis que no produzca cambios estructurales y radicales al sistema vigente, al sistema de distribución de los ingresos, a las leyes sociales, al sistema administrativo y político -sobre todo que cambie el sistema de dominación de la minoría por el de la mayoría- conduce a una cruenta lucha entre diferentes sectores por el poder. Lucha cuyo objetivo es instalar «sistemas sociales» basados en concepciones ideológicas fundamentalistas que abarcan desde el fascismo, pasando por toda suerte de fanatismos religiosos, hasta el anarquismo.
Solo el socialismo cuyo fundamento teórico se sustenta en la historia de las luchas de nuestros pueblos, en las ciencias como el pensamiento más avanzado y en las leyes objetivas que rigen a la sociedad, nos permite realizar un proceso que nos lleve a una sociedad superior.
A partir de esta premisa, la conciencia revolucionaria en la lucha por el socialismo es la principal tarea de la organización revolucionaria. El profundo conocimiento de la teoría revolucionaria de sus miembros y dirigentes, permitirá que la acción práctica y las formas orgánicas que adquieran, sean acertadas y sólidas.
Nuestra historia, nuestras luchas, nuestros héroes y revolucionarios de cada época -como Manuel Rodríguez, Francisco Bilbao, Santiago Arcos, Luis Emilio Recabarren, Salvador Allende, Miguel Enríquez, Raúl Pellegrin – son y serán los ejemplos de nuestro comportamiento.
Consideramos al rodriguismo como una actitud de lucha frente a las injusticias sociales y por los cambios revolucionarios, que debemos emular. Durante la dictadura de Pinochet, el accionar del FPMR y de las Milicias Rodriguistas integró para siempre el rodriguismo al vocablo político, sustentado en el símbolo de lo que fue Manuel Rodríguez y en su actitud revolucionaria.
Manuel Rodríguez fue uno de los principales artífices de la victoria de los chilenos sobre los colonizadores españoles. Su actitud, en el contexto de la época, fue la de un revolucionario que impulsó las transformaciones más avanzadas tanto desde el punto de vista político como de la habilidad y audacia para enfrentarse a los realistas, no sólo en el campo de batalla.
Fue actor fundamental y precursor en el forjamiento del luchador popular, de la ética e identidad nacional que se ha ido mostrando a través de la historia de nuestra patria en la lucha del pueblo contra los sectores dominantes.
La teoría del socialismo y comunismo científico junto al rodriguismo -fundamentalmente como ética revolucionaria – y la historia de nuestras luchas, en particular el proceso que culminó en la Unidad Popular, serán la base nuestra organización revolucionaria.
EDITORIAL PORTAL RODRIGUISTA
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