A comienzos de septiembre, estuvo de gira por Colombia Boaventura de Sousa Santos, ideólogo socialdemócrata, que posa de fundador del Foro Social Mundial. Como si fuera la re-encarnación de la Madre Teresa, El Espectador, aparte de dedicarle unas cuantas alabanzas, aprovechó la ocasión de entrevistarlo. Hay que destacar que el objeto de la entrevista, desde […]
A comienzos de septiembre, estuvo de gira por Colombia Boaventura de Sousa Santos, ideólogo socialdemócrata, que posa de fundador del Foro Social Mundial. Como si fuera la re-encarnación de la Madre Teresa, El Espectador, aparte de dedicarle unas cuantas alabanzas, aprovechó la ocasión de entrevistarlo. Hay que destacar que el objeto de la entrevista, desde el mismo título con la cual fue publicado («Las Farc son un anacronismo«) no fue un debate en torno a las ideas de Sousa Santos, sino que la idea era utilizarlo como «tonto útil» para dar respaldo, desde la «izquierda racional», al proyecto de Santos y, de paso, para atacar a la «izquierda irracional», es decir, a toda aquella que, con armas o sin ellas, aún busca la transformación radical de una sociedad que día tras días se vuelve más injusta y opresiva. Su visita, puede ser inscrita en el marco de legitimar, desde un discurso ideológico «progre», al visceral oportunismo de quienes, desde la supuesta izquierda, se meterán en la ancha cama de la «unidad nacional».
Creemos que muchas de las opiniones vertidas en ella merecen una réplica, quizás no tanto por el valor de la entrevista en sí misma, la cual es pobre y en realidad no agrega nada diferente a lo que la socialdemocracia viene diciendo hace un siglo, fiel a su rol de aparato ideológico de la burguesía para el encuadramiento de la clase trabajadora. Estas opiniones merecen réplica porque fueron recogidas por organizaciones populares que buscan, al parecer, la transformación radical de la sociedad y no un mero acomodo al status quo.
La naturaleza del Estado colombiano
Vivimos un momento en el cual el sistema neoliberal en armas, fundado por esa mescolanza de traquetos, paracos, especuladores y terratenientes, busca estabilizarse tras la arremetida uribista y saca a relucir su cara «respetable» en la figura de Santos. Este quizás no diga en público «le parto la cara marica», pero sus métodos no son diferentes a las del traqueto paisa, como pudimos comprobarlo en su paso por el Ministerio de Defensa, cuando alrededor de tres mil jóvenes fueron secuestrados y asesinados a sangre fría por ese afán de mostrar «resultados» en la lucha contrainsurgente. Uno de los aspectos fundamentales de la pretendida estabilización santista apunta a que Colombia abandone su estátus de paria en la comunidad de naciones latinoamericanas y que se destraben los acuerdos comerciales que, sea con EEUU, Canadá o la UE, se han visto empantanados por las denuncias de organizaciones de derechos humanos.
En ese contexto, debemos entender los intentos de Santos, que es un mero continuador de una política neoliberal que ha recurrido sistemáticamente al terrorismo de Estado, por establecer una política de «unidad nacional» -cuando luego de un cuarto de siglo de terror generalizado, las organizaciones sociales han sido prácticamente exterminadas, sus mejores dirigentes asesinados o exiliados, los proyectos de izquierda han sido doblegados por el terror y no existe ya la amenaza inminente a los intereses de la oligarquía dorada que representa su gobierno.
