Pobre aquella patria en la que los ciudadanos del común, a quienes poco o nada les importa el bonum commune, se creen las poderosas tramas delincuenciales de los victimarios y en cambio desoyen a punta de control remoto los gritos desesperados de las víctimas, que van y vienen a la deriva con hijos y enseres por los cinturones de miseria de las ciudades o mueren invisibles y de «muerte natural» junto a los semáforos. O de las que perdieron a sus familias, o sus tierras, o el futuro, o la vida. Pobrísima.
El pretérito y circunstancial embajador de Colombia en Argentina, el nicaragüense Rubén Darío, escribió en una elegía, quizás agradecida por la investidura, que Colombia «es una tierra de leones». No creo que el eximio poeta haya mentido a sabiendas. Apenas fundó la inspiración en una ignorancia atrevida. No podía ser de otra manera, si este país apenas lo pisó de paso y el interlocutor de afán que tuvo hubo de ser un lagarto lírico tan inocuo de poeta como dañino de presidente y político.
Sí, el costeño Rafael Wenceslao Núñez Moledo, eximio regenerador godo que ató por 105 años la tierra de leones a una Constitución que parecía inspirada en la cartilla de modales de la esposa, doña Soledad Román, en «El Cabrero», su finca en la Costa Atlántica, del mismo modo que habría de soñar hacerlo y en buena parte hubo de lograrlo muchos años después otro presidente igual de pernicioso, Álvaro Uribe Vélez, paisa que casi adosó toda esa misma patria al «Ubérrimo», su finca en Córdoba, un departamento también de la Costa Atlántica.
Decía que Darío, tan modernista como poeta y lúcido como modernista, fue más bien lucido en su verso de cita citable, trillado a más no poder en ese arribismo literario de tantos leoninos que cada día citan lo mismo como si fuera la primera vez. Darío, caro príncipe de las letras castellanas, tan depreciado en la diplomática representación de un conservador de ultraderecha y matrero como Caro (1).
Ni entonces ni ahora ha habido melenudos en esta tierra siempre llena de militares peluqueados al rape, paramiltares que poco encubren el trasquilado castrense, mercenarios motilados y mutiladores, ejércitos de mandaderos y soplones esquilados con saña por las cónyuges celosas de las víctimas violadas.
Hasta en cualquier pueblo pelado, alcaldes y primeras damas hacen campañas caritativas que ofrecen sopa a pordioseros y vagabundos bajo la condición irrestricta de que se dejen cortar el pelo. En las guerrillas, de melenudos por antonomasia, si acaso sobreviven solitarios los cadejos luengos de Cano.
Aquí nunca tuvimos leones. Si acaso tigres mariposos, gatos perrunos, tigrillos gallineros, félidos de mucho valor cultural, pero sin la estatura del rey de la selva. Por suerte, fuimos colonia española y no inglesa. De lo contrario, Kipling, que también habría cultivado aquí a sus anchas sus inclinaciones imperialistas, hubiera escrito babosadas de sapos y de quién sabe qué otros animales rastreros, como los tantos tenidos desde la Gran Colombia al degolladero de hoy. Shere Kan, un gato cojo. O Bagheera, un gato manchado. Gatos por liebre. Tal vez por eso de llamarse Joseph, el mismísimo Yahvé le proveyó la India al británico.
Ah, cierto, tuvimos algún Pumarejo de presidente, que no concluyó el segundo mandato y en venganza nos legó un delfín al que le decían «El Pollo», septuagenario, octogenario, nonagenario por los siglos de los siglos. Un pollo de edad tardía que puso por años «a pensar al país», un país que tiene huevo.
Y, otra vez cierto, están los tres o cuatro rastas de melena simbólica, seguidores de Selassie, el León de Judá. Y los cuatro mil «Hijos del Jaguar» que sobreviven, los indígenas koguis, acorralados y humillados en su mundo perdido de la Sierra Nevada de Santa Marta. Negros, indios, desposeídos a los que el resto del país mira como el león de Esopo miraba al ratón, hasta que los Estados Unidos terminen de atarnos a todos por igual.
