La coyuntura colombiana actual se encuentra atravesada por múltiples tensiones que revelan no sólo la fragilidad del orden político y social, sino también las contradicciones de un progresismo atrapado entre las promesas de cambio y las murallas de un régimen blindado frente a cualquier transformación de fondo. El país habita un tiempo extraño donde confluyen, en apariencia irreconciliable, un gobierno nacido con la expectativa de inaugurar un nuevo ciclo político y abrir fisuras en el modelo neoliberal, junto con una derecha que ha sabido reposicionarse gracias a su habilidad para apropiarse del malestar social, transformándolo en un discurso antisistema que, paradójicamente, refuerza el mismo orden desigual que dice combatir. Entre estas dos fuerzas se dibuja un núcleo profundo de confrontación que no se juega únicamente en las instituciones, sino en los territorios, porque allí se condensan las tensiones históricas entre acumulación y despojo, entre resistencia y represión, entre autonomía comunitaria y control estatal.
La lucha política en Colombia no puede ser entendida como una disputa reducida a correlaciones parlamentarias o a la simple aritmética electoral, porque el terreno donde realmente se define la posibilidad de transformación está compuesto por sentidos, territorios y horizontes de vida. Las cinco tesis que aquí se presentan buscan ofrecer un mapa de lectura de esta compleja coyuntura, pero no como un conjunto de afirmaciones cerradas, sino como hipótesis abiertas que se mueven en diálogo con los límites del progresismo, con las fisuras de la llamada Paz Total, con el resurgir de un militarismo que encuentra legitimidad en los discursos de orden y seguridad, y con las prácticas de autonomía que se niegan a ser absorbidas por la cooptación o la fragmentación. Estas tesis son: El progresismo en el espejo del régimen, La rebeldía convertida en simulacro, El territorio bajo la sombra de la guerra, Resistencias que anuncian otro comienzo y La cultura como umbral de la transformación.
El progresismo en el espejo del régimen
Desde los años noventa, con la apertura económica y las políticas de ajuste, el neoliberalismo se instaló en Colombia no solamente como un conjunto de medidas técnicas o reformas puntuales, sino como un régimen de vida integral que se infiltró en los hábitos cotidianos y en la sensibilidad de los sujetos. No se trató de una racionalidad confinada a la economía, sino de una lógica que impregnó la vida entera, normalizando la precariedad laboral, expandiendo la informalidad y mercantilizando aquello que alguna vez se pensó como derecho. En este escenario, el acceso a los servicios básicos quedó atado a la capacidad de consumo y lo público se subordinó a la esfera privada como si fuera natural que lo común se transformara en mercancía.
Los programas de ajuste no solo precarizaron las condiciones materiales de vida, también debilitaron la arquitectura institucional, al subordinar la política económica a dinámicas externas y a organismos internacionales. En ese proceso, lo público perdió su condición de bien común para ser redefinido como un espacio regulado por las leyes del mercado. Y más allá de sus efectos económicos, el neoliberalismo instaló una subjetividad particular, la del individuo-empresario, obligado a competir para sobrevivir, que debe reinventarse en medio de la incertidumbre y asumir como virtud lo que en realidad es una imposición.
El ideal del emprendimiento, erigido como modelo ciudadano, atravesó el lenguaje, la educación y los medios, legitimando la desigualdad y fragmentando los vínculos colectivos. En esa lógica, el fracaso se presenta como responsabilidad individual, nunca como consecuencia de un orden estructural que distribuye el éxito y la miseria. Lo neoliberal se convirtió así en una forma de dominación que excede lo económico y penetra la vida emocional, así, la ansiedad, la depresión o el consumo compulsivo no son solo síntomas individuales, son la expresión íntima de un malestar social organizado en torno a la incertidumbre permanente.
En medio de esta realidad, el progresismo emergió con un lenguaje de justicia social, reconocimiento y defensa de lo común. Sin embargo, en la práctica se configuró como un espacio ambiguo, más centrado en administrar que en transformar. En lugar de interrogar las raíces del modelo, optó por programas asistenciales y focalizados que, aunque alivian carencias inmediatas, no alteran las estructuras de acumulación. Con ello, lejos de impulsar procesos de autonomía, tendió a integrar a los sectores populares dentro de la institucionalidad, desmovilizándolos en nombre de una inclusión que nunca cuestionó los cimientos de la desigualdad.
