(…) Aunque no fuesen las armas las que matan, sino el que las empuña, no sería, en todo caso, sin que la imagen presente o sólo mental de una pistola le haya estando gritando a voces noche y día tal vez durante días y días, meses o años «¡Mata, mata!», acaso hasta añadiendo. […]
(…) Aunque no fuesen las armas las que matan, sino el que las empuña, no sería, en todo caso, sin que la imagen presente o sólo mental de una pistola le haya estando gritando a voces noche y día tal vez durante días y días, meses o años «¡Mata, mata!», acaso hasta añadiendo. «¡Demuéstrales quién eres»!.
Rafael Sánchez Ferlosio, La hija de la guerra y la madre de la patria, p.176.-
¿No sabían ya Espartaco y los suyos, esclavos, de esa otra forma de barbarie, no germánica, ni africana, ni judía, sino romana, que se manifestó trágicamente en el panem et circenses satirizado por Juvenal?
Francisco Fernández Buey, La barbarie: de ellos y de los nuestros, p.56
En coherencia con la prudencia y sana incredulidad sofisticada que suele acompañar al viejo escepticismo, algún escéptico destacado de nuestra post(pre)-modernidad ha solicitado pruebas del brindis con champán del presidente estadounidense Truman al recibir noticias del, digamos escandalizados, exitoso lanzamiento de la bomba atómica en Hiroshima.
Es muy probable que esta petición escéptica nunca pueda satisfacerse plenamente: ¿acaso puede existir algún tipo de pruebas que pudiera resultar concluyente?. Empero la afirmación no parece fruto de una imaginación febril y malintencionada. Dean Acheson, miembro del gobierno de Truman, explicaba en el New York Times de 11 de octubre de 1969 que una vez acompañó a Oppenheimer a la oficina de Truman, mientras «Oppie se retorcía las manos exclamando ‘Tengo manchadas las manos de sangre'». Proseguía el ex-secretario de Estado su relato indicando que, algo más tarde, Truman le había ordenado con voz enérgica que no le volviera a traer jamás «a ese maldito cretino». «No es él [Oppenheimer] quien lanzó la bomba. Fui yo. Estos lloriqueos me ponen enfermo» (1). El tono, las palabras, la desmesura del comentario apuntan a que la conjetura nada inocente sobre el probable entusiasmo de Truman, tras una de las más tremendas manifestaciones de la barbarie de la primera mitad del XX, no sea un asunto descabellado. El caso de Richard Feynman, premio Nobel de Física en 1965, junto con Julian Schwinger y Sin-Itiro Tomonaga, y, sin duda, unos de la grandes científicos del siglo, puede ayudar también a situarnos. Poco después de doctorarse en la Universidad de Princeton, bajo la supervisión de John A. Wheeler, se unió en Los Álamos, a partir de 1943, al equipo de J. Robert Oppenheimer -posterior portada del Time, con la indicación «Riesgo para la seguridad nacional». El mismo Feynman, entrevistado en 1981 para el programa BBC Horizon, reflexionaba sobre su participación en el proyecto Manhattan en los siguientes términos:
«La razón original para poner en marcha el proyecto, que era que los alemanes constituirían un peligro, me involucró en un proceso que trataba de desarrollar este primer sistema en Princeton y luego en Los Álamos; que trataba de hacer que la bomba funcionase […] Y una vez que uno ha decidido hacer un proyecto como éste, sigue trabajando para conseguir el éxito. Pero lo que yo hice -diría que de forma inmoral- fue olvidar la razón por la que dije que iba a hacerlo; y así, cuando la derrota de Alemania acabó con el motivo original, no se me pasó por la cabeza nada de esto, que este cambio significaba que tenía que reconsiderar si iba a continuar en ella. Simplemente no lo pensé (2).»
Y al reflexionar sobre el 6 de agosto de 1945, el día en que la bomba arrasó Hiroshima y sus pobladores, Feynman añadía:
«La única reacción que recuerdo -quizá yo estaba cegado por mi propia reacción- fue una euforia y una excitación muy grandes. Había fiestas y gente que bebía para celebrarlo. Era un contraste tremendamente interesante; lo que estaba pasando en Los Álamos y lo que al mismo tiempo pasaba en Hiroshima. Yo estaba envuelto en esta juerga, bebiendo también y tocando borracho un tambor sentado en el capó de un jeep; tocando el tambor con excitación mientras recorríamos Los Álamos al mismo tiempo que había gente muriendo y luchando en Hiroshima.»
Si Feynman, con el filtro del recuerdo y del hablar en primera persona, nos da esa visión de lo sucedido, parece muy plausible que Truman brindara y no sólo con champán. Por ello, es altamente razonable la tesis de fondo que acompaña al trabajo de Subirats sobre «Violencia y civilización» (El Viejo Topo, pp.45-55): la civilización, nuestra civilización, parece anunciar y significar la negación y control de la violencia bajo cualquiera de sus formas, pero, al mismo tiempo, esa misma violencia ha definido hasta ahora, una y otra vez, reiteradamente, el propio progreso de la civilización. De ello, obviamente, no puede inferirse inexorabilidad alguna para el futuro a no ser que defendamos una filosofía de la historia transhistórica, obsoleta e injustificadamente estática: el haber sido violentos no nos condena a serlo siempre.
