En la primera comisión de verificación ‘Abracemos el Catatumbo’, se documentaron casos de violaciones a los derechos humanos y se escucharon los testimonios de las comunidades confinadas. Estas son las historias registradas en un viaje por las entrañas del Catatumbo.
El pueblo del Catatumbo jamás olvidará los fatales acontecimientos del jueves 16 de enero de 2025. Ese día el Ejército de Liberación Nacional, ELN, activó una poderosa ofensiva militar en contra del Frente 33 de las disidencias de las Farc, acción armada que no solo derivó en una grave crisis humanitaria, sino que también obligó al Gobierno nacional a decretar el estado de conmoción interior en la región.
Las recientes cifras publicadas por la Gobernación de Norte de Santander dejan en evidencia la magnitud de la tragedia. En total se contabilizan 71 asesinatos, de los cuales seis casos responden a firmantes del Acuerdo de Paz y tres casos a líderes sociales de la región; nueve personas desaparecidas; 2.610 personas en alojamiento temporal; casi 55 mil desplazados; y alrededor de 24 mil personas confinadas.
A dos meses de la crisis, VOZ viajó a la región y acompañó del 3 al 6 de marzo a la primera comisión de verificación ‘Abracemos el Catatumbo’, donde más de 30 organizaciones sociales y varios funcionarios de instituciones del Gobierno nacional y departamental recorrieron la cabecera municipal de Tibú, el kilómetro 25, el ETCR Caño Indio, el corregimiento de La Gabarra y el sector conocido como Caño Negro.
Esta comisión pudo documentar varios casos de violaciones a los derechos humanos por parte de los actores armados, así como también logró escuchar los testimonios de las comunidades que hoy se encuentran confinadas. Estas son las historias registradas en un viaje de cinco días por las entrañas del Catatumbo.

Primer día: El destierro
Un día antes de iniciar el recorrido, en un hotel de Cúcuta nos recibió el dirigente campesino Pablo Téllez, de la Asociación por la Unidad Campesina del Catatumbo, Asuncat, una de las organizaciones sociales más golpeadas por la ofensiva militar del ELN.
Oriundo de San Calixto y con 63 años de edad, don Pablo es reconocido en la región por su larga trayectoria en la lucha campesina. Sus orígenes políticos se remontan al movimiento Frente Popular, organización con la que participó en el famoso paro del nororiente de 1988.
En 1996 fue electo como concejal en El Tarra por la Unión Patriótica y después se convirtió en uno de los principales líderes de las marchas cocaleras de 1998. Esta movilización logró el Plan de Desarrollo y Paz para el Catatumbo, primer acuerdo en la región para resolver el tema de los cultivos de coca, pero que no logró desarrollarse por la entrada del paramilitarismo el 29 de mayo de 1999. Como casi que todos los testimonios registrados, don Pablo se considera un sobreviviente de esa época.
Téllez mantiene intactos los recuerdos del paro de 2013, movilización de por lo menos 30 mil campesinos cocaleros que paralizaron a Ocaña y Tibú. Aunque inicialmente defendió el Acuerdo de Paz firmado en 2016, posteriormente se convirtió en un crítico por cuenta de los permanentes incumplimientos al campesinado catatumbero. En 2021, junto a varios de sus compañeros, fundó Asuncat.
Hoy su historia es el relato vivo de un sobreviviente del 16 de enero.