«Un país de cafres (con perdón de los cafres)», afirmó Darío Echandía en su otoño, atisbando para atrás la historia nacional. Lo dijo el político liberal, que tan cerca estuvo de tantos y peligrosos cafres (que él mismo fue uno en sus devaneos), ciertamente, con mucho más de hienas que de leones.
«Esta es Colombia…
Un país que, en todo caso, se traga embutidos enteros. Porque le gusta que le mientan. Porque necesita falsear de cuenta propia. Porque lo que es cierto se enreda, se le da tres vueltas, hasta volverlo un fiasco, una ficción. Pura creatividad, para la que inventamos los leguleyos oficiales, peripatéticos, subrepticios. Avispados más de la cuenta, en un exceso tal que ha llevado mortalmente a que los extremos se toquen (y truequen) en tremenda tontería.
País de las cosas oscuras y el chocolate claro, donde quienes opinan o dicen alguna verdad son tildados de traidores a la patria, como Piedad Córdoba, y quienes se abstienen de pronunciar la más mínima son los machos alfa, como… Bueno, no hay espacio.
«No hay hechos, sólo interpretaciones», dijo Nietzsche (2), poniéndole fin a la mentira de las verdades absolutas, dogmáticas, del «De Ente et Essentia» del Doctor Común(3). Nosotros malinterpretamos a conciencia, por convicciones infundadas o enterezas interesadas. Pueblos se lapidaron defendiendo sus verdades de pacotilla, nosotros nos matamos preservando mentiras absolutas a sabiendas en el fuero interno de que lo son. Venerables pueblos católicos asesinaron, masacraron, quemaron, lincharon, arrasaron a otros pueblos por el imperdonable delito de no ser virtuosos. ¿Por qué diablos no hemos de hacerlo nosotros, un pueblo católico, apostólico y romano, cuando, además, ya ha sido inventada la motosierra bendita?
Se sigue tragando entero a diario el cuento santanderino de que las armas nos dieron la independencia y las leyes la libertad. Cuando la independencia se consiguió bien poco. Su destello fue tan vago que no se la vio por parte alguna en el marasmo atronador de las armas que seguían luchando por mantenerla, hasta lograr el objetivo confidencial y final de que cambiara de nombre el sojuzgador.
De España a los Estados Unidos. Del reino monacal y confesional de ultramar a la esencia cuáquera de Whitman y la condición puritana del imperio del norte. Un cambio de manos que no finiquita.
Y en lo poco de soberanía que se tuvo y se tiene, antes que las armas tuvieron que ver los espíritus; el de Bolívar, digamos, en contravía de lo que tantos leones de la manada creían y defendían sectarios con sus espadas. Es que los colombianos también hemos tenido pensadores con ideas progresistas, de avanzada, como los venezolanos Bolívar y Sucre, en medio de la leonera de militares ambiciosos y jurisconsultos como Santander, ese presidente encargado de la patria por siete años, que a veces todavía pareciera gobernarnos, y que abrió el abrevadero de agua sucia del que brotaron los dos partidos más prestigiosos en la defensa de privilegios y la exclusión: el Liberal y el Conservador.
En cuanto a que las leyes dieron la libertad, bueno, quizás fue cierto y sigue siéndolo para los culpables, a los que éstas garantizan la impunidad. Pero pocas veces se la otorgan a los contados inocentes que sobreviven en un país de malhechores. Son leyes groseras que permiten que el último ex presidente ande libre, trinante y prestante, o que los militares tengan fuero, ciertos ministros ministerio, los banqueros bancos, Luis Carlos Sarmiento Angulo magnanimidad.