Para la estrategia de estabilización de los «logros» del neoliberalismo en armas es fundamental la cooptación de la dirigencia de organizaciones sociales, cada vez más burocratizadas, oenegizadas y aisladas de sus bases sociales. Creemos que será un objetivo primordial de este gobierno la cooptación de dos sectores emblemáticos en la denuncia de las abominaciones del régimen fascistizado que se ha impuesto en Colombia -los indígenas y los sindicalistas. La gira de la CGT a la OIT para pedir que se excluya a Colombia de la lista de los países que violan sistemáticamente los derechos humanos, aún cuando en ese país se acribilló durante el 2009 a más del 60% de los sindicalistas que fueron asesinados en todo el mundo, es una prueba de ello. También es una buena prueba el significado de la inauguración de Santos ni más ni menos que con una ceremonia indígena en la Sierra Nevada de Santa Marta, lugar pletórico de simbolismo: primero que nada, porque es el lugar donde se consolidó tempranamente ese modelo de capitalismo mafioso, que combina a narcos, terratenientes y paracos. Y segundo, porque es el lugar donde se logró de manera más exitosa combinar la paz de los cementerios con la postración de la dirigencia indígena cooptada a punta de prebendas y amenazas. Huelga aclarar que el silencio de la Organización Nacional Indígena de Colombia (ONIC) ante esta pantomima habla por sí solo (particularmente si se le compara con su estridencia ante la ingerencia de otros «actores» en las comunidades).
En esencia lo que busca el santismo es la completa legitimación del capitalismo traqueto a la colombiana, completando el proceso iniciado por Uribe, en el que se legalizaron los negocios antes considerados ilegales y se presentó en sociedad, por así decirlo, a narcos, traquetos y paramilitares como «hombres de bien» y salvadores del capitalismo colombiano, porque enfrentaron a la insurgencia y masacraron a miles de colombianos humildes, en campos y ciudades, como forma de quitarle «agua al pez», como reza la consabida máxima contrainsurgente made in USA y llevada a extremos de sadismo por la oligarquía colombiana. En esta búsqueda de legitimación y olvido absoluto de los crímenes de lesa humanidad cometidos por las clases dominantes y el Estado en Colombia, la cooptación de sindicalistas y sectores indígenas resulta de vital importancia para el régimen santista.
Todos estos aspectos han sido vitales a la hora de preparar el presente documento. No nos interesa la polémica estéril, sino hacer un poco de claridad en momentos en que importantes sectores sociales, arrastrados sin lugar a dudas por los propios errores políticos de la izquierda, se encuentran mareados con este nuevo espejismo de «unidad nacional», olvidándose que en Colombia no existe un Estado de derecho, ni siquiera en el sentido más limitado del liberalismo clásico.
De Sousa Santos y el Estado colombiano
Las opiniones expresadas por Sousa Santos en la entrevista dejan entrever o el desconocimiento de la realidad colombiana o una pobreza analítica impresionante, que sorprende en alguien que se pavonea de sus estudios en Universidades de abolengo en Portugal, los Estados Unidos e Inglaterra. Ante el panorama de las últimas dos décadas, aparte de repetir la perogrullada de que la violencia ha empeorado en Colombia (algo que cualquiera sabe con tan sólo salir a la esquina), señala:
«Lo más notable ha sido la jurisprudencia de la Corte Constitucional, que se transformó en un ejemplo para otras cortes constitucionales de Latinoamérica y que de alguna manera ha sido un agente activo de la reforma del Estado, como le hemos visto en varios fallos decisivos.»
No entendemos en qué momento la Corte Constitucional se ha convertido en un agente activo de la reforma del Estado colombiano (dicho sea de paso, la entrevista está repleta de afirmaciones sin sustento como esta). ¿Cuál reforma? ¿Fue reforma votar contra la re-re-elección de un presidente ya re-elegido mediante el fraude y la compra de parlamentarios, cuya nueva re-elección no era solamente a todas luces inconstitucional sino que además la tramitación de ésta estaba viciada desde sus mismos orígenes? ¿Fue reforma votar la inconstitucionalidad de las bases militares, cuando este trámite tampoco había respetado las normativas básicas existentes en la Constitución? No nos queda claro dónde está el rol reformador activo que de Sousa Santos atribuye a la Corte Constitucional. Mas bien, resulta típico de la socialdemocracia confundir lo formal con las cuestiones de fondo, cuando precisamente la no aprobación del acuerdo de las bases militares no se hizo por aspectos sustanciales (atinentes, por ejemplo, al abandono de la idea de soberanía nacional) sino por simples aspectos de procedimiento.
