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Ciencia con conciencia. La tercera cultura, un elemento central en la reflexión ecologista de Francisco Fernández Buey

Fuentes: CCCBLAB

Para el profesor, maestro y amigo, que hoy cumpliría 75 años. Resumen: Superar la injustificada separación de los saberes tecnocientíficos y los estudios humanísticos fue una de las preocupaciones centrales de Francisco Fernández Buey, el autor de Utopía e ilusiones naturales. Saber a qué atenerse en un mundo grande, terrible y complejo como el nuestro, […]

Para el profesor, maestro y amigo, que hoy cumpliría 75 años.

Resumen: Superar la injustificada separación de los saberes tecnocientíficos y los estudios humanísticos fue una de las preocupaciones centrales de Francisco Fernández Buey, el autor de Utopía e ilusiones naturales. Saber a qué atenerse en un mundo grande, terrible y complejo como el nuestro, intervenir con conocimiento de causa y desde una perspectiva documentada en asuntos éticos y políticos controvertidos, comprender cabalmente las injusticias de nuestro mundo para enfrentarnos a ellas y superarlas, generar entre todos un concepto fundamentado del buen vivir, nos exige a todos coraje cívico y una cultura incluyente, plural, acogedora, que considere tan esencial la obra de Berger, Goethe, Gamoneda y Marx como la de S. Jay Gould, Darwin, E. Schrödinger y B. Russell.

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Ciencia con conciencia y una conciencia poblada del mejor conocimiento científico-humanístico y artístico disponible, fueron lema y aspiración central del autor de Leyendo de Gramsci, un original ecologista, estudioso, lector e intérprete de la obra de Marx, Guevara, Brecht, Bartolomé de Las Casas, Platónov y Einstein.

Conocer los caminos del infierno para no caer en el desastre. Esta reflexión de Maquiavelo fue nudo central, acentuado con el transcurso de los años, de muchas de las intervenciones filosóficas de Francisco Fernández Buey (1943-2012). Para alejarse de esos senderos de destrucción, injusticia, marginación social, opresión, explotación y muerte en ocasiones, para ubicarse en el terreno del buen vivir personal y colectivo, el conocimiento y la praxis anexa, un conocimiento, amplio, diverso, riguroso, no unilateral, superador de viejas y paralizantes divisiones, fundado en diversos saberes teóricos, preteóricos y artísticos era, y siempre fue en su caso, un elemento clave.

El autor de Poliética nunca fue partidario de una cultura centrada en asuntos, temáticas y métodos científicos que marginara o menospreciera los «estudios humanísticos». Ni tampoco de la clásica consideración del «hombre culto», concebido éste como un erudito estudioso de la literatura, la historia, la filosofía o las artes, sin arista alguna ubicada en saberes tecnocientíficos, menospreciados como meramente técnicos e insustantivos desde una perspectiva humana y humanista.

Si Wittgenstein, Eluard, Joyce, Brecht, Berger o Picasso eran imprescindibles para llegar a ser una persona culta en el siglo XX (o en nuestro siglo) y así poder estar a «la altura de las circunstancias», también lo era conocer, no forzosamente como especialistas o investigadores, la obra de Einstein, Heisenberg, Gould, Feynman o Hilbert por ejemplo. Entre otras disciplinas, la historia de la ciencia podía ser un buen instrumento para acercar esas dos orillas del saber humano, siempre provisional, siempre revisable, en un mismo fluir.

Así, pues, superar la separación e incomunicación de las dos culturas por una tercera, compuesta y partidaria al mismo tiempo del conocimiento científico y del saber histórico-literario-artístico-filosófico, fue uno de los objetivos centrales de las reflexiones y aportaciones de FFB a lo largo de un amplio arco de estudio, conocimiento y trabajo que se inicia en sus artículos juveniles, en sus escritos sobre Heidegger, Fourier, Geymonat, Gramsci y Della Volpe (su tesis doctoral es, precisamente, una contribución a la crítica del marxismo cientificista), y finaliza en la que será su obra póstuma, Para la tercera cultura, una aspiración que se acentuó ciertamente con el transcurso de los años. Sus diversas y ricas aproximaciones a la obra científica, filosófica y política de uno de sus máximos referentes, Albert Einstein, es una ilustración de ello.

Para FFB, el humanista de nuestra época no tiene por qué ser un científico en sentido estricto pero tampoco tiene por qué ser necesariamente la contrafigura del científico natural o «el representante finisecular del espíritu del profeta Jeremías, siempre quejoso ante las potenciales implicaciones negativas de tal o cual descubrimiento científico o de tal o cual innovación tecno-científica». Si se limitaba a ser esa contrafigura, el literato, el filósofo, el intelectual tradicional (el humanista, en suma) tenía todas las de perder. Podía optar por callarse ante los descubrimientos científicos contemporáneos y abstenerse de intervenir en las polémicas públicas sobre las implicaciones de estos descubrimientos. Sólo que entonces, señaló con énfasis, «dejará de ser un contemporáneo».

Consciente de ello, el humanista de nuestra época debía ser también un amigo de la ciencia. Un amigo de la ciencia en un sentido parecido a como lo eran, comentó, «los críticos literarios o artísticos, equilibrados y razonables, de los narradores, de los pintores y de los músicos».

Si se tenía que aspirar a una tercera cultura, a otra cultura, y a una ciencia con conciencia, el éxito de esta aspiración no iba a depender tanto o sólo de la capacidad de propiciar el diálogo entre filósofos, literatos y y científicos «como de la habilidad y precisión de la comunicación científica a la hora de encontrar las metáforas adecuadas para hacer saber al público en general lo que la ciencia ha llegado a saber sobre el universo, la evolución, los genes, la mente humana o las relaciones sociales». Este era el punto, este sigue siendo el punto.