Al país también le vendieron el cuento chino de que con bala lograría la paz: la «Seguridad Democrática». Un engendro que no desciende de un principio rugiente, sino de una ley que relincha: la «Ley de los Caballos» (4), de los tiempos de los mismos Caro y Núñez, política rumiada cada tanto por dictadores disimulados, como Julio César Turbay Ayala, o Álvaro Uribe, el centauro que tomaba tinto a caballo, mientras leía la ley. En todo caso, una falacia aprovechada y bien maquinada, que se valió de los eternos anhelos de tranquilidad de todos los colombianos y fue vendida como panacea. Una paz imposible envuelta en un discurso tramposo que repartieron como fruslería rutilante o ungüento prodigioso, y que sólo sería útil para enriquecer los bolsillos de los embusteros y las ínfulas de sus portentos.
Y para hombres de paz a los que embelesa la guerra. Como Celis, infeliz e inadvertido como Rivera. O mi general Naranjo, el mejor policía del ínfimo mundo que es la Policía del globo terráqueo. O el ilustre embajador en Austria y ante la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito, el general (r.) Freddy Padilla de León. León de cédula, al que hubo que mostrarle resultados hasta que los logros se volvieron ejecuciones extrajudiciales. El mismo de la operación «Fénix», un agravio fabuloso que le echo 500 años de cenizas a las relaciones con Ecuador, más que las copiosas del Tungurahua; «Jaque», que al tercer aniversario resultó mate pastor de principiantes, donde ni dama, ni caballo, ni rey fueron tales, y «Camaleón», en honor a la camada de leones que sueñan ser los soldaditos de plomo cuya vistosidad el retiro vuelve turbios cuidadores de funcionarios, de mafiosos o de taburetes en las entradas de los edificios de poderosos.
«Esta es Colombia, Pablo con su espuma y su piedra/ curvada dulcemente sobre el hombro de América.» (5), escribió Jorge Rojas en un poema ensalzador llamado «El cuerpo de la patria», dedicado a Pablo Neruda y citado y recitado muchas veces. Y habría que decir: Con espuma, sí. Con piedra, sí. Curvada, tal vez. ¿Dulcemente? No.
En cambio, sí hay extraviado en el maremágnum poético del citado poema del piedracielista un verso y pico muy inadvertidos, que le van muy bien a la naturaleza patria: «…y ese germen de muerte/ que transita la incierta materia de las cosas» (6).
Pobre Pablo, «casi inteligente, ese poeta que era casi bueno», como lo recordó alguna vez aquí su compatriota Gonzalo Rojas (7), que en contravía a su grandeza ideológica se tragó el cuento de los poetas patrios oficiales, bardos banales cuya insensibilidad los volvió fascistas, sus dizque amigos, como el propio terrateniente Jorge Rojas, o los áulicos Carranza y Camacho Ramírez.
Pobre Neruda. Asfixiado hasta la muerte por Pinochet, con amigos de tal jaez en Bogotá y declamado años después por Uribe, esa pastoril «alma gemela» de todo, que mucho quitó y nada puso en tantos asuntos, más aún en los del entramado poético, incluida su simple recitaduría, que no recitación.
Pobre Banana Republic
¿Banana Republic?, qué ofensa, qué rabia. Pero, ¿y entonces? Si esta patria cuadra de maravilla con las nociones que suponen el denigrante concepto: riquísima, pero llena de pobres; descuajaringada, robada, saqueada; habitada por malos de primera y buenos de segunda, y deshabitada por quienes tienen que soportar la gula de ambos; jaula oliente a sangre; gobernada por sabandijas; con la Justicia en veremos y ajusticiada por los militares; procurada por Alejandro Ordóñez Maldonado e inteligenciada por Felipe Muñoz Gómez; que hace poco caso a Keynes y no procede a la eutanasia de los rentistas, sino a la muerte de la inteligencia y la disensión. Criminalizada la protesta, censurada la red, desfalcadas las regalías venideras y el porvenir, ¡Banana Republic!
Pobre Colombia. Donde los presidentes olvidan pronto lo malo que dictaminan y sus funcionarios lo malo que perpetran. Donde los secuaces se exilian y los organismos «protectores» chuzan, injurian, persiguen, asesinan. Y donde éstos y aquellos, esos sí, son gavillas, jaurías.
