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Coherencia al ELN mientras las elites profundizan el genocidio del pueblo colombiano

Fuentes: Equipo Jurídico Pueblos

El proceso de negociación entre el Gobierno y el Ejercito de Liberación Nacional está en su mayor crisis. Las violaciones al protocolo de cese bilateral denunciadas por la guerrilla sin que fueran atendidos por el gobierno, la reanudación de la confrontación -de ambas partes- después del 9 de enero de 2018; los anuncios reiterados del […]

El proceso de negociación entre el Gobierno y el Ejercito de Liberación Nacional está en su mayor crisis. Las violaciones al protocolo de cese bilateral denunciadas por la guerrilla sin que fueran atendidos por el gobierno, la reanudación de la confrontación -de ambas partes- después del 9 de enero de 2018; los anuncios reiterados del Ministro de Defensa sobre el inicio de una gran ofensiva contra la guerrilla, y el reciente paro armado del ELN, permiten concluir que un verdadero proceso de paz es mucho más complejo que el simple silenciamiento de las armas de los insurgentes.

Es común que lo medios de información tradicionales acudan a los pazólogos y elenólogos de siempre, y a uno que otro investigador experto en el conflicto colombiano, quienes en su mayoría concuerdan en exigir a la guerrilla «coherencia»; haciendo eco del mismo término usado por el presidente Santos para al referirse a la supuesta contradicción entre el discurso de paz del ELN, por un lado y por otro lado su accionar militar en varias regiones de Colombia.

El llamado a la coherencia del gobierno nacional, políticos y algunos sectores de izquierda, al ELN, es en realidad na exigencia de gestos unilaterales de «voluntad de paz», que lleva consigo una recriminación velada o abierta a las acciones militares desplegadas con posterioridad a la terminación del cese al fuego pactado y que conforme al DIH son legítimas en la guerra.

Las exigencias no surgen con la misma contundencia hacia el gobierno nacional, pese a que la situación de derechos humanos y el recrudecimiento de la acción militar y paramilitar continuó durante y luego del cese al fuego. La persecución y exterminio contra líderes(as) sociales, defensores de derechos humanos y del territorio es una política que ha continuado su curso. La situación carcelaria general y en particular, las condiciones de las y los presos políticos se mantienen intactas. Esto, sólo por mencionar algunos de los compromisos a medias asumidos por el ejecutivo al realizar el acuerdo con el ELN, de humanizar las condiciones de la población colombiana. Y sin contar con que las muestras de paz frente a quienes han decidido transitar hacia otros métodos de lucha política -como las FARC- no han sido justamente las más fehacientes.

Las discusiones que pueden surgir alrededor del cese y su continuidad o no, son de vieja data. Una mirada estrictamente desde el Derecho Internacional Humanitario – DIH, en el que las operaciones contra el adversario armado (léase Ejército y Policía[1]) son legítimas; así como también las acciones de sabotaje contra la infraestructura, no admitiría tacha alguna de incoherencia hacia el Ejército de Liberación Nacional, así como tampoco del gobierno por el hecho de haber entrado en contacto militar contra esta organización rebelde dando de baja a sus combatientes o deteniéndolos para someterlos a la jurisdicción estatal.

Sin embargo, el brusco giro jurídico y político que a nivel mundial se dio con ocasión de los atentados a las Torres Gemelas en el año 2011, ha marcado un hito en el tratamiento al adversario armado, sobre todo, cuando se trata de sujetos rebeldes. El impacto de las medidas integrales (políticas, jurídicas, ideológicas, mediáticas, etc) adoptadas por la comunidad de Estados a nivel mundial, ha permeado también las opiniones incluso de sectores de izquierda y en el campo ideológico ha producido la más feroz victoria de las clases dominantes del mundo: la derechización del pensamiento de amplios sectores populares.

