Sentado sobre un cómodo sofá en el portal que da al patio del Hotel Nacional, fuma un puro tranquilamente. Lleva una camisa de cuadros y bajo la manga derecha, muy cerca del codo, se adivina la marca que uno supone sea la que dejó aquella bala perdida. Al verlo aquí, con el porte casual y […]
Sentado sobre un cómodo sofá en el portal que da al patio del Hotel Nacional, fuma un puro tranquilamente. Lleva una camisa de cuadros y bajo la manga derecha, muy cerca del codo, se adivina la marca que uno supone sea la que dejó aquella bala perdida. Al verlo aquí, con el porte casual y el aire despreocupado, cualquiera pudiese tomarlo por un turista más. Pocos pueden imaginar que este hombre ha sido uno de los escasos elegidos para caminar por la alfombra roja del Festival Internacional de Cannes.
Cuentan que cuando tenía 17 años Mahamat-Saleh Haroun fue alcanzado por uno de los tantos proyectiles que dispararon en su Chad natal durante la guerra civil. La herida resultó ser leve, pero después de eso marchó a Francia a estudiar cine y periodismo. Durante varios años ejerció este oficio -algo que todavía se nota en sus películas, por el estilo documental- para luego dedicarse a aquello con lo que había soñado desde los 8 años: hacer películas.
La historia ya la ha contado varias veces, entró a un cine y vio una película de Bollywood. La sonrisa de aquella mujer hermosa, la protagonista, iba dirigida a toda la sala, pero Haroun imaginaba que lo hacía solo para él. Salió de allí convencido de que quería ser cineasta.
El problema es que Chad resulta uno de los lugares más hostiles para filmar películas, y no solo por la guerra. «No hay escuelas de formación, no hay fuentes de financiamiento, por tanto, no hay técnicos calificados, tampoco hay antecedentes de cineastas, yo soy el primero. Este es el contexto donde nací, donde hago cine», comenta.
No obstante, después de los años de formación y trabajo en Francia, volvió al continente africano y rodó su primer corto en 1994. El primero de sus largometrajes, Bye bye Africa, apareció en 1999. Tres años más tarde filmaría Abouna, que le valió una premiación en el Festival Panafricano de Cine y Televisión de Ouagadougou. Luego, ganaría el Premio especial del jurado en el 63 Festival Internacional de Venecia con la película Daratt (2006).
Pero, de todos estos trofeos, indiscutiblemente el que más pesa en su vitrina es el Premio especial del jurado del Festival Internacional de Cannes en 2010, por la película El hombre que grita. El filme cuenta la historia de Adam, un excampeón de natación que ahora es el encargado de la piscina de un hotel. El puesto se ha convertido en el centro de su vida, pero tiene que llegar a competir por él contra su propio hijo, Abdel.
Se trata de una reflexión con matices filosóficos sobre la relación padre-hijo, los valores tradicionales frente a la modernidad y, por supuesto, la guerra. Aunque el conflicto armado es el escenario sobre el que se monta toda la película, Haroun decide tratarlo casi subliminalmente. Prefiere distanciarse y analizar sus efectos en la individualidad de los personajes, pues, como él mismo ha dicho otras veces, después de las imágenes bélicas de Salvando al soldado Ryan, es necesario buscar otras soluciones para retratar la guerra.
Ahora, en el portal del Hotel Nacional, entre bocanadas de humo que nublan sus ojos tras los lentes, confiesa que nunca le ha gustado abordar sus películas con un enfoque abiertamente político. «El problema es que esta época es apolítica -explica-, el panorama ha devenido cada vez más despolitizado, es una de las secuelas del neoliberalismo, la gente tiene cada vez menos conciencia política. Cuando hacemos un filme político de manera frontal, el público tiende a rechazar la propuesta». Y aquí utiliza una metáfora bélica, a tono con El hombre que grita, compara la manera de hacer arte con la estrategia de una guerra prolongada, el hombre debe saber adaptarse a las condiciones de su época.
