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Colombia: ¿Un caso exitoso de la guerra contra las drogas?

Fuentes: Le Monde Diplomatique (Colombia)

Con diversos medios y formatos, periodistas, académicos, instancias gubernamentales de Colombia, Estados Unidos (EU) y de otros países proclaman el éxito colombiano respecto a la implementación y los resultados de la guerra antidrogas. Además, la situación actual de México, de un incremento de la violencia asociada al narcotráfico, sirve para generar pronunciamientos y recomendaciones para […]

Con diversos medios y formatos, periodistas, académicos, instancias gubernamentales de Colombia, Estados Unidos (EU) y de otros países proclaman el éxito colombiano respecto a la implementación y los resultados de la guerra antidrogas. Además, la situación actual de México, de un incremento de la violencia asociada al narcotráfico, sirve para generar pronunciamientos y recomendaciones para que ese país reproduzca el esquema colombiano antidrogas. ¿Resulta válido proclamar el de Colombia como paradigma de esa lucha? ¿Es comparable nuestro narcotráfico con el de México, incluidas las estrategias de combate?

Argumentos a favor del triunfo

En primer lugar, el 6 de noviembre de 2009, de acuerdo con una comunicación de la Embajada estadounidense en Bogotá, ‘el gobierno de Estados Unidos finalizó el estudio anual de 2008 sobre la cantidad de cultivos de coca y la producción potencial de cocaína en Colombia. Los resultados muestran que el área cultivada se redujo en un 29 por ciento en un solo año, pasando de 167.000 hectáreas en 2007 a 119.000 en 2008. Nueva información sobre la productividad indica que en 2008 el potencial máximo de producción en Colombia se redujo fuertemente, al pasar de 485 toneladas métricas de cocaína pura a 295, lo cual representa una reducción del 39 por ciento’ (1). La información fue ratificada en el informe 2010 del International Narcotics Control Strategy Report del Departamento de Estado de Estados Unidos (2). 

Asimismo, este balance es reafirmado por el general Óscar Naranjo, director de la Policía Nacional, con un parte de éxito tan contundente que repercute en la estructura organizativa del narcotráfico colombiano. Dice el citado general que «del 2002 a la fecha (agosto de 2009), el Gobierno ha autorizado un millar de extradiciones, de las cuales se han ejecutado cerca de 900. Eso significa que hemos dejado sin mando y control a los viejos carteles, y la vida útil de los cabecillas es cada vez menor […]. En el pasado, el núcleo de los narcotraficantes estaba representado en grandes volúmenes en el exterior. Se ha mejorado la capacidad de interdicción, y lo que hace el narcotráfico para adaptarse y sobrevivir es promocionar el consumo de cocaína en Colombia subsidiándolo, instalando ollas de vicio, expendio de drogas, y promoviendo los expendedores o jíbaros. Este microtráfico está generando una forma de violencia en las ciudades, esa es la prioridad de la Policía» (3). 

Detrás de estas autorizadas declaraciones de alto nivel, una gama amplia de medios de comunicación y observadores advenedizos del tema de las drogas, reproduce de uno y otro modo la proclamación de este presunto éxito. Por ejemplo, el periódico The Washington Post hizo eco el pasado 8 de septiembre de las declaraciones de la Secretaria de Estado Hillary Clinton, quien señaló que México ‘se estaba pareciendo cada vez más a la Colombia de hace 20 años’, en relación con el narcotráfico, referencia periodística a través de la cual sus autores valoraron la declaración como ‘compartida por los luchadores contra el crimen que desmantelaron los carteles asesinos de Colombia y han estado ofreciendo asesoría y entrenamiento a funcionarios mexicanos, a la policía y fiscales durante más de dos años’ (4).

Igualmente, observadores con visión académica señalan, por ejemplo, que «Venezuela recibe el narcotráfico desplazado por la política de seguridad democrática colombiana, porque no lo disuade (el gobierno de Venezuela) a través de un régimen de control fronterizo» (5). 

