Llegué en La Serena, Chile, directamente desde París, Francia, al principio del 2010, justo el día de la elección de Sebastián Piñera como Presidente de la República. Llegué por casualidad, atraído por una oportunidad profesional y por la aventura de vivir al otro lado del mundo, y me he quedado, por fascinación, intereses profesionales, y […]
Llegué en La Serena, Chile, directamente desde París, Francia, al principio del 2010, justo el día de la elección de Sebastián Piñera como Presidente de la República. Llegué por casualidad, atraído por una oportunidad profesional y por la aventura de vivir al otro lado del mundo, y me he quedado, por fascinación, intereses profesionales, y por los caprichos del destino. Desde ese momento, de manera llamativa, muchas veces me ha tocado, como a muchos extranjeros, contestar a la pregunta: «¿Te gusta Chile?». Al principio, obviamente me encantaba: todo era descubrimiento, yo aprendía otro lenguaje, vivía en uno de los países con los paisajes más estupendos del mundo, entre el Océano Pacífico y la Cordillera de los Andes. Sin embargo, a lo largo de los años, dicha pregunta, repitiéndose, empezó a generar una incomodidad creciente. Una opinión negativa estaba surgiendo en mí.
Lo que sigue no es un estudio. Es el testimonio no exhaustivo, sin filtro y crítico, resultando de más de cuatro años de vivir, viajar, experimentar, analizar en los espacios y la sociedad chilenos. Es la mirada de alguien con una cultura y una experiencia previa, exterior, quien ha ido un poco más allá que disfrutar de su situación cómoda de expatriado. Por eso, lo espero, esta opinión merece ser difundida.
Entonces, ¿me gusta Chile? Sinceramente, la mejor respuesta que puedo dar es la siguiente: este país, que se enorgullece de su situación económica ejemplar en América del Sur, de su crecimiento «a full», como dicen (6 y algo %), del dinamismo de sus industrias extractivas y exportadoras, de «toda la plata que hay», pero donde el 1% con los mayores ingresos concentra más del 30% de los ingresos totales del país y el 0.01% con los mayores ingresos más del 10%, haciendo de Chile uno de los países más desiguales del mundo[1], este país me da pena.
Este país es una estafa. Yo no hablo del «otro Chile», de estos uno por ciento más ricos, viviendo en los «barrios altos», yo hablo de la gran mayoría del país. El costo de la vida en Chile es alto, cerca de, si no superior (especialmente en los dominios de la educación y de la salud) a lo que puede ser en países desarrollados de Europa. Pero Chile no es un país desarrollado; es solamente un país económicamente crecido, donde el poder de comprar y la calidad de vida de la mayoría están desfasados relativamente a los precios. La gente vive en un estrés y una inseguridad financieros permanentes, en la cortapisa del endeudamiento -qué maravillosa invención que estás tarjetas tipo Cencosud para controlar a una población criada en la incitación al consumo-. En los supermercados, el chileno camina lentamente, como obligado, abovedado y echado encima de su carro -¿cómo no ver en esta imagen el símbolo de una forma de represión?- antes de llegar a la caja para pagar sus compras en cuotas. Es solamente un ejemplo, entre otros.
