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Colaboradores del mundo, ¡uníos!

Fuentes: Rebelión

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En 1848, como frase final del Manifiesto Comunista, dos jóvenes intelectuales alemanes decían: “Trabajadores del mundo: ¡uníos!” El llamado, vehementemente impetuoso, buscaba la organización de toda aquella persona que “trabaje” para, en una acción revolucionaria, cambiar el opresor sistema capitalista marchando al socialismo, puerta de entrada a una futura sociedad sin clases sociales: el comunismo.

Uno de esos jóvenes decimonónicos, devenido un agudo pensador crítico que revolucionaría la historia, hoy supuestamente “pasado de moda” y superado por “la realidad”, un tal Carlos Marx, en 1875, en su libro “Crítica del Programa de Gotha”, decía: “Como el trabajo es la fuente de toda riqueza, nadie en la sociedad puede adquirir riqueza que no sea producto del trabajo. Si, por tanto, no trabajó él mismo [el capitalista, sea empresario industrial, terrateniente o banquero], es que vive del trabajo ajeno y adquiere también su cultura a costa del trabajo de otros”. En otros términos: la única manera de producir riqueza es trabajando (el obrero, el ama de casa, el campesino, el empleado de servicios, el intelectual, el artista, hasta podría decirse también la trabajadora sexual). Quienes trabajan, no importando el producto final de sus acciones, ¡son trabajadores! Eso no se discute. Sucede que últimamente, con el triunfo del capital sobre la clase trabajadora a partir de las políticas neoliberales, se trata de maniatarnos diciéndonos “colaboradores”. Pero… quien trabaja para otro no colabora: ¡le ayuda (a su pesar) a amasar su fortuna!, que es otra cosa.

A mediados del siglo XIX surgen y se afianzan los sindicatos, logrando conquistas que hoy son patrimonio del avance civilizatorio mundial: jornadas laborales de ocho horas diarias, salario mínimo, vacaciones pagas, cajas jubilatorias, seguros de salud, regímenes de pensiones, seguros de desempleo, derecho de huelga.

Hacia las últimas décadas del pasado siglo esos derechos podían ser tomados como puntos de no-retorno en el avance humano, tanto como cualquiera de los inventos logrados: la rueda, la agricultura, las telecomunicaciones o la fisión nuclear. Pero las cosas cambiaron drásticamente.

Con la caída del bloque soviético el gran capital se sintió triunfador. En realidad, no terminaron la historia ni las ideologías, como se pretendió afirmar: pero sí ganaron las fuerzas del capital sobre las de los trabajadores, lo cual no es lo mismo. Ganaron, y a partir de ese triunfo, comenzaron a establecerse las nuevas reglas de juego. Reglas que significan un enorme retroceso en avances sociales. Los ganadores del histórico y estructural conflicto –las luchas de clases no han desaparecido, aunque no esté de moda hablar de ellas– imponen hoy las condiciones, las cuales se establecen en términos de mayor explotación, así de simple (y de injusto). La manifestación más evidente de ello es la precariedad laboral que vivimos, queriendo hacernos pasar por “colaboradores”.

Todos los trabajadores del mundo, desde una obrera de maquila latinoamericana o un jornalero africano hasta un consultor de Naciones Unidas, graduados universitarios con maestrías y doctorados o personal doméstico semi analfabeto, todos y todas atravesamos hoy el calvario de la precariedad laboral.

Aumento imparable de contratos-basura (contrataciones por períodos limitados, sin beneficios sociales ni amparos legales, arbitrariedad sin límites de parte de las patronales), incremento de empresas de trabajo temporal, abaratamiento del despido, crecimiento de la siniestralidad laboral (en el 2020, según la Organización Internacional del Trabajo –OIT–, hubo más muertos por esa causa que por el coronavirus), sobreexplotación de la mano de obra, reducción real de la inversión en fuerza de trabajo, son algunas de las consecuencias más visibles de la derrota sufrida en el campo popular. El fantasma de la desocupación campea continuamente; la consigna de hoy, distinto a las luchas obreras y campesinas de décadas pasadas, es «conservar el puesto de trabajo». A tal grado de retroceso hemos llegado que tener un trabajo, aunque sea en estas infames condiciones precarias, es vivido ya como ganancia. Y por supuesto, ante la precariedad, hay interminables filas de desocupados a la espera de la migaja que sea, dispuestos a aceptar lo que sea, en las condiciones más desventajosas.

Según datos de esa oficina de Naciones Unidas citada, nada sospechosa de comunista, alrededor de un cuarto de la población planetaria vive con menos de un dólar diario, y un tercio de ella sobrevive bajo el umbral de la pobreza. Hay cerca de 200 millones de desempleados y ocho de cada diez trabajadores no gozan de protección adecuada y suficiente. Lacras como la esclavitud (¡esclavitud!, en pleno siglo XXI) o la explotación infantil continúan siendo algo frecuente. El derecho sindical ha pasado a ser rémora del pasado. La situación de las mujeres trabajadoras es peor aún: además de todas las explotaciones mencionadas sufren más por su condición de género, siempre expuestas al acoso sexual, con más carga laboral (jornadas fuera y dentro de sus casas), eternamente desvalorizadas.

¿Qué hacer ante todo esto? Resignarnos, callarnos la boca y conservar mansamente el puesto de trabajo que tenemos, o pensar que la lucha por la justicia es infinita, y es un imperativo ético no bajar los brazos. Si optamos por lo segundo, ¡hagámoslo!

Si es cierto –siguiendo el análisis hegeliano y marxista– que «el trabajo es la esencia probatoria del ser humano«, hoy, dadas las actuales condiciones en que vivimos, ello no parece muy convincente. De nosotros, de nuestra lucha y nuestro compromiso depende hacer realidad la consigna que «el trabajo hace libre«.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.