Por último, y como consecuencia de estas descripciones, se ha vuelto muy recurrente el argumento de que «los éxitos que ha obtenido Colombia en los últimos años en el combate contra el narcotráfico han obligado a un desplazamiento de las bandas criminales […]. En especial hacia México, que hoy sufre escenarios de violencia tan cruentos como los que Colombia enfrentó en los años 80 o más cruentos aún, y en la medida en que México ha asestado golpes fuertes, estas bandas se van desplazando hacia Centroamérica» (6). 

La contrastación de los argumentos del ‘éxito’ colombiano

Lo primero que cabe anotar es la caracterizada deficiencia estadística con la cual algunas entidades de Washington respaldan las afirmaciones a favor del éxito colombiano. Bastaría contrastar la mención de un potencial anual productivo de 295 toneladas de cocaína, junto con la información del incremento de las interdicciones por parte de la policía antinarcóticos y de organismos de seguridad de Colombia, y que se calcula en 200 toneladas anuales (2008), para darse cuenta del carácter errático y totalmente incoherente de los argumentos que han desatado la cascada de proclamaciones del éxito colombiano. (Ver gráfico).

Si se observa el contraste entre las dos cifras, el remanente que quedaría de la cocaína que supera los controles en jurisdicción colombiana y que pudiera salir hacia Centroamérica, Venezuela, Ecuador, México, el Cono Sur, lugares donde también se producirán nuevas incautaciones, más la llegada al mercado de Estados Unidos y de Europa, donde participa significativamente la cocaína colombiana, sería de tan solo 95 toneladas, lo cual deja sin piso el corazón del argumento de las autoridades de Washington y Bogotá.

Basta señalar que Ecuador está incautando, por dos años consecutivos (2009-2010), promedios de 50 toneladas de cocaína colombiana para establecer el carácter errático de la argumentación. Hasta allí iríamos en un remanente de 45 toneladas de la cocaína colombiana. Adicionalmente, General Acounting Office (GAO) de Estados Unidos señaló en un documento que por Venezuela salieron 270 toneladas de cocaína colombiana, lo cual sitúa el balance en un escenario desastroso en cuanto al rigor de todo el planteamiento (7). 

Es decir, el tema de las drogas en el caso colombiano adolece en forma significativa de una falta de información confiable y rigor estadístico, situación que se sustituye con una ética de convicción en el manejo de las cifras, más que de responsabilidad analítica en las proclamas sobre los éxitos de la guerra contra las drogas.

La ‘exportación’ del modelo colombiano de «guerra contra las drogas» 

Dentro de los objetivos sobre políticas de reducción de la oferta en la Estrategia de Control de Drogas de 2010, del presidente Obama, está el de «consolidar las ganancias obtenidas en Colombia». El punto no es explícito en si se hace referencia a las ganancias en materia de lucha contrainsurgente o de lucha antidrogas. Como se ha argumentado, si se hace referencia al segundo caso, el problema atraviesa por las carencias de soportes estadísticos serios para establecer ‘las ganancias’ y, bajo esas circunstancias, no es clara la carta de presentación del éxito colombiano. Si, al contrario, se alude a la lucha contrainsurgente, el punto es más coherente. No obstante, aparecen otros problemas de gran significación política y de seguridad. En efecto, Washington ha decidido que su ayuda ‘antidrogas’ continúe avanzando en el carril contrainsurgente, en el marco del posconflicto. Para ello se ha modificado, por ejemplo, en un giro de ciento ochenta grados, todo el modelo de desarrollo alternativo, que se inscribe ahora en las prioridades de la guerra contrainsurgente, en un complejo proceso de retroalimentación permanente del caso colombiano para formar una masa crítica junto con el caso de Afganistán. El ámbito de la redefinición es la articulación entre desarrollo y seguridad.

Para el caso de Colombia, el peso específico del Comando Sur en definir la orientación de los recursos de ‘ayuda social y económica’ conduce a una articulación con la Estrategia de Consolidación de Territorios concebida e implementada bajo su asesoría, durante la administración Uribe Vélez. Esto lleva incluso a que la focalización de las zonas donde se establecen los programas no se avengan con la presencia o no presencia de cultivos de uso ilícito sino esencialmente con los ámbitos de la acción militar del Estado para el control de territorios, en general ricos en recursos mineros, estratégicos en la intercomunicación terrestre u óptimos en al afianzamiento de una agroindustria exportadora. 