Aún cuando estos fallos hayan podido representar un revés en contra de los anhelos de Uribe, en ningún momento representan una reforma contra el proyecto social de fondo que sustentan Uribe y Santos. Mucho menos, analiza las contradicciones inter-burguesas y entre los aparatos del Estado, que han llevado a que se tomen esta clase de decisiones. Es más, estas contradicciones entre los aparatos del Estado lumpenburgués, se extrapolan hasta convertirse, sin ningún asidero, en prueba de la independencia de esta Corte, onlvidándose que la misma avaló en primera instancia la ilegítima re-elección de Uribe y aplaudió en más de una ocasión sus trampas. Con tales antecedentes, resulta hasta cómico pensar que tal Corte sea un ejemplo para otras Cortes Constitucionales en América Latina…
Para finalizar esta idea, Sousa Santos plantea que el cambio que necesita hacer Colombia, después de dos décadas de empeoramiento sostenido de todos los índices sociales, es contar con: «una justicia ordinaria más eficaz, eficiente, rápida, accesible al pueblo, independiente, sensible al carácter intercultural de Colombia».
Nuevamente, tenemos la confusión de forma y fondo, de causa y efecto. La justicia existente en Colombia refleja, sencillamente, las hipertrofias de la estructura social colombiana: de hecho, el caso del estudiante Nicolás Castro, arrestado con celeridad por haber hecho una amenaza en facebook, de manera absolutamente inocua, en contra de uno de los hijos de Uribe, demuestra que la justicia colombiana sí funciona cuando quiere. Porque contrasta la eficacia de la Dijín en este caso, con la rampante impunidad existente ante los asesinatos de gente humilde, de militantes sociales y de izquierda, ante la mal llamada limpieza social y ante las múltiples amenazas proferidas en contra de los personajes públicos de oposición.
La inoperancia de la justicia colombiana no debe buscarse en el plano netamente jurídico, sino en otras causas. Pero, obviamente, la comprensión de la naturaleza del Estado o de la lucha de clases, son categorías vedadas para la socialdemocracia. Entonces, lo que nos queda es reforzar la ilusión de un Estado al márgen de las contradicciones de clase, al margen de los intereses de grupo, más allá de guerrillas y paramilitares, más allá de los «violentos», más allá del bien y el mal. Precisamente este es el mismo discurso que levanta el uribismo-santismo, que contrasta con el hecho de que los dos últimos gobiernos están profundamente arraigados en la cruda realidad de la violencia paramilitar, que no alcanzaba tal nivel desde los tiempos del laureanismo.
De Sousa Santos y Santos
Es esta miopía política la que está tras las falsas ilusiones de la socialdemocracia internacional cuando examinan el cambio de gobierno a la colombiana. Así, para esta gente, el que se quite del gobierno a un personaje con un estilo neanderthal como Uribe, y se ascienda a un gomelo clásico de esos estirados, estilo Santos, representa un cambio político «fundamental»… aún cuando las fuerzas sociales y políticas que los sustenten (para no mencionar el programa de gobierno) sean, en lo fundamental, idénticos. Santos, entonces, se convierte en expresión de una derecha «inteligente», que sería un complemento de la «inteligencia superior» de Uribe. ¡Cómo si el problema social de Colombia se redujera a la inteligencia o no de sus presidentes!
La caracterización que de Sousa Santos hace del gobierno de su tocayo, Juan Manuel Santos, es asombrosa:
«Llevo años acompañando a Colombia y veo cosas que no esperaba. Hay algunas propuestas de justicia social estructural, sobre todo en términos de la cuestión de la tierra, el agua, los desplazados, las regalías y las indemnizaciones a las víctimas, que me parecen nuevas. Hay un intento de reconciliación nacional que está tratando de abrirse a otras formas políticas para evitar la agresividad del uribismo. El nuevo presidente -rápidamente ha aprendido con Barack Obama- ha dado señales que quizá los partidos políticos de oposición no están entendiendo».