Pobre aquella patria en la que los ciudadanos del común, a quienes poco o nada les importa el bonum commune, se creen las poderosas tramas delincuenciales de los victimarios y en cambio desoyen a punta de control remoto los gritos desesperados de las víctimas, que van y vienen a la deriva con hijos y enseres por los cinturones de miseria de las ciudades o mueren invisibles y de «muerte natural» junto a los semáforos. O de las que perdieron a sus familias, o sus tierras, o el futuro, o la vida. Pobrísima.
A muchos colombianos les gusta tener «espíritu de país». Creen, incluso, que su país de simulaciones sin disimulo es pasión. En verdad obran con un espíritu de cuerpo tan malsano como aquel que a cada rato remata la menguada integridad del glorioso Ejército Nacional. Ortodoxias funestas que vuelven de vidrio tan férreas estructuras mentales e institucionales.
Frágil ha sido también la fe en el país consagrado y vuelto a consagrar al Sagrado Corazón de Jesús. Un reino terrenal donde el celestial santo ni pía y son mandamases de hecho el Santo Domingo corroncho y los Santos cachacos: Montejos éstos caídos al Calderón.
Desde los tiempos del citado Rafael Wenceslao y su Constitución de 1886, Colombia padeció por esos 105 años los frutos de un chantaje eclesiástico al Regenerador, que la iglesia veía más bien como un degenerador degenerado por haber llevado a Palacio a una segunda esposa desposada por lo civil y sin la bendición divina. Doña Sola.
La Constitución del 91 acabó con la bendita consagración, pero, en 2008, casi a hurtadillas en Palacio, otro presidente habría de renovar esos lazos celestiales: Álvaro Uribe, por supuesto (8). Una recontra consagración vergonzante porque la propia Constitución lo prohíbe, pero consagración al fin y al cabo, con lo que de inútil pero de harto y violatorio y desafiante de las normas tiene, justamente, para un gobierno que durante ocho años estuvo a Dios rogando y con el mazo dando.
Quebradiza, así, la fe. Si los que mandan creen en Dios, pero no creen en Poncio. E igual los que obedecen, que de embarradas libran a Barrabás. Dos milenios pasados por la faja en un rincón del mundo que se vanagloria de su devoción, que adora al Divino Niño del 20 de Julio, pero acaba como puede con sus niños ciertos, los de carne y hueso de todos los rincones y todos los días.
Los sicarios rezan las balas que matarán y se santiguan al disparar. En Medellín, en Barranquilla, en Cali, en Cajibío. Una acendrada tradición cultural que apenas varía en el cambio de los Smith & Wesson o los Colt de los «pájaros» de la Violencia de los años cincuenta del siglo XX por pistolas como la Five-seveN, nefasto aporte tecnológico de la OTAN a la barbarie, con munición calibre 5,7 x 28 mm. capaz de atravesar blindados en Bogotá, y caseríos y palenques enteros de Chocó y Urabá, en las arrinconadas costas del Pacífico y del Atlántico. Lindo país bañado por dos océanos. O un océano y un mar Caribe.
¡Qué se le va a hacer! «Sufrimiento de un pueblo/ se ahoga y se hunde en el mar», lo supieron Galtieri, Videla, los generales del Cóndor, y lo dijo otro León al morir, Manuel Santillán, quién sabe de dónde y cómo redimido por los Fabulosos Cadillacs (9); León del viejo San Telmo, ay, por donde paseó entre pintados duelos de cuchilleros nuestro honorífico embajador Darío, junto a Lugones, cuando éste aún se bebía el güisqui sin cianuro.
Y queda Colombia, como en toque de queda. Qué país tan bello, menos mal que se acabó, dirán no sin razón los sucumbidos en Sucumbíos, los prójimos de las fosas comunes y tres tercios, cuatro cuartos de país. Tiempos yentes y vinientes con los espantos de una época insepulta a la que no devoró el «Felis leo» de Linneo, sino, cada mañana, cada tarde, cada noche, el miedo, ese mero temor de maullar.