Esta orientación ratifica la decisión política tomada desde 2002, planteada ya en 1999, cuando en Washington se discutía la orientación del ‘plan Colombia’, en el sentido de que, más que las drogas, el problema de Colombia era el nivel de control que grupos insurgentes tenían en alto porcentaje del territorio. Tal decisión avanza hoy en la redefinición del enfoque de la ayuda económica y social, y que ocupa y tendrá en los próximos años una alta proporción ante la ayuda militar que caracterizó la primera fase del ‘plan Colombia’.

Ahora bien, el problema de fondo es que el avance militar en la resolución del conflicto colombiano no sólo se llevó a cabo con la reingeniería efectuada en las fuerzas armadas colombianas, incluyendo en incremento en el pie de fuerza, sino también con un fuerte aporte del narcoparamilitarismo, que catapultó el histórico modelo de privatización de la guerra contrainsurgente. 

Como se sabe, esta estrategia contribuyó al afianzamiento de la baja responsabilidad de la élite colombiana en la financiación del esquema de control social militarizado y de guerra contrainsurgente: ‘plan Colombia’ y recursos del narcotráfico fueron los pivotes complementarios de la estrategia ganadora en lo militar, y que se sumaron al fuerte gasto en defensa del presupuesto nacional. La implicación de este modelo, que tuvo un costo extremadamente alto en la situación social del país -sobre todo la rural- mediante el despojo de la tierra, el desplazamiento forzoso y un abrumador incremento de la pobreza, ha llevado también a que la élite proveniente de la ilegalidad reclame para sí la defensa del botín acumulado en medio de la guerra.

Este es el corazón del problema que enfrenta la intención del gobierno Santos de pagar una deuda social con quienes recibieron los costos más altos de la estrategia implementada: los territorios de las comunidades campesinas, indígenas y negras. Pero allí también persiste el poder de quienes asumieron esos costos (económicos, de uso exitoso de la violencia privatizada) en muchas regiones colombianas. Se trata de una élite que se afianzó e hizo simbiosis con poderes ilegales vigentes en diferentes regiones. La contraprestación a sus servicios en el frente común contrainsurgente demanda la defensa de los beneficios obtenidos, extendidos a la tierra acumulada con interpuestas personas y también a la captura de regalías y presupuestos locales mediante los cuales se busca extender el modelo de seguridad privatizada, y el control político local y regional.  

La Estrategia de Consolidación de Territorios subsume en un solo haz un proceso de reunificación y limpieza de las dos principales vertientes de financiación y desarrollo de la estrategia contrainsurgente (‘plan Colombia’) y la privatizada de la seguridad (conformación de bandas narcoparamilitares), generando condiciones que favorezcan la inversión para afianzar la seguridad. Pero la gama de intereses que juegan en los escenarios de consolidación es de una complejidad extrema, como para pensar que el problema hoy sólo se reduciría a una legislación sobre restitución a las víctimas. El reto mayor para el gobierno es de manejo político de intrincadas redes en las cuales se expresa una descomunal gama de poderes que se mueven en los umbrales de lo legal y lo ilegal, principalmente en los niveles regionales.

Aquí se incluye el gran narcotráfico, favorecido hoy por el tipo de discurso que levanta Washington sobre él éxito del caso colombiano en la lucha contra las drogas; los grandes poderes financieros de los procesos electorales de los niveles local, regional y nacional; los grupos de terratenientes que condensan la vigencia del modelo rural colombiano (tradicionales con ganadería extensiva y modernizantes con cultivos para agrocombustibles); las mal llamadas «bandas emergentes», instrumentalizadas por sectores defensores del status quo del reordenamiento violento del territorio; élites mafiosas de orden regional que constituyen el cemento de los núcleos de poder en ese nivel; los intereses de grandes inversionistas en tierras, minería e infraestructura.