Ello dio al traste con aquel DIH que pretendía fuera aceptado por todos los actores en conflicto armado del planeta, y lo convirtió en una imposición legal dentro de la lógica de los vencedores y vencidos. El sujeto rebelde de entrada fue considerado terrorista y la acción militar de los estados a su vez fue revestida de legitimidad y legalidad, aún cuando se trate de invasiones a otros pueblos con fines esencialmente económicos; o de ataques a poblaciones enteras bajo el esquema de «quitarle el agua al pez». La llamada lucha contra el terrorismo en últimas sustrajo del campo de los conflictos armados y sus regulaciones, aquellas confrontaciones con quienes unilateralmente han sido considerados por algunos Estados como «terroristas»; a los que despoja de todo tipo de derecho (haciéndolo de paso con la «población civil»). Estas y no otras fueron las principales razones por las que personajes como Álvaro Uribe Vélez se empecinaron en negar la existencia de un conflicto armado en Colombia y que siguen siendo reproducidas en el país. Es exactamente la misma lógica que hoy se traslada a los análisis sobre el cese y las recriminaciones que con absurda contundencia recaen de forma casi exclusiva contra el ELN por sus acciones militares posteriores al mismo. Su derecho a hacer la guerra y el derecho en la guerra para esta organización insurgente desaparece según tales razonamientos, primero por vía de la criminalización del levantamiento armado en sí mismo (permitido por el DIH) y luego mediante la deslegitimación política de su acción. Posición que es un mal presagio para la organización insurgente, en tanto significa la cuota inicial del derecho de enemigo que en caso de arribar a un acuerdo de terminación del conflicto, le sería aplicado; el mismo que le administraron a las Farc, aunque al parecer aún no lo dimensionan del todo.

En este sentido, lo que no resulta coherente es la pretensión del gobierno y sectores de derecha e izquierda, de aplicar una lógica política, jurídica y militar desigual hacia el ELN para medir su «voluntad de paz», y obligarle a aceptar el rostro desdibujado del rebelde al que se le criminaliza y deslegitima su levantamiento armado, que -recuérdese- en Colombia tiene origen en las profundas desigualdades sociales y la nula democratización de las estructuras de poder, promovida por pequeñas élites que han ostentado el poderío económico y político en el país y el mundo.

La reciente gira a varios países de Latinoamérica -entre esos Colombia- del secretario de Estado de EE.UU., Rex Tillerson, cuya agenda central fue Venezuela; sumado a las declaraciones públicas del comandante de la fuerza militares general Alberto José Mejía en relación con la supuesta presencia de la comandancia estratégica del ELN en ese país, es indicativo que la guerra de agresión contra los países que difieren de las políticas de Washington es un hecho contundente dentro la geoestrategia regional. Una guerra que como acostumbran los imperialistas se hará bajo la bandera de la lucha contra el terrorismo, por la democracia y los derechos humanos; revistiendo así su acción criminal de legitimidad y legalidad. Aún así, las clases dominantes en el país hablan de paz y exigen coherencia a los rebeldes.

Así pues, desde sectores populares y de izquierda, no es al ELN a quien se debe exigir coherencia por acudir a acciones de guerra y sabotaje en el marco del ejercicio del derecho a rebelarse por el que optaron; no es al ELN (que permanece en la Mesa) a quien se debe exigir gestos unilaterales de paz, o presionarle a suscribir un pacto con celeridad bajo el presupuesto de que ya lo hizo las Farc-Ep. Coherencia se debe exigir a las élites gobernantes que reprimen sistemáticamente al pueblo colombiano mientras sirven de trampolín a la política internacional del gobierno de los EE.UU para una intervención militar en suelo venezolano desde nuestras fronteras; para lo cual requiere neutralizar al ELN, bien sea mediante un proceso de pacificación o por la vía militar.

 

Nota

[1] Incluidas aquellas dirigidas contra la policía, que aunque posa de cuerpo civil, actúa desde las lógicas de la guerra, que no sólo comporta acciones militares. Porta y usa sin titubear sus armas contra sectores populares agudizando el conflicto social del país, infiltra y destruye el movimiento social, es actor importante en la guerra contra el pueblo a la que llaman «limpieza social», ha sido ficha fundamental en la implementación de la estrategia paramilitar en ciudades capitales y pequeños poblados del territorio nacional y realiza acciones de inteligencia contrainsurgente. Es el cuerpo de avanzada hacia el Estado policial.