Acá hay mucho para decir, pues resulta obvio que, o no estamos analizando el mismo país, o que las categorías que estamos utilizando son conceptualmente antagónicas. Pero es necesario ir por partes:
a. ¿Justicia social estructural?
¿Dónde están las propuestas de justicia social estructural del gobierno de Santos? ¿Por fortuna ha hablado Santos de una nueva redistribución del ingreso nacional? ¿De una reforma profunda para extender los servicios públicos y, de paso, de aumentar el gasto en ellos? ¿Ha mencionado, siquiera, una necesaria y eternamente postergada reforma agraria?
Si por justicia social estructural, el Sr. de Sousa Santos se refiere a la propuesta de devolver una determinada cantidad de tierra a los desplazados en un cierto lapso de tiempo (que no es más que una promesa que comenzó mal, con el asesinato de un dirigente campesino en el Urabá por reclamar que se hiciera realidad), estamos entendiendo cosas muy diferentes al hablar de la tal justicia social estructural. Acá estamos ante una medida de reparación elemental, que tampoco está claro hasta donde puede llegar, y que no soluciona el problema histórico de la tierra en Colombia (hoy en día, el 0,4% de los propietarios concentran más del 60% de la tierra; y si vemos con aún mayor detalle, 3.000 terratenientes controlan el 53% de la tierra; por el contrario, 46% de los propietarios pobres deben contentarse con apenas un 3,2% de la tierra -según cifras del DANE).
Obviamente, ya no se habla de reforma agraria, y la sola mención de este término es prueba indudable, para el bloque en el poder, de intenciones «terroristas». La antirreforma agraria impulsada por la oligarquía y el paramilitarismo, que se encuentra en los orígenes mismos del conflicto social y armado colombiano en la década de 1940, pero acrecentado desde el surgimiento del paramilitarismo moderno a mediados de la década de 1980, ha modificado definitivamente el panorama rural en beneficio de dos grandes actores: la agroindustria exportadora y los gamonales. La restitución de tierras a ciertos desplazados, en medio de un clima de amenazas y violencia, no revierte este proceso, el cual se refuerza con la política agraria global del gobierno de Santos que privilegia, como es fácil de prever, la agroindustria exportadora y la concentración de tierras.
(Para más detalles sobre la política agraria de Santos, puede consultarse HYPERLINK «http://www.redcolombia.org/index.php?option=com_content&task=view&id=1075&Itemid=99» http://www.redcolombia.org/index.php?option=com_content&task=view&id=1075&Itemid=99 ).
Sobre el tema del agua, basta recordar que existe una propuesta para convertir el derecho al agua en un derecho constitucional, que debería haberse llevado a referéndum hace dos años. Esta propuesta fue hundida mediante trampas inconstitucionales por el gobierno de Uribe, del cual, no está de más recordar, Santos era brazo derecho, porque ni tenían interés en revertir la privatización del servicio de agua potable, ni tampoco en desviar la atención del referéndum re-eleccionista, que era lo único que les importaba. Sería muy sencillo tramitar nuevamente esa propuesta, que cuenta con las firmas requeridas y cumple con todos los requisitos formales de tipo legal. ¿Por qué Santos no lo hace?
De víctimas, mejor ni hablar, porque aparte de las promesas de devolver cierta cantidad de tierra a algunos campesinos, el régimen santista no se ha pronunciado a fondo sobre el asunto.
b. ¿Cuál es el intento de reconciliación nacional?