De este modo, el progresismo quedó atrapado en un laberinto, concede en lo superficial mientras conserva lo fundamental. Sus discursos sobre transición energética, democratización o justicia social fueron pronto neutralizados por compromisos con la lógica extractiva y con los intereses económicos más consolidados. Las organizaciones sociales que lo alimentaron en su ascenso fueron absorbidas en dinámicas institucionales y electorales, debilitando su capacidad de acción autónoma. El impulso inicial de cambio terminó entonces convertido en un entramado de contradicciones que limita toda confrontación con el neoliberalismo.
Más que un proyecto alternativo, el progresismo ha funcionado en ocasiones como un espacio de disidencia simbólica. Sus banderas generan la apariencia de ruptura, pero no alteran las estructuras de poder. Es un relato que viste de transformación lo que, en el fondo, permanece sometido a las reglas del régimen neoliberal. Así, la hegemonía se sostiene no solo en la fuerza de las élites, sino también en la cooptación del progresismo, que lejos de abrir horizontes nuevos, reproduce lo que dice combatir.
La rebeldía convertida en simulacro
La derecha ha encontrado en el malestar social un terreno fértil para consolidar su hegemonía, no mediante un proyecto coherente ni con un programa sólido, sino a través de la apropiación de la indignación. Ha aprendido a moldear el desencanto en una narrativa antisistema dirigida contra enemigos fácilmente identificables: la corrupción estatal, la supuesta ineficiencia de lo público, o la figura deformada de un adversario político presentado como amenaza radical. Esa estrategia le permite aparecer como voz auténtica del pueblo, construyendo una ilusión de cercanía que le otorga legitimidad. Sin embargo, detrás de esa máscara de rebeldía, no se cuestionan las estructuras económicas y sociales que alimentan el malestar, sino que se las preserva cuidadosamente.
La rebeldía instrumentalizada consiste precisamente en capitalizar la energía de la inconformidad para garantizar la continuidad de un orden neoliberal que es, al mismo tiempo, la fuente de la insatisfacción. Este fenómeno no puede entenderse solo como habilidad mediática o astucia comunicativa de la derecha. Es también resultado de la incapacidad del progresismo para elaborar narrativas emancipadoras sólidas y creíbles. Su discurso de transformación, construido en torno a la justicia social, la reconciliación y el cambio, se vio atrapado en contradicciones insalvables. Mientras proclamaba la superación de la guerra y la necesidad de sembrar paz, en la práctica recurría a militarizaciones, a esquemas de seguridad tradicionales y a la represión de la protesta. La distancia entre lo enunciado y lo hecho produjo desencanto, debilitando la confianza en la promesa progresista.
Esa incoherencia abrió un vacío simbólico. Allí donde un movimiento no logra sostener la coherencia entre palabra y acción, el campo de la representación queda disponible para ser ocupado por otro. La derecha se instaló en ese espacio, transformando el descontento en materia prima de su hegemonía cultural. La indignación que pudo haber sido semilla de emancipación se convirtió en oposición conservadora, reforzando la continuidad del orden.
Lo que está en juego, entonces, no es únicamente una pugna electoral, sino la lucha por la hegemonía en el terreno de las narrativas colectivas. Allí donde el progresismo fracasa en articular un relato capaz de despertar afectos y comunidad, la derecha ocupa el lugar de la rebeldía, aunque solo administre la desigualdad. El poder, en última instancia, se sostiene en la capacidad de definir los marcos simbólicos desde los cuales los sujetos interpretan su realidad.
El fracaso progresista no es únicamente un problema de gestión, sino de imaginación política. Cuando la promesa de cambio se erosiona en la práctica, la derecha consolida su rebeldía instrumentalizada, presentándose como voz del pueblo mientras ata a las mayorías a un orden que perpetúa su subordinación. El desafío no se reduce a ganar elecciones, consiste en elaborar narrativas emancipadoras coherentes, capaces de movilizar afectos, sostener la unidad entre palabra y acción, y abrir un horizonte de transformación real.