La estafa culmina en todo lo que compone el entorno «público» de la sociedad y el marco de vida de los espacios poblados: educación, salud, transportes, viviendas, ambientes urbanos. La educación, en particular la educación superior, cuyos precios y mercadización, incluso en las universidades tradicionales, son aberrantes, es el primer pilar habiendo empezado a temblar, gracias a una nueva generación aspirando realmente al cambio. Esperemos que los años que siguen lleven a la reforma necesaria que permitirá sacar a estos jóvenes de la tremenda trampa en la cual están metidos (en serio: ¿deber pagar sus estudios hasta su vejez?). Pero aún faltará mucho para reformar. La salud, especialmente en los «supermercados de la medicina» que son los Integramédica, Megasalud, y otras clínicas, es carísima (el récord perteneciendo a la esfera odontológica), y expeditiva y superficial. Como en la educación, es el lucro que domina. La atención médica es cara, los medicamentos también, y el todo es mal reembolsado. Todo el mundo lo dice: en Chile mejor vale tener mucha plata antes de enfermarse, pues la posibilidad de tener un buen seguro depende del nivel de ingreso; ¿cada uno con sus problemas, cierto? He visto personas humildes enfermas de cáncer recurrir a la caridad en sus círculos de amigos y colegas. He visto gente renunciar a ir al médico o a curas necesarias por carencia de sus planes de salud y falta de recursos personales. He experimentado en vivo lo que son las Isapres. Piden e intercambian informaciones que deberían pertenecer al secreto médico para poder rechazar las personas que aparecen demasiado enfermas y entonces costosas. Tienen catálogos de planes de una complejidad increíble, dejando el aspirante afiliado en un estado de confusión que le impide prácticamente hacer su propia elección. Tienen reglas y sistemas de topes para salvarse de varios reembolsos, en particular lo que se relaciona con lo psicológico. Intentan sistemáticamente rechazar las licencias médicas. Tienen convenios con -o más probablemente pertenecen al mismo consorcio que- institutos, laboratorios, cadenas de farmacias, afuera de los cuales los reembolsos bajan a un nivel simbólico, lo que quita al paciente (mejor dicho: el cliente) la libre elección del lugar a dónde ir a curarse o a comprar sus medicamentos. Aquí está el colmo de la estafa. Este sistema supuestamente totalmente liberal está regido por ligas dignas de la Edad Media, que van en contra de los principios mismos del liberalismo -lo que, en el caso del Plan AUGE, se realiza además con la participación del Estado-. Bis repetita -todo el mundo lo dice: en Chile mejor vale tener mucha plata antes de enfermarse-. ¿Pero qué importa?, pues el gran show de la Teletón, mesa delirante celebrando el vals de las grandes marcas condescendientes y benefactoras y de la sacrosanta caridad (pobre y vano parche curita), vendrá a lavar las consciencias al fin del año.
Los ambientes urbanos en su conjunto son bastante lamentables para un país tan avanzado económicamente y donde los precios inmobiliarios son tan altos. Falta de planificación, especulación territorial salvaje y galopante, ausencia de búsqueda estética y de adornos ambientales (hasta llegar a la pura fealdad), segregación, marginalización, en relación con una exageración de la inseguridad apuntando a hacer reinar las barreras y el mercado de la seguridad (¡viva ADT!), mediocridad de los espacios públicos o de los nodos de encuentro social, obsolescencia e ineficacia de los transportes públicos, están entre las principales características del hecho urbano y de su desarrollo reciente. En territorios de expansión urbana, se multiplican los paneles describiendo universos maravillosos donde luego saldrán de tierra a toda velocidad casas de cartón ordinarias apretadas al máximo del posible y replicadas al idéntico sobre hectáreas, bien rentables para los promotores, en un ambiente de hormigón nudo, de rejas, e incluso de alambres de púas. A la mala calidad de los transportes públicos se añade una nítida segregación social de la locomoción, esquemáticamente los pobres en micros, la clase media en colectivos, los más ricos en auto personal. Los planes de circulación llaman por un mejoramiento (el teatro clásico de la congestión veranera de La Serena, armada de unas calles de pueblo para recibir a miles de turistas). Los servicios municipales de limpieza son indigentes, dejando las calles y plazas en la suciedad. ¿Y qué decir, para tomar un ejemplo reciente, de la influencia de la falta de planificación, mantención, equipamientos, acceso al agua en la propagación del incendio de Valparaíso? ¿Qué tal de la gravedad de ese evento si los poderes públicos hubiesen pensado, mucho antes, en diseñar y mejorar para prevenir? Mientras, la municipalidad sigue concentrando sus esfuerzos de renovación en el Cerro Concepción, el sector en mejor estado de la ciudad, y el Estado deja a los voluntarios ocuparse de los sectores devastados en lugar de mandar masivamente al ejército. Sin comentario.