De hecho, como Fernández Buey ha señalado (3), el concepto antagónico de barbarie surgió en Atenas en el -V, como resultado de un discurso de superioridad, cuando la ciudad-Estado ateniense se había convertido en una potencia imperial y necesitaba ideológicamente oponer la civilización griega a la barbarie escita. El concepto fue una invención de intelectuales metropolitanos como Esquilo o Eurípides y no surgió en el interior de dos pueblos distintos que, pese a sus diferencias, conviven en un mismo territorio. Fue pues una categoría ideológica cuya finalidad era diferenciarse con superioridad de los otros, distinguir entre los miembros de la sociedad a la que uno pertenecía (libre, civilizada, con orden y mesura) y «el otro», los otros hombres (súbditos de un poder despótico, primitivos, descontrolados, crueles), entre la humanidad propiamente dicha y aquellos otros hombres incapaces de aspirar «a la virtud y a la felicidad, que son los fines racionales del hombre, entero, completo». De ahí la importancia de otros usos y de otra forma de entender la contraposición entre barbarie y civilización. Cuando Rosa Luxemburg anunciaba la disyuntiva de aquella hora, y de muchas otras, con su «socialismo o barbarie», estaba pensando en una barbarie, en una desorden cruel, originado por fuerzas y sectores sociales no ajenos, sino propios, internos a nuestra propia «civilización». El huevo de la serpiente crecía ostentosamente en nuestro propio vientre. La bestia tenía nuestro propio rostro.
Estando pues de acuerdo con algunas de las posiciones centrales del artículo de Subirats, me gustaría señalar algunas discrepancias laterales y, especialmente, algunos matices sobre el papel y valoración del conocimiento científico y de sus historia y de las propias actitudes de algunos destacados científicos, empezando por el que, seguramente, no fue sólo uno de los grandes investigadores de nuestro breve siglo sino uno de sus filósofos morales más destacados.
1. Paisaje antes y después de la batalla: el papel de Einstein
«Szilard y Einstein diseñaron el concepto científico, político e industrial de la bomba atómica, en la famosa carta al presidente Roosevelt, como un auténtico proyecto civilizatorio de signo liberal. De acuerdo con su proyecto pionero, la bomba A debería acabar, en primer lugar, con las atrocidades del régimen nazi. Einstein vinculó explícitamente la creación de la bomba atómica con el Holocausto judío. Frente al totalitarismo genocida, el holocausto nuclear estaba llamado a implantar un sistema mundial democrático con arreglo a valores pacifistas…» (p.51)
«Pero lo nuevo en el holocausto nuclear era asimismo su capacidad científicamente concebida por Einstein y técnicamente formulada por Hahn, Meitner y Bohr, entre otros, de generar altas concentraciones de energía a través de la desintegración nuclear de la materia…» (p. 53).
Fue Alexander Sachs, consejero de la Lehman Corporation, quien sugirió a Leo Szilard, prominente físico húngaro, la conveniencia de una carta de Einstein dirigida al presidente Roosevelt donde diera cuenta de la posibilidad de una reacción nuclear en cadena, cuestión de la que Szilard había hablado a Einstein apenas un año antes. Edward Teller, el futuro «padre» de la bomba de hidrógeno, y el mismo Szilard visitaron a Einstein en 1939, en su lugar de vacaciones en Peconic. Ambos discutieron con él el contenido de la misiva que fue escrita, tal vez no sólo por Einstein, el 2 de agosto de 1939 y que Sachs hizo llegar a Roosevelt en octubre de ese mismo año.
En este conocido texto (4), el físico de Ulm señalaba que «puede ser posible establecer una reacción nuclear en cadena en una gran masa de uranio, mediante la cual se generarían bastas cantidades de energía y grandes cantidades de nuevos elementos del estilo del radio. Parece ahora casi seguro que esto podría conseguirse en un futuro inmediato». Indicaba Einstein a continuación que este nuevo fenómeno podría conducir también a la construcción de bombas y que era concebible, aunque mucho menos seguro, que de esta manera se pudieran construir un nuevo tipo de bombas extremadamente poderosas. Por ello, apuntaba que «acaso Vd. pueda considerar aconsejable que exista algún contacto permanente entre la Administración y el grupo de físicos que trabajan en reacciones en cadena en Estados Unidos». Tal tarea, sugería Einstein, podía confiarse a una persona de la confianza de la presidencia y su misión consistiría en mantener informados a los departamentos gubernamentales y prestar recomendaciones para acciones de gobierno, y, por otra parte, acelerar el trabajo experimental proveyendo nuevos fondos.
Einstein manifiesta finalmente el motivo central de su preocupación: «Entiendo que Alemania ha detenido en la actualidad la venta de uranio de las minas checoeslovacas de las que se ha tomado tomado control. El que haya adoptado esta acción tan pronto puede acaso ser entendida en base a que el hijo del subsecretario de Estado alemán, von Weizsäcker, está asociado al Instituto Kaiser-Wilhelm de Berlín en donde de están repitiendo algunos de los trabajos estadounidenses sobre el uranio».
Tenía pues Einstein sus razones. Otto Hahn y Lis Meitner, militantes del partido nacionalsocialista, habían descubierto en su laboratorio Kaiser Wilhelm Institut la desintegración del uranio. Por otra parte, Philipp Lenard (premio Nobel de Física en 1905), al igual que Johannes Stark (premio Nobel de Física en 1919), ya habían teorizado -con el beneplácito entusiasta de Alfred Rosenberg- sobre una física alemana centrada en el concepto de energía y que exaltaba nuevamente la ciencia «aria», como ya hiciera en su obra anterior de 1929 Grandes sabios (Grosse Naturforscher).
