Los resultados de las elecciones presidenciales del domingo 25 de mayo en Colombia sorprendieron a muchos dentro y fuera del país sudamericano. La victoria del derechista Óscar Iván Zuluaga sobre el candidato-presidente Juan Manuel Santos, y la consiguiente segunda vuelta para el 15 de junio, se cierne como una sombra sobre el proceso de paz […]
Los resultados de las elecciones presidenciales del domingo 25 de mayo en Colombia sorprendieron a muchos dentro y fuera del país sudamericano. La victoria del derechista Óscar Iván Zuluaga sobre el candidato-presidente Juan Manuel Santos, y la consiguiente segunda vuelta para el 15 de junio, se cierne como una sombra sobre el proceso de paz y el porvenir de esa nación.
Cabezas de Hidra de los mismos intereses plutocráticos, la S y la Z son vertientes del ala derecha del espectro político. La zeta desembozada y abierta, manejada por el ex presidente Álvaro Uribe. La ese encubierta en la demagogia y la detentación del gobierno actual.
Santos y Zuluaga coinciden en asuntos fundamentales para el país: impulsaron el TLC con Estados Unidos, pacto que entrega la soberanía económica al imperio del norte, mantiene una línea neoliberal a ultranza que transnacionaliza la agricultura, la minería, los recursos petroleros, el comercio colombianos. Como representantes de sectores económicos poderosos, en su capital político respectivo gravitan, grosso modo, los gamonales y terratenientes pro-uribistas; mientras el sector financiero-industrial, la oligarquía tradicional, se viste de santismo.
Con relación a la anhelada paz, un asunto de primer orden en la agenda nacional colombiana, el objetivo de la Z es dar reversa a las conversaciones de La Habana, intentar derrotar a las guerrillas por la vía militar apoyados por el aparato bélico estadunidense, extender el conflicto colombiano en el tiempo y el espacio. La S pretende un pacto de paz que coloque un punto de inflexión al conflicto de medio siglo, de hecho los diálogos en la capital de Cuba son la búsqueda de pacificación a cambio de reformas negociadas, aunque el punto nodal es desarmar a los insurgentes. Santos fue ministro de Defensa del gobierno uribista y aunque hoy difiera de su ex jefe en el método, o en la implementación del método, la eufemística «dejación de armas» por parte de los rebeldes es el punto estratégico de sus agendas: al capital nacional y transnacional le urge la pacificación del país para continuar la explotación de los recursos nacionales.
Una arista relevante, y factor decisivo del conflicto en Colombia, es la injerencia de Estados Unidos. Washington, con anuencia de los gobiernos colombianos, escaló la guerra con sus planes contrainsurgentes a partir de 1999: el Plan Colombia, el subsiguiente Patriota, amparados en la lucha antinarcóticos, atizaron el fuego del conflicto interno, dotando de recursos financieros y bélicos a las Fuerzas Armadas, la mayor ayuda militar estadunidense a un país en Latinoamérica, y la segunda en el mundo. Frente al proceso de paz en la nación sudamericana, la Casa Blanca luce expectante, lo apoya de dientes para afuera, porque el Pentágono sentó siete bases dentro del geoestratégico territorio colombiano, junto con sus cuadros asesores influye en la conducción de la guerra interna, y mantiene una presencia militar de cara a los vecinos anti-hegemónicos (Venezuela y Ecuador). Un eventual pacto de paz colombiano sería bien visto en la Casa Blanca siempre y cuando el objetivo estratégico sea desactivar las guerrillas, desarmarlas, colocarlas en una legalidad que no promete mucho en el marco político actual: la democracia de la compra-venta del voto, de la politiquería, del abstencionismo que rayó en el 60 por ciento (20 millones de votantes, de un total de 33 millones) en los comicios presidenciales que dieron la victoria a Zuluaga sobre Santos por un margen de 3.5 por ciento de ventaja.