Lo que hay es un intento de formar un bloque de «unidad nacional», que no es la reedición del frente nacional, sino de una especie de unipartidismo amorfo, de mil cabezas, para generar apariencias democráticas, en torno al cual se busca consenso social para legitimar las políticas implementadas a sangre y fuego durante décadas. Es una fase de consolidación del régimen paramilitar, no su superación. Con más de dos millones de informantes, 450.000 uniformados y alrededor de 20.000 paramilitares en armas, es innecesario para el sistema mostrar «agresividad verbal». Su agresividad se expresa en los hechos, no en la bravuconería propia de un terrateniente como Uribe. Cambia la forma, pero no la esencia paramilitar.
Este mensaje conciliador, según de Sousa Santos, no lo están entendiendo «ciertos partidos de oposición» (en realidad sólo hay un partido de oposición, el Polo Democrático Alternativo, que reúne a los sobrevivientes de casi todos los partidos de izquierda legales que han existido en Colombia recientemente). Acá se aprecia claramente que la intencionalidad de esta visita (y de la propaganda que recibió a su favor en periódicos como El Espectador, el cual, aunque ha expresado ciertas reservas ante los «excesos» del uribismo, y permite escribir a ciertos columnistas de izquierda, es, en su línea editorial y en el trato de la información noticiosa, un medio abiertamente favorable al régimen), no es otra que la de reforzar la línea de Gustavo Petro y de Lucho Garzón, que serán unas de las vías de legitimidad para este consenso en torno a un régimen mafioso y criminal. La cooptación y el oportunismo más venal reciben así un barniz ideológico «progre» desde el cual darse respetabilidad.
Si de Sousa Santos fue capaz de llorar de emoción con el triunfo de Obama, como reconoce él mismo en la entrevista, ¿por qué extrañarse que también se haga ilusiones con Santos? Es propio de la socialdemocracia, ante su incapacidad de perfilar una alternativa popular, esperar que la burguesía le haga las tareas. Pero no creemos que de Sousa Santos sea tan ingenuo como para hacerse falsas ilusiones. Lo suyo es peor, es una política de colaboracionismo clásico.
¿Es el Estado colombiano una mansa paloma en medio del conflicto?
De Sousa Santos no puede, por supuesto, pasar por alto el conflicto colombiano, pero su trato es superficial, equívoco y con un prisma de derecha. Al referirse a la política del gobierno de Santos, dice:
«Es una oportunidad de crear un marco de conciliación lejos de la fórmula de eliminar a los anacronismos violentos de los paramilitares y las guerrillas de una manera directa y represiva, sino a través de transformaciones sociales, de la distribución de las regalías, donde puedes ir minando las fuentes de renta de estos grupos. Es muy inteligente y quizá sea posible.»
Cuando de Sousa Santos menciona que el gobierno está tratando de eliminar los «anacronismos violentos de paramilitares y guerrillas», da cuenta de cómo la socialdemocracia se da la mano con Uribe y con sus ideólogos, como José Obdulio Gaviria, en un punto fundamental: en mostrar al Estado colombiano como un agente neutral del conflicto, como la encarnación del interés general, más allá del bien y del mal, por encima de los «violentos». Esto es un punto que no es secundario, porque el Estado no es solamente un sencillo agente más de la violencia en Colombia, sino que es el actor fundamental del conflicto, porque su violencia «ilegitima», en cuanto respuesta privilegiada e histórica a los anhelos populares de reforma social, está en los gérmenes del conflicto colombiano y porque, además, el paramilitarismo ha sido uno de los tentáculos del Estado. No creemos que a estas alturas sea necesario insistir en un hecho comprobado hasta la sociedad: los crímenes del paramilitarismo son crímenes de Estado. El Estado colombiano es un Estado terrorista. Ignorar esta realidad, equivale a ignorar la historia colombiana de los últimos 60 años, o es un acto de mala fe que busca deliberadamente confundir a la opinión pública, para limpiar la imagen de un sistema estructuralmente criminal.