Este es uno de los núcleos centrales del actual conflicto subyacente al problema de tierras y que va más allá de una mejora en su redistribución física. ¿Cuáles son los escenarios y con qué instrumentos se buscará resolver el juego de esos intereses, que incluso tienen representación delegada dentro del Estado? Como se observa, en medio de esa compleja trama está el ‘desaparecido’ narcotráfico colombiano, que sólo hablando de individualidades mantiene cerca de 15 grandes cabezas cuya vigencia regional sigue en pie a lo largo y ancho del país. La presencia de narcos colombianos en Centroamérica, Cono Sur o México no es porque estén huyendo, como ingenuamente lo presentan algunos medios de comunicación y avezados periodistas. Su presencia allí se explica por las mismas razones: hay empresarios legales que invierten en esas regiones. Su comportamiento político y empresarial está lejos de ser el de la época de los carteles de las drogas. Hoy se interrelacionan con núcleos de poder legal, incluidas porciones del Estado, sin que medie una confrontación. En el caso colombiano, el rol del Estado en esa dinámica se puede establecer, en el período más reciente, en su juego como prestador de violencia de protección al narcotráfico, justo cuando se admite que los empresarios ilegales y los prestadores de servicios privados de seguridad a la economía ilegal fuesen parte central en la estrategia privada contrainsurgente (8). 

Por estas mismas razones, el caso colombiano tiene muy poco que ver con el de México, y mal hacen algunos sectores del alto gobierno, principalmente de la seguridad, en ofrecer u exportar una experiencia que ni está resuelta -contrario a lo que afirman Washington y el general Naranjo- ni es clara todavía su perspectiva de resolución en el contexto de un escenario de paz en Colombia. El narcotráfico del país se caracteriza, pues, por su papel estratégico en el uso de la violencia privada contrainsurgente, gracias a un arreglo tácito con el Estado, que por múltiples vías concedió mecanismos de protección y que abarcó en el período más reciente, entre otros, la cooptación de entes decisivos en la gestión de recursos incautados al narcotráfico, instancias de manejo legal de la propiedad de la tierra y uno de los principales centros de investigación de seguridad del país. ¿Querrá México reproducir este modelo para que el volumen de violencia disminuya?

Notas 

1 Véase www.usembassy.gov.

2 United States Department of State Bureau for International Narcotics and Law Enforcement Affairs, «International Narcotics Control Strategy Report», marzo 2010, Washington, D.C.

3 Véase El Tiempo, «Microtráfico al que se dedican ahora narcos genera la violencia en ciudades: general Óscar Naranjo», agosto 24 de 2009.

4 The Washington Post, «Critics say Mexico needs to learn from Colombia», Associated Press, septiembre 9 de 2010, Washington & Bogotá.

5 Véase «El control de la oferta en la lucha antidrogas ¿a quién le sirve?, Daniel Brombacher, Fescol Programa de Cooperación en Seguridad Regional, junio de 2010.

6 Declaraciones de la presidenta de Costa Rica, Laura Chinchilla, en El Espectador, octubre 29 de 2010.

7 United States Government Accountability Office, Report to the Ranking Member, Committee on Foreign Relations, U.S. Senate Drug Control U.S. Counternarcotics Cooperation with Venezuela has Declined, Julio de 2009, GAO-09-806.

8 El concepto de Violencia de Protección Apoyada por el Estado, se toma de Richard Snyder y Angélica Durán, «Drug, violence and state-sponsored protection rackets in Mexico and Colombia», en Revista Colombia Internacional Nº 70, julio-diciembre de 2009, Universidad de los Andes, Bogotá.

(*) Ricardo Vargas es Director de Acción Andina Colombia, sociólogo colombiano y autor de varios libros, informes y artículos sobre cultivos ilícitos de drogas, desarrollo alternativo y su relación con el conflicto interno colombiano. Anteriormente, Ricardo trabajó como investigador del Centro de Investigación y Educación Popular (CINEP) en Bogotá, donde coordinaba el proyecto Drogas y Violencia. Colaborador habitual de publicaciones de Brasil, Venezuela, Chile, Suiza y el Reino Unido, Ricardo está doctorado en Filosofía Social por la Universidad Nacional de Colombia.

Fuente: http://eldiplo.info/mostrar_articulo.php?id=1211&numero=96