La política colombiana navega en las aguas de una dicotomía incierta. Los dos candidatos, la S vs la Z, son anunciados como la disyuntiva guerra-paz, lo cual en sí mismo es un sofisma: los dos pretenden la pacificación a costa de la victoria sobre los alzados en armas contra el establecimiento, factor central del conflicto, aunque por fuera queden protagonistas como las bandas criminales (reencarnación regionalizada de los paramilitares) ligadas al narcotráfico y a los sectores retardatarios poseedores de grandes extensiones de tierra, así como el poderoso aparato de las Fuerzas Armadas, cuyos altos mandos se han lucrado durante decenios con el alto presupuesto destinado a su sector (+/- 4% del PIB, 14.7 millones de dólares).
La opción Zuluaga está vestida de belicismo extremista: tras su victoria inicial en las urnas, asumiéndose como futuro presidente electo, anuncia la suspensión o ruptura de los diálogos en La Habana, así su demagogia lo haga declarar lo contrario a los medios. Por su parte, el presidente Santos inició y mantiene las conversaciones en Cuba sin comprometerse con un cese al fuego bilateral, es decir negocia en medio de la confrontación bélica, aplicando la estrategia de la zanahoria y el garrote.
En las filas de la izquierda legal hay noticias positivas y paradójicas: el 15 por ciento de la votación alcanzado por la candidata Clara López, del Polo Democrático, escala el magro resultado de las parlamentarias de marzo pasado, duplica su capital político, e irá a la segunda vuelta con Santos, aunque sin brindarle un cheque en blanco, y motivada sobre todo por las aspiraciones nacionales de paz. El alcalde de Bogotá, Gustavo Petro, uncido a la desastrada campaña del candidato uribista encubierto Ernesto Peñalosa (apenas 8% en las presidenciales), disolvió su movimiento Progresistas entre los Verdes, y ahora debe jugar su suerte oportunista atado a Santos, pese a que sobre él pende la inhabilitación de actividades políticas por 15 años impuesta por el Procurador Alejandro Ordoñez junto con la destitución de su cargo a fines del año pasado. Aunque volvió a funciones al frente del gobierno de la capital, Petro debe esperar el fallo judicial sobre su futuro político más allá del fin de su gestión como alcalde a finales del 2015.
La segunda vuelta electoral de junio 15, más allá de la opción de paz o la disolución del diálogo en La Habana, coloca a Colombia en la disyuntiva de reelegir al presidente Santos y su proyecto de «prosperidad para todos» (léase oligopolios y transnacionales), o aceptar el retorno de Uribe al poder, a través de Zuluaga, con los lastres que cimbraron al país durante ocho años de uribismo: corrupción, violencia paramilitar, espionaje a la oposición, guerra contra los alzados en armas, asesinato de civiles (falsos positivos), belicismo en las fronteras -en particular contra Venezuela-, incondicionalidad con la injerencia de Estados Unidos en la región.
A la luz de los resultados de los comicios del 25 de mayo, la suma de fuerzas vuelve a dar un escaso margen de diferencia entre las fuerzas políticas que aspiran a la Presidencia: Santos más el Polo sumarían 25.69 + 15.23= 40.92 (5´260.229 votos). Zuluaga 29.25 + 15.52 de los conservadores = 44.77 (5´755.669 votos). En la práctica, los votantes de Peñalosa serán el fiel de la balanza con un poco más de un millón de votos, que desde ahora se anuncian divididos.
La segunda vuelta electoral para elegir el nuevo presidente colombiano para el periodo 2014-2018 se vislumbra cerrada. La disputa política tendrá como centro el proceso de paz entre el actual gobierno y los guerrilleros de las FARC (Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia). El trasfondo en pugna es el modelo abiertamente neoliberal y belicoso del uribismo con sus vicios de privilegios y corrupción, o el tono «pacifista» de Santos, en medio de la guerra, más los mismos males que aquejan a la sociedad colombiana: el dominio de los oligopolios financiero-industrial y terrateniente, la desigualdad social (55 por ciento de la población en la pobreza, es decir 25 millones de colombianos), y la violencia endémica que en los últimos 12 años ha propiciado el desplazamiento interno de cinco millones de personas, migradas del campo a las ciudades.
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