Años más tarde, el 20 de septiembre de 1952, Einstein publicó -seguramente a petición de la revista japonesa Kaizo (5)- un artículo titulado «Para la abolición del peligro de guerra», en el que explicaba en los términos siguientes su vinculación con el proyecto Manhattan:
«Mi participación en la construcción de la bomba atómica se limitó a un único hecho: firmé la carta dirigida a presidente Roosevelt. En ella el énfasis se ponía en la necesidad de preparar experimentos para estudiar la posibilidad de realizar una bomba atómica.
«Era consciente del horrendo peligro que la realización de ese intento representaría para la humanidad. Pero la probabilidad de que los alemanes estuvieran trabajando en lo mismo me empujó a dar ese paso.
«No me quedó otra salida, aunque siempre he sido un pacifista convencido. Matar en la guerra no es en mi opinión mejor que un asesinato vulgar […]
«Hoy no tiene sentido protestar contra los armamentos. Solo puede ayudarnos la abolición radical de las guerras y del peligro de guerra. Para esto debemos trabajar, ésta debe ser nuestra inquebrantable inquietud: luchar contra el origen del mal y no contra sus efectos…»
Finalmente, no habría que condenar al olvido que en términos parecidos se expresaba Einstein en el manifiesto que lleva su nombre y el de Bertrand Russell y que fue firmado por grandes científicos de la época como Max Born, P.E. Bridgman, L. Infeld, J.F. Joliot-Curie, Linus Pauling , C.F. Powell y Hideki Yukawa. En este manifiesto Russell-Einstein (6) se sostiene:
«Aunque un acuerdo para renunciar a las armas nucleares, como parte de una reducción general de armamentos no permitiría una solución definitiva, serviría en cambio para ciertos importantes propósitos […] Se extiende frente a nosotros, si así lo elegimos, un continuo progreso en la felicidad, el conocimiento y la sabiduría. ¿Debemos, en lugar de ello, elegir la muerte, porque no podemos olvidar nuestras disputas?».
2. Sentido y sensibilidad
«Pero la bomba atómica ha significado algo más que una defección de los científicos de la humanidad, o una traición de la administración militar e industrial a los científicos. Y es algo más que el paradigma de una ciencia dotada de objetos letales. La industria nuclear y las estrategias militares atómicas son, al mismo tiempo, la culminación de un modelo científico originado en la epistemología de Bacon (la llamada Instauratio Magna) y la física de Newton. Ambos representan el apogeo, y al mismo tiempo, la liquidación de los ideales humanistas ligados al concepto moderno de ciencia desde Galileo a los autores de la Encyclopédie» (p. 51)
Merton señaló los cuatro valores que, en su opinión, definían la actividad de las comunidades científicas: universalidad, comunidad de los conocimientos, escepticismo organizado y desinterés. Manuel Sacristán, en su «Karl Marx como sociólogo de la ciencia» (7), sin duda uno de los artículos más documentados escrito nunca por germanista hispánico alguno, ya apuntaba que la creciente militarización de la ciencia, con su consecuente secretismo, estaba reduciendo el segundo de estos principios a mera hipocresía. No es el único peligro. Riechmann nos ha brindado recientemente un ejemplo del efecto «del creciente dominio del poder empresarial sobre la economía, el comercio y sobre el sistema I+D» (8): la revisión de 166 estudios sobre los efectos del edulcorante artificial aspartamo en el terreno de la seguridad alimentaria halló que todos los estudios financiados por la industria (74 en total) declaraban su total inocuidad mientras que el 92% de las investigaciones independientes detectaban algún tipo de reacción negativa.
Consiguientemente, podemos añadir al secretismo la creciente perspectiva sesgada e interesada que afecta a muchas investigaciones, e incluso, como algunos sociólogos de la ciencia han apuntado, a un incoherente divorcio entre lo dicho y anunciado metodológicamente y lo admitido y practicado de hecho en muchos e importantes laboratorios científicos, amén de engaños, plagios o falsas pruebas.
La situación actual, con los peligros de la creciente desorganización de la relación entre nuestra especie y su entono natural, vínculo fuertemente mediado por saberes y haceres tecnocientíficos, ha originado, como también apuntara Sacristán (9), un renacimiento de concepciones que pueden agruparse bajo la denominación de «filosofías románticas de la ciencia», englobando aquí a corrientes emparentadas con tesis del segundo Heidegger y con la literatura «contracultural» de los años sesenta y posteriores, y que, seguramente, tienen en algunas reflexiones epistemológicas de Nietzsche, autor al que Subirats cita con neto, admirado y algo exagerado entusiasmo «Exactamente como anunció Nietzsche…», p.55), una fuente primigenia. El mismo Heidegger, el que fuera rector de la Universidad de Friburgo en las delicadas fechas de 1934, lo había dicho en forma no menos enérgica: previamente a que explotara la bomba atómica, el Ser ya había sido liquidado por la cosificación de la ciencia contemporánea, ya que ésta no trata realmente del Ser sino tan sólo de los entes a los que considera siempre a su entera disposición. El edificio construido por el saber científico no es, no ha sido, ni puede ser un hábitat esencial para la humanidad.