“Yo me encontraba en una capacitación en Tibú. Aunque terminamos el día 15, no alcance a llegar a mi casa en El Tarra. Me quedé en la noche por Campo Seis. Al otro día, salgo en la moto y a la altura del caserío Filo Gringo, me encuentro con el primer retén del ELN. En la vereda 77, me vuelven a parar y me preguntan si soy de Asuncat. El comandante que me retiene no era de la región. Como no me reconocen, me vuelven a dejar libre.
“Llegué a la vereda el 92 y ahí me encontré con un muchacho conocido. Me dijo que arriba había un retén de los elenos y que lo comandaba alguien de la región. En ese momento me dio mucho miedo, dejé la moto en un corte de coca y me boté al monte. Llegué a donde un conocido que no me pudo esconder. Y ahí me tocó estar hasta el 19 de enero”.
Internado en la montaña, Téllez logró algo de señal en su celular y coordinó con un compañero, quien recogió la moto y la llevó al sector de Puente Rojo, lugar del encuentro. Para llegar allí, don Pablo tuvo que atravesar ríos y caminar varios kilómetros entre los cultivos de coca y algunos potreros ganaderos.
Como distintas organizaciones defensoras de los derechos humanos habían activado su búsqueda, don Pablo Téllez se dirigió a la base militar La Esperanza en El Tarra. Llegó el 19 y el 20 fue trasladado en un helicóptero hacia Cúcuta. “Estaba tullido y sin poder pararme. Pero fue la única manera de que no me mataran”, dice.
Téllez está seguro que la ofensiva militar del ELN tenía el objetivo de eliminar el trabajo político de Asuncat: “Van siete personas del proceso asesinadas, una parte de la dirigencia desterrada y mucha gente confinada. Los elenos no perdonaron nuestro apoyo al actual proceso de paz con las Farc, la militancia en la UP y el trabajo desarrollado con los comités de reforma agraria”.
“Yo soy del Catatumbo, he luchado aquí toda mi vida. Queremos volver, pero necesitamos garantías porque hoy nos encontramos desterrados”, comenta con nostalgia. Sin embargo, al despedirse lanza una puya: “En esa comisión humanitaria faltamos nosotros, que no se le olvide”.
Segundo día: El silencio
Quizás la peor carretera entre una capital de departamento y una ciudad intermedia, sea la que conecta a Cúcuta con Tibú. Por cerca de cuatro horas de viaje, entre huecos y zonas destapadas, se divisa el paisaje catatumbero, una combinación de las hermosas flores amarillas del cañaguate, el monocultivo de la palma africana, el centenario tubo de petróleo y la pobreza de la gente.
En la cabecera municipal de Tibú todo parece normal. La comisión llegó a la espera de escuchar testimonios, pero dominó el silencio de la gente. “Es evidente el temor que tienen las comunidades, las víctimas y la población civil en hablar del tema. Mucha gente ya ha retornado al territorio, pero sigue siendo una grave crisis humanitaria que requiere de una respuesta institucional más adecuada”, expresa Walter Uribe, miembro del equipo jurídico de la Fundación Progresar.
La siguiente parada fue en el kilómetro 25 de la vía Tibú – La Gabarra. Según algunos relatos, en este lugar fue “donde más se echaron plomo el 16 de enero”. Con la llegada de la comisión, el salón comunal del centro poblado se fue atiborrando de gente. Aunque se activó una metodología anónima para recibir denuncias y atender algunas peticiones, la mayoría de la comunidad del 25 prefirió otra vez el silencio.

“En medio de toda la zozobra y la situación tensa que se pueda vivir, uno siente que la gente del Catatumbo sigue guardando las esperanzas en que esto pueda cambiar”, comenta monseñor Israel Bravo, obispo de Tibú e integrante de la comisión.
Para el representante de la iglesia católica, la compleja situación en el Catatumbo es un largo acumulado de conflictos sin resolver: “La siembra del cultivo de la coca, lo que llaman el pategrillo (extracción ilegal de combustible, que se usa también para el procesamiento de la coca), la cultura de la ilegalidad y el abandono del Estado, todo esto configura una especie de caldo de cultivo que le permite a la violencia desarrollarse porque es favorable para el accionar de los actores armados”.
Por eso su mensaje al ELN y al Frente 33 es contundente: “Es necesario que bajemos las armas, que volvamos a dialogar y que se respete a la población civil. Es incoherente que digan que luchan por el pueblo para después matarlo”.
Tercer día: Caño Indio
El anfitrión en Caño Indio es Flaminio Díaz, firmante del Acuerdo de Paz y habitante del ETCR ‘El Negro Eliécer Gaitán’. Su verdadero nombre es Álvaro Velandia y tiene 66 años, de los cuales 35 años fueron en las filas de las antiguas Farc, donde también fue fundador del Frente 33.
“Por acá yo no tengo familia. Mi familia es el Catatumbo”, dice con modestia. Mientras cuenta la historia de su largo recorrido como guerrillero, se muestra orgulloso por conocerse la región y de tener un amplio reconocimiento en las comunidades.
Sobre el actual conflicto, Flaminio no duda en indicar que era algo inminente: “En las organizaciones armadas ya no hay entendimiento político e ideológico. No se tiene una visión de respeto sobre las comunidades porque todo termina siendo impuesto”.
Reconoce que en las dos guerrillas hay mucha gente, sobre todo juventud. Pero cita una frase de Manuel Marulanda: “quien no arma la cabeza, no arma los pies. Por eso es inconcebible que dos organizaciones que se hacen llamar revolucionarias, estén en esta guerra tan absurda”.