Además, después de los últimos acontecimientos de bombardeos criminales e indiscriminados, que han masacrado a lideres de la insurgencia, en una forma por demás cobarde y con la sevicia típica de los chacales de la muerte de la oligarquía colombiana, resulta de un cinismo aterrador decir, como lo afirma de Sousa Santos, que el gobierno de Juan Manuel no está usando métodos «directos y represivos». Los hechos muy rápidamente se han encargado de enterrar estas vanas ilusiones de ciertos intelectuales despistados o mal informados, que vienen de tiempo en tiempo a tratar de convencernos, desde sus torres de marfil en hoteles de cinco estrellas, que la oligarquía colombiana se comporta de manera ejemplar y que hace su guerra de manera muy «humanista».
Llama la atención que la postura socialdemócrata del académico de Sousa Santos coincida con la de ideólogos de la extrema derecha, como Eduardo Pizarro y de la mayor parte de los miembros de las comisiones oficiales de Justicia y Paz, que sostienen, sin vergüenza alguna, que Colombia es una «democracia» asediada por los violentos, o peor aún, que la violencia colombiana se ha producido por la debilidad o la ausencia del Estado. Como si la existencia del paramilitarismo en vastas regiones del país no fuera, efectivamente, un acto que evidencia la presencia del Estado.
Sobre la estrategia de guerra, el gobierno de Santos no ha variado en absoluto con respecto al de Uribe. De hecho, Uribe jamás renunció a la posibilidad del diálogo, solamente que lo limitó a la rendición de la insurgencia. Santos hace exactamente lo mismo. Pedir condiciones imposibles, como finalizar con las acciones «terroristas» (es decir, cesar los actos de guerra mientras el Estado arremete con bombardeos indiscriminados), es una condición que convierte a la retórica del diálogo en una mera utopía. Santos ha sido claro en su mensaje a las fuerzas armadas: «arreciar, arreciar, arreciar». Más aún, ha manifestado que profundizará la «seguridad democrática», es decir, la estrategia política diseñada en torno al Plan Colombia. La división forzosa que hace de Sousa Santos entre represión física o violencia directa, y lo que llama «ir minando las fuentes de renta de estos grupos» (ie, guerrilleros y paramilitares), es una muestra más de la ignorancia absoluta que tiene ante la política de guerra del Estado colombiano de las últimas décadas. Por lo demás, esta división artificial reproduce de manera burda la versión derechista del Banco Mundial sobre los conflictos armados en el mundo actual, desvinculados de cualquier motivación política, social e ideológica, para ser convertidos en guerras que sólo se hacen por el manejo de alguna renta económica.
Toda estrategia de guerra, particularmente si se trata de un conflicto interno, requiere del manejo de dos elementos: garrote y zanahoria. Siempre la estrategia militar del uribismo, así como de los gobernantes que lo precedieron, estuvo acompañada de estrategias sociales complementarias del aspecto bélico. Lo que en Irak o Afgansitán llaman ganarse los corazones del pueblo, acá se conoce como «programas de consolidación». La guerra económica ha sido también una parte fundamental de la guerra en contra de la insurgencia, y de ahí viene el interés de un Estado profundamente implicado en el narcotráfico, en erradicar «ciertos» cultivos de coca (curiosamente, en las zonas donde la insurgencia cobra gramaje).
Por último, una observación sobre la naturaleza de la violencia política, la cual, para de Sousa Santos es «anacrónica». La violencia política está de «moda» en el mundo: basta con observar la exacerbación de toda clase de conflictos en Oriente Medio gracias a la profundización de la estrategia imperialista de los Estados Unidos para darse cuenta de ello -pero claro, no esperamos que un intelectual tan «sesudo» como de Sousa Santos se ocupe de las noticias matutinas. Lo que si es anacrónico es que en Colombia todavía se combata por una reforma agraria y que, medio siglo después, la oligarquía no tenga voluntad política para abordar honestamente el tema. El problema no es, y nunca ha sido, si la guerrilla deja o no las armas. El problema fundamental es cuando la oligarquía va a abandonar la guerra sucia y cuando se dispondrá a aceptar reformas elementales (como la repartición democrática de la tierra) que, en casi todo el resto del continente, se han ido implementado durante el último medio siglo; reformas, hay que insistir, que no fueron gratuitas sino que se conquistaron con lucha, y en muchos casos, con violencia política.
