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Capitalismo y barbarie

Cien años de la masacre en la Escuela Santa María de Iquique

Fuentes: Rebelión

El 21 de Diciembre de 1907, a las 3 y media de la tarde, el General de Brigada Roberto Silva Renard ordenó disparar contra los huelguistas que habían sido concentrados en la Escuela Domingo Santa María de Iquique, ya que estaba convencido «de que no era posible esperar más sin comprometer el prestigio de las […]

El 21 de Diciembre de 1907, a las 3 y media de la tarde, el General de Brigada Roberto Silva Renard ordenó disparar contra los huelguistas que habían sido concentrados en la Escuela Domingo Santa María de Iquique, ya que estaba convencido «de que no era posible esperar más sin comprometer el prestigio de las autoridades y fuerza pública, y penetrado también de la necesidad de dominar la rebelión antes de que terminara el día», según aparece en el Informe que entregó al intendente de Iquique y en el que se relataba cómo se habían desarrollado los hechos desde algunos días antes. Informe que llegó a la Cámara de Diputados del gobierno de Pedro Montt.

A las descargas siguieron fuego de ametralladoras, persecuciones, golpes y disparos. Siete días después de la larga marcha que llevó a miles de hombres, mujeres y niños desde diferentes zonas salitreras a la ciudad portuaria de Iquique, al norte de Chile, la huelga se terminaba con una masacre ordenada por el poder político institucional, apoyada por los patronos y empresas dueñas de las oficinas salitreras (de capitales, muchas de ellas, ingleses y alemanes) y ejecutada por piquetes del ejército regular de la nación venidos expresamente a Iquique, uno de los cuales se llamaba, paradójicamente, O’Higgins, una de las figuras clave de la independencia del país.

El acontecimiento sucedía tras varias horas de advertencias y órdenes de desalojo que sólo convencieron a dos centenares de huelguistas; el resto se negó a volver a las miserables casuchas en las que vivían, a las condiciones de extrema explotación que venían soportando desde hacía años, a la sumisa aceptación de los castigos que les inflingían los capataces y jefes de las oficinas salitreras. Se negaban a volver a la barbarie. En la Escuela habían coincidido trabajadores y trabajadoras chilenos, bolivianos, peruanos y argentinos. La descripción de los hechos que hicieron testigos presenciales coinciden en señalar el horror que producía la visión de los cuerpos amontonados en las puertas de la Escuela mezclada con «una nube de polvo que levantaban los carreteleros, los sacerdotes que afanosamente bendecían a los moribundos y recibían sus últimos descargos de sus conciencias, y las que hacían los hombres mutilados». Otros hablan del ensañamiento con el que un grupo de lanceros a caballo persiguió a los supervivientes. Los periódicos dieron distintas versiones de los hechos. También responsabilizaron de distinta manera: la izquierda lo consideró un crimen de la burguesía (así lo hacía en un artículo de Enero de 1908 que tituló «La barbarie burguesa en acción» el intelectual y activista Luis Emilio Recabarren). La derecha justificó la violencia armada como respuesta a la violencia social de los huelguistas que se habían levantado «contra las leyes y el derecho».

La línea que divide la interpretación de los hechos es clara. El relato minucioso de esa larga marcha por el desierto puede leerse en el libro que Eduardo Deves publicó en 1997 y que tituló Los que van a morir te saludan. Los cónsules de Inglaterra, de EE.UU. y de Perú ofrecieron también sus versiones. La cifra de muertos oscila entre 200 y 500, sin contar los fallecidos los días posteriores en el Hospital de la Beneficencia. Una lápida con nombre en el cementerio de Iquique y un pequeño y descuidado monumento son hoy, prácticamente, los únicos testimonios de la masacre. La conocemos, como tantos acontecimientos de la historia, por una obra de arte: la Cantata de Santa María de Iquique del compositor chileno Luis Advis, y él -a su vez- por toda una literatura dramática, narrativa y poética que pasó de generación en generación el recuerdo de la historia. El 24 de Diciembre volvió a abrir todo el comercio mayorista de Iquique y volvieron a funcionar las fábricas locales. El orden era total. Pocos se detuvieron, años después, en este acontecimiento. Pocos pensaron sobre su significado.

