El poeta Rendón, hace pocas semanas, y el médico cirujano Evelio Loaiza Muñoz, hace pocos días, fueron acusados vínculos con el terrorismo, el primero, y de ser cabecilla del ELN, el segundo, en unos montajes judiciales inverosímiles, sólo coherentes con el proceder de un gobierno sin medida ni escrúpulos.
La coherencia es con la tapadera. La mentira es un arma y la sindicación un recurso. Si se dice sí, es que no. Si se dice no, pues es que sí. O que quién sabe. El eufemismo seduce. El disfemismo alterna. Dos verbos, dos sustantivos, algún adjetivo, bastan para enlodar al que sea. Así se calumnian opositores, se carcomen instituciones o se arman expedientes. A la final, en todo caso, la cháchara echa la tierra que más puede sobre ataúdes baratos con muertos de verdad.
Triste y dolorosamente cierto que a los festines de sangre propiciados por el régimen se los denomine: «falsos positivos». Que a un cáncer cuyas causas hay que hurgarlas en los intríngulis de una ideología enferma y guerrera, todos a una, como en Fuenteovejuna, lo designen como: «casos aislados».
El vizconde y los medios demediados
Los medios, claro está, hacen eco, retumban. La voz propia es la de la conveniencia. La objetividad periodística es algo que estraga, de tanto tratar de aparentarla todos: la televisión, la radio, la prensa, en fin. Al periodista se le ve atrás la mano negra que lo mueve.
Unos medios mienten más que otros, por supuesto, pero los que se quedan cortos no es por mucha desventaja, ni por falta de ganas. Sólo son mejores para guardar las apariencias, más astutos, quizás, y porque la gallina de los huevos de oro de la publicidad también es esquiva y no anida siempre en la Casa de Nari. Y porque a la hora de la verdad la publicidad y la plata «c’est moi», y también «L’état c’est moi» («el estado soy yo»), según Luis XIV, y hasta «la tradizione sono io» («la tradición soy yo»), según el Pío Nono. Así, cualquiera.
Y si no hay más remedio que registrar el huevo que le entregó una joven con muchos huevos a Uribe, pues que sea de afán y sin repeticiones. Y si toca divulgar el desliz de 30 o 40 o muchísimos más subalternos, dedicados a la amarga cetrería de pobres para presentarlos como trofeos de guerra, pues que se enfatice la gracia y la perspicacia de nombrar con tanto gracejo ese mundo reciente, en el que esas muchas e infames cosas carecían de nombre, pues así no hubo ni habrá que mencionarlas señalándolas con el dedo. Mejor todavía, que se le caiga al caído de David Murcia, que ya Sarmiento Angulo dará el «Aval» para tal.
De la bala a la bola
En este país son muchos los transeúntes desprevenidos que caen como pollos en cualquier parque o esquina víctimas del fuego cruzado de los violentos. Y, por desgracia, cada vez son más los niños que cruzan la calle equivocada y se topan con la bala perdida. Una bala que igual procede del revólver hechizo del atracador de baja estofa, de la escuadra automática del sicario o del paramilitar, o del guerrillero, o del hombre bueno y querido al que se le soltaron las amarras, o del arma de dotación del policía o del soldado.
Pero estas refriegas fortuitas no tendrían nada extraordinario en un país que vive desde hace décadas una guerra frontal, con cuatro o más ejércitos armados hasta los dientes, interesados y empeñados en mantenerla, pues constituye su sostén. Guerra declarada o no, la verdad, importa bien poco, pues las cifras hablan solas. Los múltiples ríos de un país tan acuoso lo gritan portando cuerpos podridos de arriba abajo, o, para no ir más allá de las propias narices, lo berrean los cientos de desplazados que ahora están plantados sin tierra ni futuro en pleno corazón de Bogotá, en un parque que no podría tener un nombre más sarcástico: Tercer Milenio, como evidencia del tiempo de zozobra que es la paz lograda a tiros y bellaquerías.
Pero, decía, lo que tiene esto de extravagante es que cualquier paisano medio pensante, que nade contracorriente, que exprese lo que piensa, o que apenas diga que esta boca es mía, no necesita medir cuadras o tomarse una café afuera a deshoras. Puede toparse de bruces con la balacera en la propia alcoba, bajo la cobija, o en el baño de su casa, empeloto. Porque la claridad política se arregla con un manto de tinieblas. Tanta «pensadera» se endereza a punta de escarmientos. La palabra que clama pidiendo justicia se repara a tiros. Como dirían, en un fenómeno diacrónico, cualquier Adolf Eichmann o algún José Obdulio: «La solución final al problema opositor».
Y la estrategia, que lo es, también chuza teléfonos, formatea computadoras, avienta boñiga a diestra y siniestra, emponzoña los fastidiosos discursos presidenciales, y, en pocas palabras, busca desenfrenadamente resquicios, gazapos en la vida de cualquiera, y si no los halla, los crea y recrea. Y ahí se regodea.