Aun apreciando las emociones que suelen subyacer en la crítica de estas corrientes y aun reconociendo el valor de algunos de sus análisis y descripciones, hay que rechazar, pensamos con Sacristán, su menosprecio, casi generalizado, por el mero conocimiento operativo e instrumental. Al mismo tiempo, no representan una línea adecuada para salir del espeso y peligroso bosque en el que nos encontramos inmersos, entre otras razones, por el peligro de «impostura intelectual» que en ocasiones les afecta: disertan y sentencian sobre el conocimiento positivo hablando de asuntos que no son, normalmente, la práctica científica realmente existente.
Sacristán apuntaba además un paralogismo que afectaba a estas concepciones dañando su correcta comprensión de la situación: suelen confundir los planos de la bondad o maldad práctica con los de la corrección o incorrección epistemológica, pero es precisamente la peligrosidad práctica de la tecnociencia contemporánea, señalada oportunamente por Subirats, la que está relacionada con su bondad epistemológica. La maldad social, política de la bomba atómica, la tragedia que significa tu probada operatividad, es netamente dependiente de la calidad gnoseológica, de los saberes físicos que a ella subyacen. Si los físicos atómicos, si Fermi, Born, Teller u Oppenheimer, hubieran sido unos simples ideólogos obnubilados que tan sólo fueran capaces de pensar falaz y prepotentemente, no nos encontaríamos hoy ante situaciones tan abismales, tan de límite, como los que pueden representar las armas nucleares o la energía atómica, por no hablar de las grandes esperanzas pero también de los grandes peligros que rodean a las nuevas biotecnologías.
Más aún, en el supuesto no admitido de que existiera un saber cognitivamente superior al conocimiento científico, como estas corrientes parecen defender, el peligro no sólo no se anularía sino que se incrementaría. Recordando la versión kantiana del mito del Génesis acerca del árbol de la ciencia, Sacristán insistía en que era, precisamente, el buen conocimiento el que era peligroso moral, prácticamente, y, con toda probabilidad, tanto más amenazador cuanto mejor fuera epistémicamente. Las concepciones criticadas pueden caer en las heladas aguas de la falacia naturalista: si la bondad o calidad teórica no lleva inexorablemente implícita ninguna bondad práctica -el saber teórico nos nos hace siempre mejores-, la maldad moral no lleva adherida inexorablemente la invalidez teórica -el horror de Hiroshima y Nagasaki no señala desconocimiento de las leyes de la materia. Todo lo contrario.
La situación parece netamente dependiente del carácter operacionalista de la ciencia moderna, del estrecho hermanamiento, cuando no identificación, entre la aventura (supuestamente desinteresada) de la ciencia y la empresa (interesada) de la técnica. Pero no parece razonable una solución en negro que defendiera, sin más matices, una desvinculación de ambas y una consideración del ideal científico con helénica mirada contemplativa y separado drásticamente del ámbito tecnológico. No sólo, aunque también, por lo que esta renuncia pudiera tener de irreal, sino porque la práctica tecnológica es una parte imprescindible del avance científico ya que esa práctica era la que da, en última instancia, intimidad al conocer. Sacristán, en línea con aquellos esperanzados versos de Hölderlin que a él le gustaba repetir («De donde nace el peligro/ allí nace la salvación también»), lo expresaba hermosamente en una de sus notas de 1979: «La intención es buena y fundada: es la tendencia a restaurar la contemplación y preservar el ser, la naturaleza. Pero hay que saber que no puede uno ponerse a contemplar por debajo de la fuerza de sus ojos, y que el arte de acariciar no puede basarse sino en la misma técnica que posibilita la tiranía de violar y destruir». Por eso nos parece una aparente paradoja poco clarificadora, una forma de decir poco ilustrativa, la que Subirats usa al aceptar las interpretaciones de Bauman y de Heim y Aly sobre Auschwitz: «Ambos ponen de manifiesto la irracionalidad constitutiva de la racionalidad moderna» (p.54).
Finalmente, según la mayor parte de los historiadores de la ciencia, al contrario de lo que apunta Subirats, no parece decisiva, o no es única como mínimo, la influencia metodológica de Bacon en el transcurrir de aquélla. Por otra parte, parece que Subirats defiende dos líneas enfrentadas en las consideraciones epistemológicas de los pioneros de la nueva ciencia: los ideales humanistas, ligados a la categoría de ciencia moderna, defendidos por Galileo y los enciclopedistas, frente a un modelo vencedor, deshumanizado, que tiene a Bacon y a Newton como máximos representantes. Sinceramente, no logramos ver nada que puede fundamentar esta disyunción excluyente y sin duda notablemente original en la historiografía científica.
3. Todo lo sólido se desvanece en el aire (10)
«En la nueva física de la desintegración de la materia se pone de manifiesto más bien una dimensión profunda de angustia. Un concepto de angustia filosóficamente más consistente que el formulado por Heidegger y Sartre precisamente porque no ignoraban sus premisas epistemológicas ligadas a la investigación científica y la ingeniería, ni el real panorama político y militar en el que se originaba» (p.52)
«La reducción del principio mítico de la materia a los cuantos numéricos de energía es la es la fórmula lógica que describe una eliminación potencialmente indefinida de la vida del planeta a través de la contaminación nuclear. La desmaterialización, la volatización de lo material y su transformación en fenómenos de luz y energía son asimismo metáforas que describen la producción mediática de lo real como espectáculo y realidad virtual» (p.54).