Recabarren no tuvo dudas en atribuir la masacre a la acción de la burguesía pues, en efecto, hay algo que unifica las tres instancias de poder que fueron responsables de la matanza. No sólo en ésta sino en todas las que fueron produciéndose a lo largo del siglo XX y que hoy han sido prácticamente olvidadas. Y no sólo ocurrieron en Chile. Lo que las unifica es una forma específica de lo político, es decir, de la dominación, la forma específica del poder burgués. La burguesía dominaba en el Parlamento y en las instituciones políticas de Iquique. La burguesía mandaba en el Ejército. La burguesía dominaba los medios de información. La burguesía era dueña de los medios de producción. El monopolio político (es decir, de las condiciones de vida, de producción y de la violencia legitimada) de la clase burguesa era absoluto. En todo el mundo, la clase burguesa ha aplicado sin límites su lógica de dominación que se basa en una estructura concreta de explotación, legitimidad política y control de la violencia armada, además, claro está, de la propia estructura social que generan las relaciones sociales que produce, y que funciona sobre la base del conflicto civil en lugar de sobre la cooperación y el apoyo mutuo.

Lo que ha sucedido en estos cien años ha sido que la unidad de acción de la clase burguesa, visible en los sucesos de Iquique, se ha ampliado (como las empresas amplían capitales, o las corporaciones empresas, o las empresas de distribución locales) hasta más allá de su propia clase. Ha sucedido que la clase burguesa ha incorporado, formal e imaginariamente, a su espacio social a toda una clase media. La ha incorporado a su lógica. No se trata de que la clase media se haya aburguesado, como se decía en los años cincuenta, sino que la clase media se ha conformado sobre el campo de juego impuesto por la burguesía, lo que significa que la clase media considera las condiciones de la burguesía como sus condiciones.

Así pues vemos con sus ojos, escuchamos con sus oídos, hablamos con su boca, de tal manera que destruir a la burguesía, el programa revolucionario de comienzos del siglo XX, significaría hoy destruirnos a nosotros mismos. Si se acepta sin problemas que la riqueza la crean los empresarios, o si nos consideramos nosotros mismos pequeñas empresas independientes, dueños -pues- de nuestros medios de producción, o si nos felicitamos por poder producir más mercancías que otros sin decidir siquiera qué mercancías producimos, entonces ya somos ellos y no nos resultará extraño interpretar lo que sucede en Latinoamérica o África como lo hacen las grandes multinacionales y corporaciones («los intereses de España en Venezuela están amenazados», «las empresas españolas en Chile y Argentina están dando trabajo a la gente», etc.). Además, la burguesía mantiene un equilibrio entre todas las instancias de poder con las que domina, lo que le permite ceder en algunos de ellos a condición de controlar más férreamente los otros. El otro gran efecto ideológico de la burguesía que se ha producido se ha cumplido a pesar de haber sido denunciado desde finales del siglo XIX y comienzos del XX por filósofos y activistas: el de hacerse natural, es decir, desaparecer. El uso del término clase burguesa resulta anticuado, se dice (de la misma manera que Anders anunciaba en los años cincuenta que el ser humano resultaría obsoleto).