Fernando Rendón
En diciembre pasado, Patricia Ariza, poeta, teatrera, directora de la Corporación Colombiana de Teatro, y Carlos Satizábal, dramaturgo y profesor de la Universidad Nacional, figuraron en un expediente judicial como supuestos miembros del PC3, el partido clandestino de las Farc, vinculados a un proceso de 500 páginas redactado por un oficial de pluma fácil y un patrullero de la Policía locuaz. Esa era una entre las muchas señales de alarma en un campo cada vez más minado para volarle el cuerpo a la oposición, en una tierra de nadie en donde los peligrosos son los que pregonan la tranquilidad y el orden a cuentas de camándula, golpes de pecho y consejos comunales.
Fernando Rendón no sólo domina con pericia el viejo arte de poner en juego la imaginación mediante las palabras, la poesía, algo más o menos común en Colombia. Si uno habla un rato con él se da cuenta pronto de que, además, le añade a sus versos y a su vida mucho de sensibilidad, sensatez y razón, menjurjes que parecieran escasos en este país y que, desde luego, ubican a cualquiera y de una en la orilla opuesta del uribismo.
Fernando es el alma de la revista Prometeo, una prestigiosa publicación de poesía, con 75 números y 24 años a cuestas, en un país en el que la cultura apenas sirve para negociar y esfumarse, y del Festival Internacional de Poesía de Medellín, el más importante del mundo en su género, ya enrumbado para la edición XX, que mereciera el Premio Nobel Alternativo en 2006 y que este año el Congreso declaró Patrimonio Cultural de la Nación.
Evelio Loaiza Muñoz
Evelio Loaiza Muñoz, por su parte, es cierto que militó en el ELN entre 1969 y 1977, cuando se amnistió, durante el gobierno de López Michelsen, para cambiar de vida, según él mismo. He hablado con sus amigos y conocidos, y todos concuerdan en algo: en que lo logró. Como lo atestiguan 30 años de vida ciudadana y 20 años de trabajo con el ISS. Ahora Evelio está viejo y enfermo, desde hace lustros sigue rutinas que hasta su pequeña perra tiene claras e identificadas. Desalentador que nuestros conspicuos servicios de inteligencia hayan llegado a evidenciarlas con 3 décadas, más que de atraso, de retardo, y muchas incoherencias en los informes, y tanto cobre pelado en las ensambladuras del expediente.
La misma ortodoxia que no le perdona a Evelio haber hecho parte hace años de una agrupación guerrillera y que no le reconoce una amnistía firmada y notariada, sí olvida con notorio descaro los favorcitos de otros a los narcos, hace casi los mismos 30 años, hechos desde la Aeronáutica Civil, que hasta los gringos tienen bien registrados y en estratégico remojo. O, de hace menos, las entradas y salidas por la puerta de atrás de narcos y paramilitares de Palacio, o la reelección truculenta, por ejemplo.
Pero me estoy confundiendo, es cierto. No es igual un presidente que sigue haciendo de las suyas en el poder, para mantenerlo y seguir salvándose, que un médico con 69 años, a la espera de una pensión del ISS, rodeado de pobres y que además tiene el mismo mal de Fernando: le encantan los poemas, y hasta fundó en Sevilla, su pueblo, una casa de poesía.
O que el propio Fernando, alguien tan enrevesado como para ser también gestor y organizador cultural, en un país en el que la cultura vale huevo para los que tienen huevo, que por desgracia insisten en ser hartos.
Y es que le va bien mal a los poetas con los regímenes de malosos. Ni siquiera mencionemos a la España deshilachada de Franco. Quedémonos acá y recordemos los desgraciados años del Estatuto de Seguridad de Turbay Ayala (1978 – 1982), cuando el poeta Luis Vidales, a la sazón con 80 años, fue sacado a empellones de su casa en Teusaquillo, en Bogotá, llevado a las caballerizas de Usaquén, y amarrado semidesnudo a un poste durante toda la noche.
Un sino atroz que también fue el de muchos otros por aquellos días, que ahora ronda con descaro las puertas y se soma por los postigos.
Una seguridad democrática y circense
Por suerte, al contrario de tanto eufemismo, la vida misma no es una simple consecuencia lingüística de la «seguridad democrática». Bien que lo saben Uribe y otros cuantos. De ahí que la búsqueda de una nueva reelección no sea un propósito, sino una urgente necesidad. Hay que seguir evitando a toda costa que las cosas puedan ser llamadas por su nombre. Para que las verdades incómodas no se desatranquen, los payasos, los equilibristas, los malabaristas, los zancudos, los acróbatas, todos, tienen que seguir inventando, armando, cavilando, gerundiando.
Crasa desgracia que personas como Evelio Loaiza Muñoz y Fernando Rendón hayan caído en esos malabares nefastos de tantos señaladores asalariados, funcionarios diligentes, militares acuciosos y patrones ávidos. Y sí no son eufemismos.
Son modalidades de un infortunio aún mayor: tareas, encomiendas, líneas de mando y deberes ciegamente cumplidos, que desgracian por entero al país. Porque, parafraseando a John Donne, en palabras que Hemingway retomó varios siglos más tarde para titular una de sus obras, en este país que se disuelve en pólvora y sangre y mentiras, no hay que preguntar por quién doblan las campanas: doblan por todos.