«Cuanto» significa «porción discreta», «cantidad». En el mundo macroscópico estamos normalmente acostumbrados a que las propiedades de un objeto (tamaño, peso, color, temperatura, movimiento) sean todas ellas cualidades que puedan variar de modo continuo y suave, de un objeto a otro o de un instante a otro en el mismo objeto. Si una entidad tiene determinada temperatura, cualquier otro valor posible resulta admisible. La situación es algo diferente a escala menor. Las propiedades de las partículas subatómicas -su movimiento, su energía o su espín, por ejemplo- no siempre presentan variaciones suaves, sino que difieren en cantidades discretas, no de forma continua.
Sin embargo, una de las propiedades básicas de la que suele llamarse mecánica clásica es que las propiedades de la materia varían de modo continuo. Al descubrir que esa afirmación era falsa a escala microscópica, los físicos tuvieron que desarrollar un sistema de mecánica completamente nuevo: la teoría cuántica es la conjetura científica que subyace a la nueva mecánica cuántica. Si se tiene en cuenta el reiterado éxito de la mecánica clásica en la descripción de toda clase objetos (bolas de billar, estrellas), así como sus sorprendentes predicciones (la existencia de Neptuno, por ejemplo), no es incomprensible que su sustitución por un nuevo sistema teórico fuese considerado como neta ruptura o, en términos kuhnianos, como una verdadera revolución científica, como un auténtico e inusual cambio de paradigma.
Los físicos probaron la validez de la nueva teoría mediante la explicación de un amplio rango de fenómenos que de otro modo no serían comprensibles. Actualmente, la cuántica es usualmente presentada como la teoría científica más exitosa jamás creada o inventada por científico alguno. Un ejemplo. Cuenta Feynman11 que Paul Dirac, utilizando la relatividad einsteiniana, había elaborado una teoría del electrón que no tenía totalmente en cuenta todos los efectos de su interacción con la luz. Su teoría establecía que el electrón tenía un momento magnético que medido en determinadas unidades era exactamente igual a la unidad. Algo más tarde se descubrió que el valor exacto era próximo a 1,00118, con una incertidumbre de alrededor de 3 en el último dígito. Se esperaba que la nueva teoría de la electrodinámica cuántica (QED) predijera un resultado ajustado. Cuando se calculó inicialmente, la QED predijo un resultado infinito, lo cual era obviamente incorrecto experimentalmente. La cuestión fue solucionada en 1948 por Feynman, Schwinger y Tomonaga. El valor teórico aproximado del momento magnético era de 1,00116, lo suficientemente próximo al valor experimental para pensar que se estaba en el camino acertado. La QED fue ganando en precisión. Los nuevos experimentos habían dado para el número de Dirac el valor de 1,00115965521 (11 decimales), con incertidumbre de 4 en el último dígito. La teoría, a principios de los ochenta, situaba este valor en 1,00115965246 (con incertidumbre, como mucho, cinco veces superior). Feynman explicaba la exactitud conseguida de forma muy gráfica: si se midiese la distancia de Los Ángeles a Nueva York con semejante precisión su valor diferiría del correcto en el espesor de un cabello humano.
La teoría cuántica tuvo sus orígenes (vacilantes) en 1900 con la publicación de un artículo por Max Planck, que había dirigido su atención a lo que era entonces un problema no resuelto en la física del siglo XIX: la distribución entre diversas longitudes de onda de la energía radiada por un cuerpo caliente. Bajo ciertas condiciones ideales, la energía se distribuye de un modo característico que Planck demostró que podía ser explicado suponiendo que la radiación electromagnética fuera emitida por los cuerpos no de forma continua sino en paquetes discretos a los que llamó «quanta». En 1905, Einstein estimuló la hipótesis de Planck explicando de forma satisfactoria el efecto fotoeléctrico que consiste en la extracción de electrones de la superficie de un metal mediante energía luminosa. Para explicar el modo particular en que esto sucede, Einstein se vio forzado a considerar el haz luminoso como un chorro de partículas (posteriormente llamadas fotones), en contra de la concepción ondulatoria establecida por Maxwell y que había sido «probada» por Thomas Young en 1891 con el experimento «de la doble rendija».
En 1913, Bohr propuso extender la hipótesis de Planck: los elementos atómicos están también «cuantizados», es decir, podían permanecer en ciertos niveles fijos sin perder energía. Cuando los electrones saltan de un nivel orbital a otro, se absorbe o emite energía electromagnética en cantidades discretas, no continuas -estos paquetes energéticos son los fotones. Empero, la razón por la que los electrones atómicos tenían de comportarse de modo discontinuo no fue puesta de manifiesto sino algo más tarde, cuando se descubrió (Davisson, De Broglie) la naturaleza ondulatoria de la materia. Hacia la mitad de la década de 1920, un nuevo tipo de mecánica -la cuántica- había sido desarrollada independientemente por Erwin Schrödinger y Werner Heisenberg para tener en cuenta esa dualidad onda-partícula a propósito de la luz.