Recuerda Flaminio, que una vez comenzó esta nueva escalada de violencia en el Catatumbo, se reunieron con toda la comunidad: “Nosotros tomamos la decisión de quedarnos, porque no tenemos compromisos ni con los unos ni con los otros. Es verdad, como firmantes estamos adoloridos, pero no arrepentidos. Entonces, el mensaje a las dos guerrillas es que dialoguen, pero también que respeten la vida de la población civil y de quienes le apostamos a la paz en el territorio”.
Aunque Flaminio Díaz se muestra tranquilo, la grave denuncia que recibe la comisión es que el ETCR se encuentra en riesgo y que puede ser trasladado.
Para ‘Chavela’ Pabón, integrante de la Asociación Campesina del Catatumbo, Ascamcat, y habitante de la vereda Caño Indio, lo anterior sería otro fracaso de la paz en el Catatumbo: “Hace ocho años y medio llegaron los firmantes. La comunidad estuvo allí ayudando para que todo se diera. Este proceso era una oportunidad de avanzar. Por eso, sería frustrante que quienes le apostaron a la paz se fueran del territorio”.
De igual forma, ‘Chavela’ hace un balance de lo ocurrido: “Aunque se veía venir, no creíamos que iba a ser de tal magnitud. En este momento todo se vive con miedo y zozobra porque no se sabe cuándo va a terminar”.
Para la dirigente campesina, la peor consecuencia de todo este episodio es que se resquebrajó el tejido social: “En un día destruyeron lo construido por décadas. Nuestro mensaje a las guerrillas es que saquen a la población civil y al campesinado del conflicto. Y al gobierno le decimos que invierta, porque uno de los problemas es el abandono del Estado. El Catatumbo necesita educación, salud, vías y proyectos agrarios que le permitan a la gente sobrevivir”.

Cuarto día: La Gabarra
El corregimiento de La Gabarra se encuentra ubicado en el extremo norte del municipio de Tibú. Limita al oriente con Venezuela y al occidente con el Parque Nacional Natural Catatumbo Barí. Es conocido por ser el lugar donde ocurrió la masacre del 21 de agosto de 1999, cuando los paramilitares en connivencia con el ejército asesinaron a 43 personas.
La comisión llegó al coliseo del corregimiento donde esperaban alrededor de 1.000 personas. La discusión de ese día giró en torno a lo dicho por el presidente Gustavo Petro en el consejo de ministros del 3 de marzo dedicado al Catatumbo. No se habló ni de los casi 2,76 billones de pesos anunciados para la región o de la inminente firma del Pacto Social por el Catatumbo, sino de los lamentables señalamientos en contra de las organizaciones campesinas.
En el acto de La Gabarra hicieron presencia los Motilón-Barí. Este pueblo ancestral denunció que se encuentran confinados y que los actores armados han emprendido una campaña de señalamiento, desplazamiento y hostigamiento en contra de los liderazgos indígenas.
Mientras tanto, a las afueras del coliseo las personas que documentan casos no daban abasto. La explicación es que el corregimiento de La Gabarra fue uno de los sitios intermedios a donde más llegó la gente desplazada.
Allí conocí el caso de una madre cabeza de hogar. Ella y su pequeña hija fueron hostigadas por unidades del ELN que le apuntaron con un fusil por cerca de 16 horas. Aunque no tenía nada que ver con las disidencias de las Farc, fue desplazada el 18 de enero.
“¿Quién me puede ayudar para no perder mi finquita?”, era su pregunta. Lo frustrante es que nadie pudo resolverle el problema.