Leónidas, leoncios y leoninos
Ni copiamos a Leónidas, más bien siempre prestos a poner los pies en polvorosa, como María del Pilar Hurtado, la ex directora del Departamento Administrativo de Seguridad, el sombrío DAS, que tampoco es excepción de talante. Y aunque en asuntos políticos y sociales Colombia sea un desfiladero estrecho y se parezca tanto a Termópilas, ni por nada le gruñiríamos a Jerjes, como no le pelamos los ojos a Bush o a Obama. Mejor sapearíamos a los soldados aliados que nos acompañan, por hijueputas y desleales con el invasor.
Aquí, resumiendo, se le dan ventajas al enemigo y muy pocas al amigo. Así las cosas, los gringos las tienen todas: Bases militares, recursos, lo que pidan. Gobernantes, políticos, militares, empresarios, curas, toda clase de reptiles y viperinos rinden cuentas por igual, piden excusas y ruegan por visa ante el virrey imperial de la embajada de los Estados Unidos: Agallinados leoncitos de este Reino Animal que va de la quebrada San Antonio, en Amazonas, a Punta Gallinas, en La Guajira; poco temerarios y mucho lo temerosos. Ahí está WikiLeaks. Servilismo ante el poder y rugidos de león, ahí sí, para los débiles. El axioma es indiscutible: dominar nos hace libres, la sumisión al gringo muy felices.
Ah, que sí, de veras, leones dormidos sobre los laureles, mientras el país es destripado y socavado y esquilmado. Pasan las filas de furgones y remolques, chasquean los buques, zumban los aviones, todos cargados de oro, diamantes, esmeraldas, coltan, ferroníquel, petróleo, y poquísimas preguntas surgen por el rumbo que llevan, los beneficios que representan, los daños irreversibles que dejan. Apenas pasan atrás, lentas y chuecas, las carretas llenas de nosotros muertos.
Cosas importantes ocupan la agenda: qué encuesta se hace para reencauchar a quién o para absolver a cuál, a cuánto asciende la descarada coima o por qué quedamos otra vez afuera, o con qué arcaico demonio se alía el pintado de inteligente y buenazo. ¡Pobre Bogotá, también!
Ni leoncios. Ni siquiera hemos leído «La ciudad y los perros», la última novela de Vargas Llosa (cuando todavía no deshacía los pasos, y tapaba su ideología de derecha y daba a entender que era anti militarista) por allá a comienzos de los años sesenta del siglo anterior, como para saber qué diablos es el Leoncio Prado, un colegio militar con un estilacho que se parece demasiado al nuestro de nación, en el que ni el Perú de ahora se mira tan bien.
Ni somos nacidos bajo el signo de Leo, con excepción, unos más, unos menos, de la doceava parte de la población, la que bien podemos desechar para el asunto, si a menudo como país prescindimos del 60% que es pobre, del 8% que es indigente, del otro 38% que no sabe ni qué es.
Nuestro contrato social no tiene nada que ver con el de don Jean-Jacques. El nuestro, si lo hay, es de compraventa callejera, leonino, y está fundamentado en la inequidad, la injusticia y la restricción de libertades. Acatamos del francés su defensa de la dictadura (que asumimos a condición de disimularla) como mecanismo para prevenir y solucionar las crisis (como siempre estamos en crisis…) Y la necesidad de la censura (siempre y cuando sea asimismo encubierta y ejercida por alguien que nos odie, como los grandes grupos económicos o las transnacionales).
Acá no quedan ni los esqueléticos leones des-garrados, que castigan por años cuidadores y domadores de zoológicos y circos, para divertimento de bestias conterráneas. Y los de don Pablo, el primo bueno de José Obdulio, el asesor del Uribe presidente, que el capo usaba para evadir con sus orines fuertes el olfato de los sabuesos cocainómanos, fueron tasajeados por la Dirección Nacional de Estupefacientes y vendidos por kilos o al libreo en las famas de Puerto Boyacá y medio Magdalena Medio.