Bohr señaló, como decisiva prueba cognitiva, que quien no se mostrara asombrado ante la teoría cuántica no la había comprendido realmente. Una fuerte sensación de asombro y perplejidad se hizo eco entre sus contemporáneos en la década de los 20 cuando sus consecuencias empezaron a conocerse completamente. La nueva teoría cuántica no sólo ha desafiado a la física clásica sino que también ha transformado radicalmente el punto de vista de la comunidad científica sobre la relación de la humanidad con el mundo. En la discutida interpretación de la teoría defendida por Bohr, la existencia del llamado mundo «externo» no es algo que goce de independencia propia, sino que está ligada de forma inexorable a nuestras percepciones. Hermosas ironías de la historia de la ciencia, Einstein quien, como dijimos, había desempeñado un papel significativo en el desarrollo temprano de la cuántica, se convirtió posteriormente en su crítico más destacado. Hasta su fallecimiento estuvo convencido de que la formulación de la teoría carecía de un ingrediente esencial y que, sin él, nuestra descripción de la materia a escala atómica permanecía incierta y era, por lo tanto, incompleta. Dios, decía Einstein, no jugaba a los dados.
Más allá de posibles interpretaciones metafóricas, todo ello, la nueva concepción de la materia, la equivalencia masa-energía, la carácter no absoluto del valor de la masa de los cuerpos, no implica desmaterialización alguna de la masa y los entes ni vemos que pueda provocar mayor o menor angustia existencial (o esencial), aunque es indudable que nos aleja, como no podía ser de otra forma, de la vieja y respetable concepción presocrática de los átomos indivisibles y corpóreos. Se trata, insistimos, de una profunda teoría científica, reiteradamente corroborada, cuya interpretación filosófica da a algunos bazas para defender, contra el realismo óntico, el viejo idealismo y, por otra parte, tiende falazmente a favorecer el relativismo epistémico.
Sea como sea, el materialista temperado (12) que cree en el clásico y prudente inmanentismo, que piensa que no conseguimos nada, más bien perdemos casi todo, apelando a desconocidos e infalibles seres extracósmicos para explicar fenómenos mundanos, que moralmente no es nada partidario de la historia ni la acción de las varias instituciones eclesiásticas, que no cree fácilmente en la equivalencia de todo tipo de aproximaciones a la realidad social y natural, que entiende que en el campo de la historia humana los asuntos económicos han sido y son básicos para la comprensión de muchos acontecimientos, que no establece fronteras ónticas y morales insuperables entre la especie humana y otras especies vivientes cercanas, ese materialista temperado, ilustrado o postilustrado, pero no postmodernizado, puede permanecer críticamente tranquilo: la mecánica cuántica no refuta, no falsa, no lanza al cuarto de lo trasnochado, su revisable posición filosófico-moral.
4. Sobre la metodología y la mitología
«El papel civilizador y ordenador de la violencia puede reconstruirse asimismo a partir de la propia estructura epistemológica del conocimiento científico industrial. Bacon vinculó el progreso tecnocientífico a la expansión colonial de comercio y la industria europeos. La nueva constitución inductiva y productiva de las ciencias, resultante de esta integración al mismo tiempo epistemológica e industrial, asumía la disolución de los vínculos sociales y éticos, y la destrucción de las memorias históricas de las civilizaciones y pueblos colonizados como su condición científica y político-económica. La famosa crítica de los idolos de Bacon formulada en un lenguaje científico aquella misma estrategia destructiva de tradiciones y conocimientos heredados que, sólo un siglo antes, habían esgrimido fieramente tanto los misioneros de la Iglesia cristiana como los conquistadores y bandeirantes ibéricos» (p.48).
En History of Inductive Science (1840), Whilliam Whewell presentaba a Bacon no sólo como uno de los fundadores sino como el supremo legislador de la moderna república de las ciencias: «si tenemos que elegir a un filósofo como el héroe de la revolución del método científico, Francis Bacon ocupa, fuera de toda duda, el puesto de honor». Pocos años después, Justus von Liebig, en F. Bacon von Verulam und die Methode der Naturforschung (1863) lo presentaba como pura exterioridad, incapaz de humildad, como combatiente quijotesco contra una escolástica ya destruida por Leonardo y Paracelso y cuya reflexión metodológica «ignoraba o no estaba en condiciones de entender la esencia y los fines de la investigación sobre la naturaleza…su proceso de pensamiento y su inducción son falsos e inaplicables en la ciencia natural».
El conflicto no se ha resuelto sino que tal vez se haya agrabado a lo largo del siglo XX. Los varios popperianismos (Agassi, Lakatos, el mismo Popper) han denunciado la ficción total de la propuesta inductiva baconiana y su ilusoria y falaz tendencia a liberar la mente de cualquier tesis preestablecida y convertirla en una imposible e indeseable tabula rasa. Empero, para algunos destacados frankfurtianos, Bacon es más bien la otra cara de la moneda: el símbolo de lo que ha ciencia fue y ha sido hasta el momento, pero que, salvo peligro manifiesto de abismo y horror, no debería seguir siendo.
Subirats es, creemos, deudor de esta aproximación de Adorno y Horkheimer que puede ser resumida del modo siguiente: 1. En la concepción baconiana, la ciencia es un tipo de conocimiento que coincide con el dominio ilimitado de una naturaleza «desencantada». 2. Un saber que es poder y que no conoce freno al avasallamiento tecnocientífico del mundo y de sus criaturas ni límites en la docilidad con que sirve a los Señores de la guerra que descrean la Naturaleza. 3. Toda la ciencia moderna, en la línea del Heidegger de Sendas perdidas, es indistinguible de la técnica. 4. El entusiasmo tecnocientificista del Barón de Verulamio es, además, base y causa de la mercantilización de la cultura y con ello la sociedad moderna ha alcanzado la más destructiva alienación y el más alto conformismo, con la consiguiente destrucción de los valores esenciales de la especie.