Lo señalado nos obligaba a prestar atención no sólo a la captación de datos y a su elaboración, a la estructura de las teorías y a la lógica deductiva en la formulación de hipótesis, al método de investigación, sino también a la exposición de los resultados, a lo que los antiguos (también Marx) llamaban método de exposición. Lo que nosotros podemos llamar divulgación científica bien meditada, bien hecha.

En su opinión, si se concedía importancia al método de exposición, a la forma de exponer los resultados científicos alcanzados, había que volver la mirada hacia dos de los clásicos que vivieron cabalgando entre la ciencia propiamente dicha y las humanidades, clásicos que dieron mucha importancia a la forma arquitectónica de la exposición de los resultados de la creación y la investigación, Goethe y Marx, dos clásicos también en su obra:.

Que el humanista o el estudiante de humanidades lleguen a ser amigos de las ciencias no dependía sólo de la enseñanza universitaria reglada. Tampoco (en exclusiva) de los planes de estudio que acaben imponiéndose en ella. Tanto como los planes académicos y las reglamentaciones «podría contar la elaboración de un proyecto moral con una noción de racionalidad compartida».

El sapere aude de la Ilustración no era, al fin y al cabo, una mala consigna. Un lema que, eso sí, tenía que complementarse con otro, «surgido de la reconsideración de la idea de progreso y de la autocrítica de la ciencia en el siglo XX, la del ignoramos e ignoraremos, que debía implicar autocontención, conciencia de la limitación», otro de los nudos centrales de la filosofía política y de la ciencia del autor de La ilusión del método (como lo fuera de su maestro Sacristán). Si ignoramos e ignoraremos, si nuestra especie es así gnoseológicamente, lo razonable era pedir tiempo para pasar del saber al hacer, atender al principio de precaución. Lo venía recordando Jorge Riechmann, amigo del autor y coautor junto a él de Redes que dan libertad y de Ni tribunos. Con lo que, en su opinión, podía quedar para el caso: «atrévete a saber porque el saber científico, que es falible, provisional y casi siempre probabilista, cuando no sólo plausible, ayuda en las decisiones que conducen al hacer. Ayuda también a la intervención razonable de los humanistas en las controversias públicas del cambio de siglo».

Al plantearse las posibilidades reales de reencuentro entre una cultura científica y una cultura humanística, FFB creía muy interesante el punto de vista de los científicos representantes de lo que lo que se solía llamar la «autocrítica de la ciencia», el punto de vista expresado por científicos preocupados por el propio saber en este siglo. Desde Ettore Majorana, Leo Szilard, el último Einstein y Bertrand Russell hasta Joseph Rotblat, J.M. Levi Leblond y Toraldo di Francia por ejemplo.

Se podía resumir este punto de vista, en los siguientes términos: la ciencia es ambivalente, y en esta ambivalencia epistemológico-moral está la fundamentación de un concepto trágico del saber: el miedo humano a la muerte, al dolor y al sufrimiento producido por las enfermedades es causa a la vez del miedo al saber (¿qué será de mí?) y del desarrollo histórico de la ciencia. Miedo e hybris «han acompañado, acompañan y acompañarán siempre las actitudes humanas respecto del saber científico: desde la medicina griega hasta la biotecnología actual».

Para tratar de superar los miedos había que partir de dos datos paralelos e inseparables: «la imposibilidad práctica de la renuncia a la ciencia, a la curiosidad incluso exagerada, desmedida, que impulsa la investigación científica» y, a un tiempo, «la inanidad de la crítica unilateral, meramente especulativa, al conocimiento científico (porque no conviene hablar, y menos con petulancia, de lo que no se sabe o de aquello sobre que no se tiene experiencia fundada)». Podía expresarlo con el hermoso decir de un gran filósofo moral también amante de la ciencia. Necesitamos la ciencia precisamente para salvarnos de la ciencia había señalado Bertrand Russell.

En sus Oxford Notebooks, Oscar Wilde señalaba que los antiguos griegos tenían previsiones místicas de casi todas las grandes verdades científicas modernas. En realidad, añadía Wilde, el problema es qué lugar ocupan la imaginación y las emociones en la ciencia, y sobre todo debíamos recordar que el hombre debe usar todas sus facultades en busca de la verdad. En esta era, proseguía, éramos tan inductivos que nuestros hechos están rebasando nuestro conocimiento, había tanta observación, tantos experimentos, tanto análisis… y tan pocas concepciones generales.

Queremos más ideas y menos hechos, reclamaba. Las magníficas generalizaciones de Newton y Harvey no podrían haberse realizado nunca, conjeturaba, en esta edad moderna donde nuestra mirada se dirigía, básicamente, a la tierra y a lo particular.

Einstein, Heisenberg y tantos otros matizarían-desmentirían pocos años después lo que el gran escritor británico sostuvo en estas consideraciones. No, en cambio, en un punto básico: la importancia de aunar facultades, prácticas y saberes en la búsqueda, siempre inacabada, siempre en marcha, siempre construyéndose, de la verdad, entendida ésta como instrumento de emancipación, no como medio para una mayor eficacia (económica y política) en el dominio y en la opresión de los más desfavorecidos, los condenados de la tierra, los «de abajo» solía decir el autor de Marx (sin ismos). Y, por supuesto, una verdad práxica que nos ayude a combatir in fieri el ecosucidio, la creciente e irresponsable destrucción de un mundo justo y habitable (y de nuestros mismoss deseos para conseguirlo) por los descreadores de la tierra y sus pobladores.

 

Fuente: http://lab.cccb.org/es/ciencia-con-consciencia-por-una-cultura-plural/