La mirada sobre la matanza de 1907 ha resultado ser de la misma naturaleza: las sociedades del capitalismo han convertido hechos como los de Iquique en no historiables, como sucesos lamentables que nos remontan a la noche de los tiempos y que deberíamos dejar allí para siempre, o como historias que no nos sirven para nuestro mundo contemporáneo y mucho menos cuando ocurrieron en otro país. Con la Cantata de Santa María de Iquique ocurre un fenómeno parecido. Sirvió para expresar y unificar la lucha social y política contra la dictadura de Franco, primero, y durante la transición, después, en la búsqueda de una sociedad socialista, comunista o libertaria. Después dejó de escucharse. La burguesía, sin embargo, continúa imponiendo año tras año mitos culturales que atraviesan, según parece, los siglos sin -al parecer- hacerse anticuados: escuchamos sin rubor las glorificaciones de Dios en las cantatas sacras de Bach; o las óperas triunfantes de Mozart, o los versos de una comedia de Lope de Vega, por más que las sociedades que las engendraron no se parezcan en nada a la nuestra. En cambio, la cantata laica de Advis, basada en un suceso real, no ha tenido ningún concierto en nuestros auditorios y salas. Hemos abandonado nuestra historia (también nuestra historia cultural) para amoldarnos a la historia que la burguesía ha considerado aceptable. Discutir la trascendencia o la «sustancia transhistórica» que determinadas obras de arte, de las obras de arte de Bach, Mozart o Lope de Vega, tienen, frente a la obra de Advis, sería otro problema imposible de abordar aquí.

Así pues, ¿qué puede ofrecernos hoy recordar o conocer los sucesos que tuvieron lugar en Iquique? ¿Qué sentido puede tener escuchar hoy la Cantata de Luis Advis? O como el mismo Eduardo Deves se plantea en las primeras páginas de su libro ¿para qué ocuparse hoy de la masacre de 1907? Podríamos respondernos de una manera breve con otra pregunta: ¿para qué les sirvió a los chilenos de 1970 que el compositor Luis Advis escribiera su cantata contando los hechos, y que Quilapayún y Héctor Duvauchelle la grabaran? La respuesta aquí sería clara: la burguesía volvió a unificar su acción desde las tres instancias de poder que domina para acabar, en 1973, con una sociedad en transición al socialismo: el gobierno norteamericano y los políticos derechistas de Chile ordenaron el golpe de Estado y las masacres posteriores, los empresarios chilenos y las multinacionales norteamericanas lo apoyaron y el Ejército lo ejecutó. ¿Podría el Chile de hoy olvidarse de esa (y otras) masacre? ¿Por qué podemos nosotros? Nunca ha sido más urgente y vital la investigación que en el ámbito de la representación emprendió Brecht en los años treinta para producir determinados efectos en el espectador de teatro que le permitieran reconocer lo que había sido ocultado. Y nunca ha sido más importante como hoy prestar atención al hecho de que Brecht sabía que ese efecto debía dividirnos a nosotros, convertirnos en críticos, extrañarnos de nuestros comportamientos vistos sobre el escenario. Brecht escribía, en los años treinta, para el espectador de las sociedades capitalistas que ya empezaban a ver como veía la clase burguesa, a oír como oía la clase burguesa y a hablar como hablaba la clase burguesa. Mientras ese proceso no estuviera terminado era urgente encontrar una forma de pararlo, de contradecirlo, de someterlo a crítica.

Las lecciones que la matanza de obreros, obreras y niños en el Iquique de 1907 puede darnos hoy son bien claras: históricas, señalando las bases (violencia armada, legalidad de la injusticia y distorsión de la información) sobre las que ha sido posible levantar el capitalismo (memoria de la barbarie); políticas, en tanto que los ametrallados allí no estaban unidos por el color de su piel o por su nacionalidad, sino por su condición social; y teórico, puesto que nos recuerda que nada de esto podrá pasar mientras no sea necesario para la invisible clase burguesa (y para nosotros que estamos pegados a ella) aplicar sin límites, hasta donde sea necesario, su lógica de dominación. Las lecciones de la Cantata de Luis Advis son también sencillas: si perdemos nuestra historia, lo que nos constituye realmente, perdemos la posibilidad de actuar en el mundo. «Ustedes que han escuchado la historia que se contó, no sigan allí sentados pensando que ya pasó, no basta solo el recuerdo, el canto no bastará, no basta solo el lamento, miremos la realidad«, decía la canción final de esta cantata. Para eso necesitamos escucharla: para dejar de ser como ellos.