Quinto día: Caño Negro
Para acceder a la vereda San Martín hay que desplazarse fluvialmente, inicialmente por las aguas de color marrón del río Catatumbo y después por un brazo llamado río Brandy, afluente que se caracteriza por una extraña pigmentación verde. Son cerca de dos horas de navegación por una canoa impulsada a motor y con capacidad para máximo 25 personas.
La comisión llegó a este punto, conocido como Caño Negro y cercano al Parque Nacional Natural, donde los jardines silvestres de orquídeas, bromelias, bejucos y flores exóticas se mezclan con las interminables hectáreas verdes del monocultivo de la hoja de coca.

A Caño Negro bajaron cerca de 100 personas, todas de extracción campesina. En el ambiente hubo una sensación de júbilo porque se trató de un reencuentro de la comunidad. Frente a la escalada de violencia, muchas de las personas se salieron de grupos de WhatsApp o simplemente tiraron sus celulares. Fue la primera reunión de la vereda después del 16 de enero.
Esperando el inicio del encuentro, se me acercó una campesina, doña Esmeralda Rojas (nombre modificado por petición de ella). Tiene 52 años y trabaja en una finca de cuatro hectáreas donde siembra coca, plátano y yuca.
Me muestra sus manos rasgadas, porque lleva raspando dos días seguidos la hoja de coca, así como un tatuaje artesanal que le recuerda los cinco años que estuvo en prisión por trabajar en una “cocina” que procesaba pasta base.
En sus cuentas, con esta ya serían tres confrontaciones a las que ha resistido: “Yo soy sobreviviente de la época paramilitar, de la guerra entre el ELN y el EPL en 2018, y de esta nueva guerra donde se fueron los de las ‘Far’ y regresaron los elenos. Pero todo está malo. No sabemos que van hacer con nosotros los campesinos”.
Sin embargo, sus reclamos van dirigidos al presidente Gustavo Petro. Aunque vio el consejo de ministros, confiesa que no entendió mucho, salvo que el plan es que el campesinado sustituya la hoja de coca. “Él (Petro) dice que supuestamente va ayudarnos. Pero eso es difícil de creer. Vivimos en una tierra que no es de nosotros, porque los Barí dicen que es de ellos. No tenemos títulos y eso jode todo”.
También, pone como ejemplo lo ocurrido en Caño Indio, donde firmantes de paz y organizaciones como Ascamcat promovieron la sustitución de cultivos de uso ilícito. “Los campesinos arrancaron la hoja de coca, pero la gente del gobierno no cumplió. Y lo peor de ese experimento es que quedaron mal los compañeros de la asociación. Si salimos de la hoja de coca, ¿de qué vamos a vivir?”, se pregunta.
Doña Esperanza sueña con tener una tierra propia donde pueda cultivar café, plátano y cacao. Se siente campesina y no quiere dejar de serlo. Antes de buscar su mula y emprender el camino de una hora larga hacia su finca, me pide que anote su número de teléfono y que le mande una de nota de voz para que nos podamos comunicar después. Lastimosamente es analfabeta.
Nos retiramos de Caño Negro. Y aunque los dos actores armados se comprometieron en respetar a la comisión, avanzados cinco kilómetros de trayecto avistamos a unas diez unidades del ELN que se encontraban empotradas a la orilla del río.
Minutos después y con el ruido de la lancha, alguien me comentó al oído que lo acontecido no fue gratuito. “Seguramente estaban inspeccionando que en las lanchas no saliera nadie de la región. Esta comunidad se encuentra confinada y tienen prohibido salir de la zona”.
*Este artículo fue posible gracias al acompañamiento del Comité Permanente por la Defensa de los Derechos Humanos, capítulo Norte de Santander.

Fuente: https://semanariovoz.com/cinco-dias-en-el-catatumbo-entre-el-miedo-y-la-esperanza/