Rossi (13) ha señalado algunos de los puntos más discutibles de esta interpretación. Así, Adorno y Horkheimer señalan en la Dialéctica de la Ilustración que «La infecunda felicidad del conocimiento es lasciva para Bacon al igual que para Lutero.No importa esa satisfacción que los hombres llaman verdad, sino la operation, el procedimiento eficaz» (p.13,15), mientras que Bacon, por ejemplo, finaliza el aforismo CXXIV de la 2ª parte del Novum Organum sosteniendo más bien la idea contraria: «(…) Por tanto, las cosas, tal y como realmente son en sí mismas, ofrecen conjuntamente (en este género) la verdad y la utilidad; y las operaciones mismas han de ser estimadas más por su calidad de prendas de verdad que por las comodidades que procuran a la vida (14)».
Por otra parte, no se trata aquí de discutir la discutida interpretación popperiana de los idola como deseo imposible y paralizador de una mente científica desposeída de toda idea, pero sí de valorar la aproximación de Subirats a esta teoría como formulación científica (sic.) del deseo colonizador destructivo de las memorias históricas y de las cosmovisiones de otros pueblos colonizados y esquilmados. Ignoramos si algún conquistador-evangelizador hispánico o anglosajón ha citado en alguna ocasión algún paso de la Instauratio Magna sobre los idola, que en el aforismo XXXVIII Bacon los presenta del siguiente modo:
«Los ídolos y falsas nociones que han ocupado ya el entendimiento humano y han arraigado profundamente en él no sólo asedian las mentes humanas haciendo difícil el acceso a la verdad, sino que incluso en el caso de que se diera y concediera el acceso, esos ídolos saldrán de nuevo al encuentro y causarán molestias en la misma restauración de las ciencias a no ser que los hombres, prevenidos contra ellos, se defiendan en la medida de lo posible».
Obsérvese que Bacon habla aquí de las falsas nociones que han ocupado, sin distinción de etnias o civilizaciones, al entendimiento humano. Las consabidas cuatro clases de ídolos tampoco parecen apuntar a ninguna ideología de superioridad colonial. Las idola de la tribu están fundados «en la misma naturaleza humana y en la misma tribu o raza humana». Los idola de la caverna son «los ídolos del hombre individual», de todo hombre individualmente considerado. Los ídolos del Foro surgen del «acuerdo y de la asociación del género humano entre sí» y apuntan a la extraordinaria violencia que el lenguaje ejerce sobre el entendimiento perturbándolo todo y «llevando a los hombres -a todos los hombres- a innumerables e inanes controversias y ficciones». La última clase de idola, los del Teatro, apunta a las falsas nociones que inmigraron a los ánimos humanos desde «los diferentes dogmas de las filosofías y también a partir de las perversas leyes de las demostraciones». En opinión de Bacon, todas las filosofías -sin exclusión- que se han inventado «son fábulas compuestas y representadas en las cuales se forjaron mundos ficticios y teatrales». Y todas estas nociones extraviadas, de las que el entendimiento humano debería ponerse en guardia, no sólo afectaban a las filosofías generales, sino también a «muchos principios y axiomas de las ciencias, los cuales se impusieron por tradición, por credulidad y por negligencia».
Aún más, como Sacristán señaló en una recordada conferencia sobre política socialista de la ciencia en 1979 (15), el Bacon de La Nueva Atlántida había señalado la existencia de dos clases de experimentos, los fructíferos y los lucíferos, «con un gracioso chiste teológico-satánico». Los primeros, proseguía el Lord Canciller, no importaban mucho una vez se habían superado las necesidades elementales de la humanidad, umbral del que seguimos estando netamente alejados. Los segundos, los lucíferos, eran en cambio los decisivos. No por su utilidad o por afán de poder o dominio sobre el mundo y sus pobladores, sino porque nos traían, porque arrojaban luz -como su misma denominación señalaba-, aunque como tales no sirvieran para nada, aunque fueran perfecta y productivamente inútiles, aunque no fueran fructíferos. Por ello, en la misma Atlántida, el terrorífico, calumniado e irrestricto tecnoentusiasta Bacon argüía que todo programa de investigación debería ser controlado por todos los miembros de la comunidad científica, por todos los «sabios» ya que toda investigación podía ser para mal. Dicho todo ello en el mismo instante del nacimiento de lo que en muchas ocasiones ha sido denominado, con evidente imprecisión, como destino ciego y cegador del ser o como ilimitada cosificación de todo lo viviente o, acaso, de todo lo existente.