La naturaleza de la lumpenburguesía colombiana y latinoamericana
Pero de Sousa Santos no solamente «desconoce» la realidad colombiana (o mejor dicho, pretende desconocerla). Además, «desconoce» la realidad latinoamericana y la experiencia histórica del pueblo latinoamericano y eso lo lleva a sostener ingenua o cándidamente, la posibilidad de una transición armoniosa al socialismo, sin conflicto. Ante la pregunta, de si acaso le preocupa que el proceso de reformas genere reacciones violentas, como sucedió en Chile, responde, sencillamente: «No hay muchas condiciones para esto. Usted puede tener razón a la luz de la historia. Pero la historia no se repite. Además, todos estos cambios son promovidos dentro de un marco democrático y de negociación».
Lo primero que llama la atención, es que tácitamente, al plantear la experiencia de Allende en oposición a los procesos de reformas actuales, está afirmando que el caso de la Unidad Popular no ocurrió ni en un marco democrático ni en un marco de negociaciones. Esto no solamente es desconocimiento histórico (particularmente grave, dado que como socialdemócrata debería conocer al dedillo esa experiencia que sienta la base de los procesos de las reforma actuales) sino que es de mala fe, porque le hace el juego a los gorilas y al corillo de los neoconservadores que aún hoy siguen diciendo que Allende era un «dictador populista».
Lo segundo es el fetichismo legalista, propio de quien desconoce la naturaleza de la lumpenburguesía latinoamericana (de la cual la colombiana es tan sólo su versión más extrema), que históricamente ha demostrado que no cederá de ninguna manera a las buenas, y que intentará por todos los medios mantener intactos sus privilegios. Una política que ignore esto no tiene la menor posibilidad de enfrentar con éxito las transformaciones sociales que se requieren. Es necesario despejar las ilusiones reformistas y leguleyas y hablar un lenguaje claro y directo: sin movilización popular, y sin confrontar directamente al bloque en el poder, no daremos un solo paso adelante.
Esto de Sousa Santos lo sabe, pero opta por sembrar ilusiones. De hecho, su inconsistencia se evidencia cuando sostiene: «Lo que estamos pensando es que va a haber una reacción antidemocrática del capital global, ansioso por controlar los recursos naturales. Reacción que puede ser violenta.» ¿Y qué es lo que propone? Confiar en la buena fe de esos mismos actores que él describe como antidemocráticos y que pueden llegar a ser violentos.
Sembrar hoy falsas ilusiones ante la profundización de las agresiones imperialistas es un acto francamente irresponsable. No preparar a la gente, ni siquiera en el plano ideológico, para movilizarse en defensa de sus derechos y de lo poco que se ha conquistado en más de una década de luchas (desde que reactivaron sus protestas los indígenas, cocaleros y las comunidades más marginalizadas de nuestro continente) es una acción desmovilizadora. Pero la socialdemocracia, como siempre, se entera tarde de lo que está sucediendo en el escenario político y por eso siempre asume el rol de administrar la crisis. Hoy no es el momento de conciliar, sino de profundizar la contradicción entre el ínfimo bloque en el poder y las masas populares que, como cada vez está más claro, ya no tienen nada que perder. Es el momento de reforzar la resistencia y la lucha de los pueblos por sus derechos, no de frenarla. Y son ellos quienes tendrán la última palabra, no los intelectuales socialdemócratas convertidos en apologistas de última hora de regímenes criminales como los de Barak Obama en Estados Unidos y Juan Manuel Santos en Colombia.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.