El territorio bajo la sombra de la guerra
La disputa por el territorio es una de las expresiones más persistentes y profundas del conflicto contemporáneo en Colombia. No se trata únicamente de quién posee o controla la tierra, sino de qué significados, qué formas de vida y qué horizontes se juegan en ella. Por un lado, se afirma un modelo extractivo que reduce el territorio a depósito de recursos sometidos a cadenas globales de valor. Por otro, resisten comunidades campesinas, indígenas y afrodescendientes que lo entienden como lugar de reproducción material y simbólica, como espacio de autonomía y memoria. En esa confrontación se encuentran dos modos irreconciliables de habitar el mundo.
El Estado, en lugar de reconocer esa diversidad, ha desplegado un discurso de paz que se traduce en militarización. Bajo el argumento de llevar seguridad y presencia institucional, se ha justificado la expansión armada en zonas estratégicas. Sin embargo, lo que realmente emerge son crisis humanitarias, desplazamientos, señalamientos, estigmatización y ruptura de los tejidos comunitarios. La paz se convierte así en un significante vacío, usado para legitimar el control territorial en beneficio del modelo extractivo.
Esta vaciedad también se refleja en las políticas implementadas, pues estás son fragmentarias, improvisadas, incapaces de transformar las raíces del conflicto. Se multiplican las negociaciones parciales mientras persisten las prácticas represivas. La violencia no disminuye, se reproduce bajo nuevas formas, y la confianza en el Estado se erosiona aún más.
La disputa territorial no es solo económica, expresa con nitidez la tensión entre militarización y autonomía. En lugares como el Cauca, a pesar de la violencia y el estigma, las comunidades han desarrollado formas de gobernanza propias que cuestionan la lógica estatal y afirman la posibilidad de organizar la vida desde otras coordenadas. Lo que desde el establecimiento hoy se empeñan en llamar secuestro, no es más que una expresión de una conciencia que se sabe abandonada y ultrajada, no es más que un sentimiento de autodeterminación sobre cómo se debe vivir en sus territorios.
El progresismo ha mostrado sus límites al no lograr articularse con esas experiencias autónomas. En lugar de reconocerlas como interlocutoras legítimas y potenciarlas como fundamento de una paz transformadora, ha tendido a reproducir las lógicas heredadas de control al reducirlas a simples masas de campesinos que son intimidados y coaccionados por grupos insurgentes. Queda atrapado entre un reformismo que promete cambios parciales y una lógica estatal que prioriza la dominación. Este desfase debilita su credibilidad y muestra que mientras la disputa territorial no se asuma como corazón de la democratización, la política oscilará entre el discurso de paz y la práctica de guerra.
En última instancia, lo que está en juego es el modelo mismo de país. Uno que profundiza la militarización al servicio de intereses globales de acumulación, u otro que abraza la autonomía y la dignidad construida desde abajo por comunidades que defienden el territorio como lugar de vida y no como recurso explotable.
Resistencias que anuncian otro comienzo
En medio de la hegemonía neoliberal y la militarización, las resistencias comunitarias no pueden reducirse a defensas fragmentarias. Son experiencias de construcción política que desafían las lógicas dominantes y anuncian otros órdenes posibles. Los planes de vida indígenas, las guardias campesinas, los consejos comunitarios afrodescendientes, las economías solidarias, todas ellas son prácticas que no solo resisten, sino que ensayan embriones de sociedades alternativas. En esas prácticas, la democracia directa sustituye a la representación delegada, el cuidado colectivo reemplaza al individualismo y la redistribución solidaria enfrenta las dinámicas del despojo.
Estas resistencias han demostrado capacidad de articularse y proyectarse en escenarios nacionales. Movilizaciones como las de 2021 mostraron que los tejidos comunitarios pueden cuestionar no solo medidas coyunturales, sino el modelo mismo de desarrollo. En esa articulación entre lo local y lo nacional reside su potencial para convertirse en gérmenes de un bloque histórico alternativo, capaz de reorganizar el sentido de país desde abajo.