5. Del tecnoentusiasmo y la tecnofobia al principio de precaución
No se trata pues de negar todas las razones éticas, estéticas e incluso epistémicas que están detrás de la posición de Subirats. No es la técnica ni la ciencia en sí mismas consideradas forzosos instrumentos de avance y de liberación, no hay duda de que detrás de muchos progresos hay netos regresos, es muy plausible que toda adoración ciega a la tecnociencia esconda o manifieste una docilidad acrítica frente al poder y los poderes, es hirientemente verdadero que gran parte de los símbolos de la civilización postmoderna tardocapitalista son fetiches alienantes que esconde miseria y destrucción, es absolutamente necesario una nueva mesura ética en las aplicaciones y desarrollos técnicos que pase por la prudente y aristotélica aceptación del principio de precaución, es sin duda deleznable el miserable uso y la banalización irresponsable de la violencia en productos mediáticos, espectáculos que, como apunta Subirats, tienden a «eliminar la violencia del campo de nuestra experiencia sin tener que removerla de nuestra realidad cotidiana y existencial», es condenable sin matices, como han argüido Singer, y entre nosotros, Mosterín y Riechmann, una ética del especeísmo que pase por un trato cruelmente humano, demasiado humano, al resto de especies vivientes, próximas o lejanas, es irresponsable por suicida la relación de soberbia, exagerada de la especie con la naturaleza a la que Subirats refiere de forma innecesariamente teológica («la transformación de Gea, la madre tierra, el principio sagrado de la fertilización y la creación…» (p.53), en fin, no hay duda, como Subirats sostiene, que la destrucción nuclear de Hiroshima y Nagasaki no ha sido inicio de una paz universal, pero no creemos que aclaremos la situación y el papel que en ella desempeñan la ciencia y la tecnología, afirmando, como sostiene Subirats, que «nuestra civilización es violenta en cuanto a sus premisas epistemológicas» o que «el papel civilizador y ordenador de la violencia puede reconstruirse asimismo a partir de la propia estructura epistemológica del conocimiento científicoindustrial «.
Una de los campos de combate y de lucha cultural más necesitados de intervención es, probablemente, el ámbito de las ciencias y sus instituciones. La pasividad que en él puede diagnosticarse es, probablemente, índice de una realidad mucho más global: la derrota, la supeditación cultural de las fuerzas de emancipación frente a la intensa contrarrevolución conservadora que vivimos en estas últimas décadas.
Pero también aquí hay antecedentes y no toda la tradición merece ser arrojada a la papelera de los archivos inútiles. Einstein murió el 17 de abril de 1955. Mucho antes, en un discurso pronunciado en el Instituto de Tecnología (¡de Tecnología!) de California en 1937, ya había apuntado dónde estaba el meollo del asunto transmitiendo este consejo a sus compañeros de la comunidad científica (16):
«La preocupación por el hombre y su futuro debe constituir siempre la base principal de todos los esfuerzos técnicos, la preocupación por los grandes problemas de la organización del trabajo y la distribución de los bienes que están aún por resolver, a fin de que las creaciones de nuestra mente sean una bendición y no una maldición para la humanidad. No olvidéis nunca esto en medio de vuestros diagramas y ecuaciones».
¿ Acaso nos empuja esta declaración a la práctica de una racionalidad unilateral, sesgadamente tecnocrática, insensible al sufrimiento, moralmente neutral, insidiosamente destructora?
Notas
(1) Jean Jacques Salomon, Ciencia y política. México, Siglo XXI 1977, p. 208, nota 27.
(2) Richard P. Feynman, El placer de descubrir. Barcelona, Crítica 2000, pp.20-21
(3) Francisco Fernández Buey, La barbarie. De ellos y de los nuestros. Barcelona, Paidós 1995, cap.2.
(4) Existe una traducción completa al castellano en José Manuel Sánchez Ron, El poder de la ciencia. Madrid, Alianza editorial 1992, pp.324-325.
(5) Albert Einstein, Mi visión del mundo. Barcelona, Tusquets 1981, p.62. Edición de Carl Seelig.
(6) Puede verse la traducción completa al castellano del manifiesto Russell-Einstein en: Joseph Rotblat (ed), Los científicos, la carrera armamentística y el desarme. Barcelona, Ediciones del Serbal 1984, pp. 373-376.
(7) Manuel Sacristán, «Karl Marx como sociólogo de la ciencia», mientras tanto núm.16-17, 1983, pp. 10-11.
(8) Jorge Riechmann, Qué son los alimentos transgénicos. Barcelona, RBA Libros 2002, pp.62-65.
(9) Manuel Sacristán, «Sobre los problemas presentemente percibidos…», en: Papeles de filosofía. Panfletos y materiales II. Barcelona, Icaria 1984, pp. 454-455.
(10) Hemos seguido en este punto P.C.W Davies y J.R. Brown, El espíritu del átomo. Una discusión sobre los misterios de la física cuántica. Madrid, Alianza 1986 y Otto Frisch, De la fisión del átomo a la bomba de hidrógeno. Madrid, Alianza 1979.
(11) Richard Feynman, Electrodinámica cuántica. Madrid, Alianza Universidad, 1988, pp.20.21.
(12) El adjetivo se lo debemos a Francisco Fernández Buey.
(13) Paolo Rossi, Las arañas y las hormigas. Una apología de la historia de la ciencia. Barcelona Crítica 1990, pp.89-110.
(14) Francis Bacon, La gran restauración. Madrid, Alianza editorial 1985, p.178. Traducción, presentación y notas de Miguel A. Granada.
(15) Manuel Sacristán, «Reflexión sobre una política socialista de la ciencia», realitat núm 24, año 1991, p.10.
(16) Brian Easlea, La liberación social y los objetivos de la ciencia. Madrid, Siglo XXI 1977, p.467.