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Ciudadanía o algo más que derechos

Fuentes: Rebelión

El concepto de ciudadanía nació hace 2500 años en la ciudad Estado de Atenas, dentro del primer sistema político que la historia califica como democrático. Lo que hoy no se aceptaría, ya que existía la esclavitud, y las mujeres no tenían derechos políticos de ninguna clase. Ser ciudadano era pertenecer a una categoría social reservada, […]

El concepto de ciudadanía nació hace 2500 años en la ciudad Estado de Atenas, dentro del primer sistema político que la historia califica como democrático. Lo que hoy no se aceptaría, ya que existía la esclavitud, y las mujeres no tenían derechos políticos de ninguna clase. Ser ciudadano era pertenecer a una categoría social reservada, bajo determinadas condiciones, a los varones mayores de edad y libres, e incluía, entre otras, las siguientes obligaciones: La de ir a la guerra en defensa de la ciudad, la de participar en la asamblea de gobierno de una forma activa, y aceptar los cargos y responsabilidades temporales que la asamblea pudiera encomendarle. Es decir, que la condición de ciudadano se definía en primer lugar por las obligaciones que tal condición imponía. Referidas fundamentalmente a la obligatoriedad de la participación política.

En nuestro tiempo, el termino ciudadano se usa en contraposición al de súbdito. Y lo que determina una u otra condición es el régimen político existente: en la democracia hay ciudadanos, en las dictaduras hay súbditos. Estos valores conceptuales son frutos tanto de la Revolución Francesa, como de la Revolución Americana y sus declaraciones de derechos del hombre, de finales del siglo XVIII. Desde entonces el concepto de ciudadano, deja de estar sujeto a ninguna condición previa personal, pues todos los individuos pertenecientes a la nación son ciudadanos libres sin excepción por el solo hecho de haber nacido en ella, y como tales son sujetos de derechos políticos, sociales y económicos.

En los países europeos más desarrollados, los derechos económicos y sociales se han desarrollado de una forma exponencial sobre todo después de la II Guerra Mundial. Este proceso de avances sociales, construye el denominado «Estado del bienestar», que en esencia, se fundamenta en un sistema impositivo a través del cual el Estado recauda de media el 40% del PIB, del cual aproximadamente el 50%, se invierte en gasto social. Pensiones, sanidad, educación, desempleo, etc. Ello significa una redistribución de gran parte de la riqueza del país, que permite que el conjunto de las personas tengan cubiertas sus necesidades básicas, de forma que, al menos en teoría, puedan vivir con dignidad, con independencia de cuales sean sus recursos económicos..

Esta situación no es igual en toda la U.E, y está sujeta a los procesos políticos, a los ciclos económicos, etc., pero en general, en los últimos 25-30 años, la tendencia ha sido la de la consolidación y ampliación de estos derechos, que, por otra parte, en la mayoría de los casos están incluidos en sus Constituciones, como es el caso de España.

Es cierto que la condición de ciudadano no existe si ello no significa ser sujeto de derechos políticos, y también sociales y económicos, pero tampoco puede alcanzar su plenitud como concepto ético, no solo instrumental, si no conlleva la aceptación y cumplimiento de una serie de obligaciones. Antes al contrario, son las obligaciones y no los derechos, los que dotan a la categoría de ciudadano de todo su sentido. Se pueden tener derechos sociales y económicos en plenas dictaduras, pero el ejercicio de obligaciones libremente aceptadas, que signifiquen una implicación en los asuntos públicos y colectivos, solo puede darse cuando hay libertad política, pues precisamente esa implicación es la esencia misma de la democracia.

Por eso, la primera obligación de un ciudadano debe ser la de tener los conocimientos políticos básicos que le permitan actuar en conciencia y con criterio propio cuando hace uso de su voto para elegir a los gobernantes.

Al votar en las elecciones decidimos qué personas administraran los recursos de todos, y decidirán el destino de nuestra ciudad o de nuestro país. Y, en gran medida, el transcurrir de nuestra existencia. El rumbo que ellos marquen nos podrá conducir a la paz y al bienestar, o a las guerras y a la miseria. En nuestros días podemos ver como naciones que hace pocos años eran pacificas y prósperas, son ahora infiernos donde la vida del ser humano ha perdido todo valor en medio de la desolación más absoluta. Estados destruidos por las ambiciones de sus dirigentes, atrincherados en los fanatismos políticos y religiosos.

Por eso hoy día el principal peligro de la democracia es un electorado sin formación política, sin verdadera conciencia de lo que significa la democracia y de cuáles pueden ser las consecuencias de su voto. Son los votos que encumbran a políticos populistas, ambiciosos y deshonestos que al llegar al poder y ponen en peligro el bienestar y la paz de todos. El que vende su voto al mejor postor es el responsable de que los partidos políticos mercantilicen su papeleta y conviertan las campañas electorales en una mera subasta que envicia el método democrático, lo vacía de todo sentido y lo convierte en una farsa.

El «Yo voto al que más me ofrezca», opinión que es compartida hoy por millones de electores españoles, es la causa principal de los insoportables niveles de corrupción que minan a todas y a cada una de las instituciones políticas y administrativas de la nación. Pues ante una mayoría social que entiende que su papel en los asuntos públicos consiste en vender su voto al mejor postor, triunfan los políticos demagogos y deshonestos, sin vocación ni principios, que los compran a cualquier precio. Unos ofrecen puestos de trabajo en la Administración Pública, otros la gratuidad de este o aquel servicio, subir las pensiones, reducir el número de horas de trabajo de los funcionarios, o bajar los impuestos. Otros prometen expulsar a los inmigrantes, mientras claman por un patrioterismo falsario y obsoleto, y culpabilizan a las instituciones supranacionales de todos los males. Unos y otros buscan los mismos: Alcanzar el poder e idiotizar a la población. En la Grecia antigua, idiota se decía del que no quería saber nada de política.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.