Sin embargo, esto no implica que el artista tenga que renegar de sus convicciones políticas, todo lo contrario, no se puede tener miedo a defender lo que se cree. Y remarca esta idea con una máxima: quienes no se sientan en condiciones de transformar las cosas, serán incapaces de crear.
«Si yo, por ejemplo, creo que la explotación del hombre por el hombre es injusta, si estoy convencido de eso, no puedo temer encontrarme con personas que piensen diferente. Es lo que sucede cuando hago cine. Por eso me gusta hablar de un cine ideológico, que ilumine, que permita reflexionar, que aspire a incidir en la realidad de las personas. No se trata solo de un cine artístico, sino de un cine de autor», asegura.
Es una idea que Haroun ha defendido varias veces durante sus intervenciones en este Encuentro de Cineastas de África, el Caribe y sus Diásporas: la moral define a la estética. Algo que recuerda la tríada aristotélica de «lo bueno, lo bello y lo verdadero». La creación artística está condicionada por los valores éticos, son estos los que, en última instancia, signan los rasgos estéticos de un producto. Al menos así lo cree el director chadiano. Por eso intenta hacer un cine que siempre conduzca a la reflexión, más allá de la diversión frívola.
Pero El hombre que ríe ha hecho mucho más que eso. Donde tantos otros fracasaron, aquí el arte ha logrado transformar la realidad. Ese escenario adverso con el que tuvo que lidiar el realizador, sin personal calificado y recurriendo a la solidaridad de varios directores independientes para conseguir financiamiento. Ahora, después de su película, está comenzando a cambiar.
Haroun cuenta que gracias al premio en Cannes, el gobierno de Chad ha otorgado un fondo para la producción audiovisual que se nutre de los impuestos sobre las ganancias de la telefonía móvil. De modo que los jóvenes interesados en el cine, ahora cuentan con un presupuesto para hacer sus películas.
Y eso no es todo. Haroun, junto con otro cineasta chadiano, los dos únicos que tiene el país, planean abrir una escuela de cine y una sala de proyección, para contribuir a la formación de los jóvenes. El director de El hombre que ríe estará a cargo de la escuela, mientras su colega dirigirá la cinemateca: «La sala de cine se pudo abrir porque el gobierno otorgó un subsidio de un millón de euros a partir del premio que obtuve con esta película. Creo que en cualquier lugar el cine puede participar en la transformación del curso de la historia como ha sucedido en Chad».
Por eso, al cineasta, siempre simbólico, le gusta ver a su película como el árbol que esconde el bosque. O sea, la primera de una producción nacional que seguirá creciendo. Pues el éxito que ha alcanzado en todo el mundo a veces opaca el hecho de que en Chad no había cineastas antes que él. Y subraya: «Como dice el refrán, una golondrina no hace verano».
En relación con el Encuentro de Cineastas de África, el Caribe y sus Diásporas y el intento de promover un cine africano alternativo, Haroun no cree que se vean resultados inmediatos, pues, a fin de cuentas, el mercado del cine comercial ha operado durante bastante tiempo y, aunque muchos lo critiquen, Nollywood recauda millones de dólares al año. Sin embargo, ataca con otra metáfora de guerra:
«Debemos ir ganando estas pequeñas batallas poco a poco para llegar a la victoria. Se trata de un principio de círculos concéntricos que poco a poco se van agrandando. Y creo que sí, que puede lograrse. Porque la conciencia de la solidaridad es una bella perspectiva, nos abre los horizontes y eso es lo importante.»
Después, cuando su voz tranquila se hubo apagado, dio otra calada al tabaco, se alisó el bigote y permaneció allí, sentado sobre el sofá, espiando al mundo detrás de sus lentes. Que, a fin de cuentas, es lo que hacen todos los directores, contemplar el caos del universo al otro lado de la cámara. Aunque solo unos pocos, como Haroun, realmente lleguen a cambiarlo.