Leonina, también, a lo sumo, le dejaron la cara Pantaleón y los Morales a otro José, el chapetón González Llorente, cuando le armaron el montaje uribista del grito del ducentésimo primer día del año de hace 201 años, o sea, del 20 de julio de 1810.
El asunto no llegó a «falso positivo» porque, como lo cantó el Ministerio de Educación Nacional, digamos, con «A que te cojo, ratón», Colombia no aprende. ¿O diría que sí? ¡Nunca! De hacerlo, la tal campaña la habrían adelantado, a lo largo de estos dos siglos y un año, la Secretaría de Gracia y de Justicia de los tiempos de la Junta Revolucionaria de Santafé de Bogotá, el Ministerio de Justicia de toda la vida, o embustes como la Procuraduría Delegada para las Fuerzas Militares o la Justicia Penal Militar (10). ¡Digitígrados que salvaguardan los ratones que bullen de puertas para adentro! ¡A que no te cojo, ratón!
Si es mejor ser vaca en Europa que campesino en países en desarrollo (como Colombia), según Stiglitz (Joseph, claro está), ¿cómo no va a ser menos arriesgado irse de mula por el mundo que quedarse de famélico león penando en el terruño? Menos vale figurarse colombiano que hacerse el sueco.
No somos, pues, una tierra de leones. La más felina inclinación es nuestra proclividad para usar sin remilgos la Uncaria Tomentosa, conocida popularmente como «Uña de gato», que traen al país los traficantes de todo enredada en las pistolas desde la selva peruana y de macetas de los alrededores del Leoncio Prado de Lima, para reforzar nuestro espléndido sistema inmune de mamíferos carnívoros, comelones de siervos sin tierra, tragones de carroña, cabezones y con cola en forma de brocha.
NOTAS DEL AUTOR:
(1) Miguel Antonio Caro Tovar, presidente de Colombia entre 1892 y 1898. Sucesor de Rafael Núñez. Rubén Darío estaba en Panamá, «donde recibió la noticia de que su amigo, el presidente colombiano Miguel Antonio Caro le había concedido el cargo de cónsul honorífico en Buenos Aires». En: http://es.wikipedia.org/wiki/Rubén_Dar%C3%ADo
(2) NIETZSCHE, Friedrich. La voluntad de poder. Ed. EDAF. Madrid, 2000. Pág. 476.
(3) DE AQUINO, Santo Tomás. El ente y la esencia (De ente et essentia opusculum). Ed. Aguilar Argentina S. A. Buenos Aires, 1970. 84 páginas. Tomás de Aquino también era conocido como Doctor Angélico o Doctor Común.
(4) Ley 61 de 1888, llamada «Ley de los Caballos», que facultó al Presidente de la República «para prevenir y reprimir administrativamente los delitos y culpas contra el Estado que afecten el orden público, pudiendo imponer, según el caso, las penas de confinamiento, expulsión del territorio, prisión o pérdida de derechos políticos por el tiempo que sea necesario…» El pretexto para la expedición de la ley la proliferación de bandoleros en el país, que entre sus excesos de crueldad llegaron a desjarretar los caballos que no podían robarse. De allí su nombre.
(5) ROJAS, Jorge. Obra Poética. Ed. Procultura S.A. Bogotá, 1986. Págs. 153 – 158.
(6) Idem.
(7) Cooperativa de Chile. «Gonzalo Rojas se burló de Pablo Neruda en Colombia». 24-04-2007. http://bit.ly/fvGfJW
(8) Un Pasquín. «El presidente, el vidente y el rosario». 19-09-2008. http://blog.unpasquin.com/2008/09/el-presidente-el-vidente-y-el-rosario.html
(9) «Manuel Santillán, el León», tema del álbum «León» (1992), de Los Fabulosos Cadillacs.
(10) http://www.ejercito.mil.co/index.php?idcategoria=99137 Vínculo que del portal del Ejército lleva a la página de la «Justicia penal Militar». No funciona y es diciente. Pero ahí está.
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