Pero ese potencial enfrenta riesgos. Por un lado, la cooptación institucional que busca neutralizar su fuerza, transformando proyectos radicales en reformas administrables. Por otro, el aislamiento autonomista que, aunque necesario para la protección, puede limitar la incidencia política. El desafío es encontrar un equilibrio que permita sostener la autonomía sin caer en el encierro, articular la diversidad sin diluirla en la institucionalidad.
La construcción de un bloque histórico alternativo no puede reducirse a la suma de demandas dispersas, requiere un proyecto integral que elabore una nueva hegemonía popular, un marco ético y simbólico capaz de organizar el sentido común en torno a la dignidad, la justicia y la vida. Solo si estas resistencias logran articularse manteniendo su raíz comunitaria podrán convertirse en base de un nuevo pacto social.
La cultura como umbral de la transformación
La política colombiana no puede entenderse únicamente como juego de intereses materiales o de correlaciones institucionales. En gran medida se define en el terreno cultural y simbólico, donde se configuran las percepciones colectivas sobre lo justo y lo posible. La derecha ha consolidado allí su hegemonía, moldeando un sentido común fundado en el miedo a la inseguridad y en la estigmatización de quienes se organizan. A través de esa construcción simbólica, cualquier intento redistributivo aparece como amenaza y toda demanda de justicia es presentada como riesgo para la estabilidad. Así, la desigualdad se naturaliza y amplios sectores terminan identificándose con un orden que los margina.
El progresismo llegó con la expectativa de inaugurar un horizonte distinto, pero quedó atrapado en contradicciones discursivas y prácticas. Su propuesta de paz, que pudo haber sido eje de una nueva narrativa cultural, se fragmentó en improvisaciones que no lograron convertirse en horizonte compartido. Su discurso careció de fuerza simbólica para interpelar emociones colectivas, limitándose muchas veces a políticas técnicas o a gestiones inmediatas. La falta de relato transformador lo dejó vulnerable ante la ofensiva cultural de la derecha.
En contraste, las resistencias territoriales han producido experiencias culturales significativas, aunque invisibilizadas. Sus símbolos de solidaridad intergeneracional, de cuidado y defensa autónoma de los territorios expresan valores alternativos al individualismo neoliberal. Sin embargo, el reto es convertir esas experiencias en narrativas que interpelen a toda la sociedad y no solo a quienes las protagonizan. Mientras permanezcan localizadas, su potencia simbólica no alcanzará a configurar un nuevo sentido común nacional.
La batalla cultural no puede reducirse a la confrontación mediática ni a las redes sociales. Atraviesa la educación, la memoria histórica, las artes, las prácticas cotidianas. Allí se decide si valores como la solidaridad y la justicia pueden convertirse en referentes compartidos o permanecer como expresiones minoritarias.
La construcción de cualquier proyecto transformador requiere consenso cultural. Ningún cambio podrá sostenerse sin un nuevo sentido común que legitime la transformación. La batalla cultural es condición indispensable porque solo cuando la justicia y la autonomía sean parte de la vida cotidiana, la transformación será posible.
Estas cinco claves delinean un mapa crítico de la coyuntura colombiana. El neoliberalismo se sostiene por su capacidad de adaptarse y por la reproducción que ejerce incluso a través de un progresismo atrapado en el laberinto del régimen. La derecha ha capitalizado el malestar social mediante una rebeldía instrumentalizada, mientras el progresismo revela la fragilidad de sus narrativas emancipadoras. La disputa territorial, marcada por la militarización y la fragmentación de la paz total, constituye el núcleo del conflicto contemporáneo. Las resistencias comunitarias se consolidan como gérmenes de un bloque histórico alternativo. Y la batalla cultural aparece como condición indispensable para toda transformación, porque sin un nuevo sentido común ninguna conquista será duradera.
El horizonte de cambio dependerá de la capacidad de articular estas dimensiones en un proyecto común que combine reformas sin cooptación, resistencias sin aislamiento y batallas culturales capaces de instalar nuevos marcos de legitimidad. Solo de ese modo será posible superar el laberinto del régimen y abrir caminos hacia un país distinto, donde la autonomía popular deje de ser apenas resistencia y se convierta en fundamento de una nueva hegemonía.
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