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Colombia, del paramilitarismo a la parapolítica

Fuentes: Rebelión

«Quienes estimularon el paramilitarismono estaban comprando su seguridad,sino financiando el terror»Fiscal General de Colombia Cerca de 70 de los 268 congresistas colombianos se encuentran hoy, o presos, o investigados por sus actividades criminales derivadas de sus alianzas con el paramilitarismo. Y la tendencia va en alza. A este fenómeno se le viene denominando parapolítica, un […]

«Quienes estimularon el paramilitarismo
no estaban comprando su seguridad,
sino financiando el terror»

Fiscal General de Colombia

Cerca de 70 de los 268 congresistas colombianos se encuentran hoy, o presos, o investigados por sus actividades criminales derivadas de sus alianzas con el paramilitarismo. Y la tendencia va en alza. A este fenómeno se le viene denominando parapolítica, un mal que desde años atrás y coincidiendo con las aspiraciones presidenciales de Álvaro Uribe Vélez, se «disparó» y fue contaminando poco a poco a aquellas personas que vieron en el ascendiente guerrerista de Uribe sobre los electores, la oportunidad de hacer política para hacerse con facilidad a un escaño en el Congreso, o para perpetuarse en él los que de tiempo atrás la ejercían.

Se sabe bien que el origen de este paramilitarismo descomunal y sangriento fueron las famosas «Convivir», organizaciones de campesinos que inicialmente, con el auspicio del gobernador del departamento de Antioquia, en ese entonces el mismo presidente Uribe, fueron creadas con el propósito de «defenderse» de la guerrilla. Las «Convivir», rápidamente fueron evolucionando hacia formas de lucha aberrantes que ya no tenían como finalidad la «defensa» de sus intereses sino el afán por confrontar a los movimientos insurgentes, particularmente a las FARC-EP, aparentemente responsables de la muerte del padre del Presidente Uribe, por lo que muchos ven en toda esta iracundia desproporcionada en que degeneraron las «Convivir», una simple y exorbitante sed de venganza.

Poco a poco los paramilitares fueron contando para «su guerra» con el beneplácito de numerosas personas. Las vieron con simpatía o comenzaron a incentivarlas la oligarquía en pleno, los empresarios industriales y ganaderos, algunas multinacionales bananeras, amplios sectores del ejército y la policía y, en fin, funcionarios gubernamentales y miembros de las diversas fuerzas de seguridad del Estado.

Desaparecen entonces las «Convivir» dándole paso a los paramilitares que acentúan con tales respaldos económicos y logísticos, más el mercado del narcotráfico, una batalla feroz y sin escrúpulos, que es la que actualmente vive Colombia y cuyos «emblemas» para que el mundo sepa de ellos, no son otros que los asesinatos y descuartizamientos indiscriminados de campesinos, hombres y mujeres de izquierda, periodistas, sindicalistas y opositores a los estamentos sociales que les ayudaron en su crecimiento. También lograron «reconocimiento» planetario por los desplazamientos forzados y las fosas comunes.

Más tarde, estas mismas facciones del mal, con la intención de apropiarse del Estado y del gobierno, formalizaron en 2001, en plena campaña presidencial de Uribe, un compromiso con diversos elementos de la clase política al que denominaron «Pacto de Ralito», con el explícito objetivo de «refundar a la Patria» con sus criminales principios, lo que vieron más fácil si para tal propósito rodeaban la candidatura y luego la reelección del presidente Uribe, intimidando a la gente a votar por ellos… ¡y por él!

Eso y nada distinto, y en plata blanca, es lo que ocurre en nuestra martirizada Colombia, en nuestro desconcertante país, donde según las últimas encuestas, el 84% de los colombianos le dan un enceguecido respaldo a su Presidente, sin importarles ni la feria de extradiciones arbitrarias o sospechosas que orgullosamente el gobierno cuenta por centenares en menos de 6 años, ni los desplazados -más de 4 millones-, ni las masacres -decenas-, ni los descuartizamientos, ni las más de tres mil fosas comunes, ni los asesinatos selectivos o indiscriminados, ni los miles y miles de muertos que se incrementaron desproporcionadamente en estos últimos seis años de la artificiosa «Seguridad Democrática».

Así, pues, ¿quién se atreve a negar que el Congreso de Colombia, enfermo y deslegitimado, no se aproxima a lo que pudiéramos llamar su «estado terminal»? ¿Quién puede asegurarnos que la cacareada solidez institucional podrá, sin cuartearse, resistir el peso de un desprestigio político y gubernamental que crece en las entrañas ostensiblemente corruptas de dos de los tres poderes públicos que, para colmo, son quienes representan la voluntad popular y por añadidura se constituyen en el pilar esencial del sistema democrático?

El Congreso colombiano está en un evidente y acelerado proceso de auto-desintegración. ¿No cabe en ello, por lo tanto, responsabilidad del Presidente dado su ardoroso afán por ser elegido y reelegido sin la delicadeza ética y moral que debió aplicar frente a todos aquellos «Bloques» electorales que lo subieron al poder?

Y es que, ¿quién podría estar exento de percibir una complicidad de algunos miembros del gobierno y de las Fuerzas Armadas y de la clase política con los «paras» cuando todos ellos exigen que a la insurgencia política se la llame «terrorista» y a las bandas paramilitares la de los «comandantes» y «combatientes» y, de contera, reclamando nuevos impuestos de guerra y ayuda del exterior para combatir a las guerrillas y no -también, pero explícitamente- al paramilitarismo que hoy por hoy ocupa el mayor espacio criminal en nuestra patria?

En todos estos años de la «Seguridad Democrática» no se ha sabido que de los labios del gobierno y su entorno se haya calificado de terroristas a aquellos sujetos expertos en pillajes, desplazamientos, descuartizamientos, masacres y asesinatos perpetrados a punta de machete, piedra y motosierras.

Insaciables en crímenes, despojos, narcotráfico, constreñimientos y depredación de los erarios municipales y regionales, el gobierno aún no los ve como terroristas…

Por ello, antes de que nos «refunden la patria y nos elaboren un nuevo contrato social», saludable fuera propender por la «desmovilización» de aquel impredecible porcentaje de honorables parlamentarios incursos en el delito de «infiltrar al paramilitarismo», para que así, casi que por sustracción de materia, el legislativo vuelva a conformarse, pero esta vez, escrupulosamente.

Es tal la gravedad de lo que ocurre en Colombia, que un notable miembro del establecimiento afirmaba no hace mucho:

«Haber subcontratado con los paramilitares la lucha contra la guerrilla, que le correspondía exclusivamente a la Fuerza Pública, ha sido una equivocación trágica de nuestra sociedad pues cada vez es más factible que terminen dominando al Estado y a la sociedad».

Por último, y para que no quepa duda sobre de qué lado está el actual régimen uribista, baste saber que mientras las famosas computadoras de las Farc, «sobrevivieron» a un intenso bombardeo, las de los paramilitares «se esfumaron» ante la vista gorda de los carceleros del gobierno.

*Escritor colombiano

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