Por otra parte, los espacios de encuentro y mezcla social entristecen. En Chile, el desarrollo de la urbis se ha principalmente traducido a través de la instalación sistemática de malls y de casinos Enjoy, acabamiento de la ordinariez y de la mediocridad urbana, apuntando a aseptizar y normalizar los comportamientos según las normas estadounidenses, y favoreciendo el consumo adictivo, la mala alimentación, y la codicia. ¿Parques atractivos, centros culturales, teatros, mediatecas municipales mantenidas, diversificadas y accesibles para todos, cines promoviendo las producciones latinoamericanas (y no las tonterías estadounidenses seleccionadas por los Cinemarks)…? Salvo en Santiago centro, y en ciudades con un perfil particular como Valparaíso, estamos frente a una carencia tremenda. La ciudad chilena merecería una atención distinta -pero ésta no cuadraría con el modelo-.
En efecto, ahora sé bien (o ya sabía, en parte) el por qué de toda esta situación: el régimen militar, los Chicago Boys, la retirada del rol del Estado de los dominios socioeconómicos, la despolitización de la sociedad, la instalación de un modelo ultraliberal, la creación de un imperio de consorcios dominando el mundo económico, y la prolongación de este esquema al salir de la dictadura, sin ninguna puesta en cuestión del modelo instalado. Chile sigue siendo en sus bases el país diseñado durante sus años de dictadura, un país hecho para un puñado de adinerados. Y un país donde todavía, y en cualquier clase social, se puede escuchar esta frase clásica: «No estoy en favor de la dictadura pero hay que reconocer que Pinochet salvó el país de la cagá dejada por Allende y restableció el orden». ¿Dónde están la historia, la memoria colectiva? ¿Nunca han escuchado hablar de cómo Estados Unidos y la CIA orquestaron todo, con el apoyo de la prensa (digno El Mercurio), gatillando la crisis económica, apoyando al Ejército chileno en derrotar al gobierno de Allende? ¿Nunca han escuchado de Milton Friedman y de cómo él decidió de utilizar Chile como el primer (insisto: el primer) laboratorio donde experimentar macabramente sus teorías económicas? Obviamente que no han escuchado de eso. Pues han sido mantenidos en la ignorancia y el miedo gracias al embrutecimiento eficaz generado por las herramientas de la «dictadura silenciosa»: medios frecuentemente cercanos de la nulidad, difundiendo estupideces de farándula, noticias huecas a base de sucesos (la trilogía sangre, semen y lágrimas), y paginas de «vida social» (patética y emblemática ventana del arribismo chileno); toneladas de azúcar y grasas en la comida chatarra; llamada permanente al consumo tecnológico y adictivo; dosis desmesuradas de fútbol, éste relevando o tomando el lugar de la religión; débil accesibilidad a los medios de saber, en particular a los libros vendidos a precios prohibitivos (una vez más, en serio, ¿cómo puede haber sido mantenido el impuesto sobre los libros inventado por Pinochet?); explotación, por parte de los medios, de los grandes del mercado, y de los políticos, de cada catástrofe natural o industrial con el fin de generar temporalmente un sentimiento de unidad nacional, antes de la vuelta a lo normal, al individualismo y a la desconfianza para su prójimo; o aún, obviamente, olas alcohólicas de patriotismo ciego y amnésico durante los meses de septiembre.
Pero tal vez, en el futuro, la historia tendrá un rol más importante y profundo en la educación y la sociedad, para restituir plenamente la memoria colectiva. Y tal vez, como lo dice la activista Naomi Klein, es, o sería pronto, tiempo para la gente (y no solamente los jóvenes) de «salir y de obligar» el poder a hacer los cambios que harían de Chile un país más justo, más equilibrado, y más lindo.
http://www.elmostrador.cl/opinion/2014/07/06/chile-un-pais-estafa/