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Colombia, ¿y ahora qué?

Fuentes: Razón Pública

Cinco tesis no ortodoxas sobre lo que pasó en La Habana, sobre las tareas pendientes del gobierno Santos, sobre la campaña presidencial que se nos vino encima, sobre el futuro un poco más lejano y sobre cuál sea la paz duradera de Colombia.

1. Lo importante ya pasó

La confusión comenzó por el nombre del «Acuerdo Final para la terminación del conflicto armado y la construcción de una paz estable y duradera». Pues estas dos son cosas muy distintas, y en La Habana se trataba en realidad de la primera.

O, más precisamente, se trataba de poner fin a la insurgencia de las FARC, y para eso había que hablar de las medidas que harían que esta paz fuera estable y duradera. Me explico:

  • Lo que al gobierno (y a la opinión) le interesaba era acabar la violencia de las FARC.
  • Lo que querían los jefes de las FARC era salir del monte para entrar a la política de la manera más decorosa posible. Esto implicaba que las FARC no volvieran a las armas, y para eso habría que ocuparse de las causas que inspiraron su insurgencia es decir, de las reformas para «una paz estable y duradera».

La inclusión de los dos temas – o como suele decirse, de la «paz negativa» y la «paz positiva»- era pues natural e inevitable. No se trataba de una rendición, de modo que las FARC propusieron una agenda enciclopédica y el gobierno la redujo a los reclamos más cercanos a su entorno y a su historia (el problema de la tierra, los cultivos de coca, las garantías políticas…). Y añadiré que en mi opinión las reformas acordadas son necesarias, justas, y en efecto más bien tímidas.

Pero el objetivo central del proceso era acabar la violencia asociada con las FARC. Y esto ya se logró. Incluso desde antes de la firma se acabaron sus acciones militares/criminales, y la desmovilización ya puede darse como un hecho: las FARC no volverán a la guerra. Este es un logro sin duda formidable y que merece todos los aplausos.

Yo no dudo de esto. Dudo de la segunda mitad del nombre del Acuerdo es decir, de si en efecto habrá reformas y de sí estas llevarían a aquella «paz estable y duradera».

2. El gobierno está copado

Hay por supuesto una parte sustantiva del Acuerdo que sí se va a cumplir: la referente al proceso de desmovilización, desarme, reinserción, monitoreo, Jurisdicción Especial de Paz (JEP), garantías, curules y subsidios al partido de las FARC.

Estos son los asuntos que afectan de manera directa y personal a las tropas y jefes de las FARC, como también a los militares, políticos y empresarios que serán beneficiados por la JEP. Éste, digamos, es el precio que hay que pagarles a los actores de la guerra para que dejen de matar, las contraprestaciones que acompañan a todo acuerdo de paz.

Será algo en el estilo de la desmovilización de las AUC o de otras varias guerrillas bajo gobiernos anteriores, en escala y con implicaciones por supuesto muy distintas, pero después de todo algo que ya se ha hecho sin grandes traumatismos -ni grandes cambios- para Colombia.

Estos asuntos sin embargo implican tanto trabajo político, legislativo y administrativo que coparán la agenda de Santos en lo que resta de su período. Con esto asegurará la terminación definitiva del conflicto armado con las FARC, que es de por sí un hito histórico. Si además logra terminar el conflicto con el ELN, sobreaguar la mala racha económica, capotear a Trump y evitar otra victoria electoral de Uribe el año entrante, habría cumplido con creces su tarea para el tiempo que le falta.

3. Las reformas no se harán

Pero el resto del Acuerdo no afecta a los actores armados sino al pueblo en su conjunto: son las reformas sociales para la «paz estable y duradera». Estas reformas tienen enemigos más fuertes y defensores más débiles que el resto de lo acordado: por eso están más lejanas.

No digo yo que el Estado simplemente va a incumplir, porque sin duda habrá programas e inversiones nuevas en materia de tierras y desarrollo rural, sustitución de cultivos y apertura política. Son o serán programas necesarios aunque concentrados en ciertas zonas remotas, en el mejor de los casos una especie de Plan Nacional de Rehabilitación como el de Barco con Rafael Pardo. O tal vez como la Ley de Victimas y Restitución de Tierras que fue bandera de Santos pero ha logrado tan modestos resultados: es lo que da el Estado que existe -y como existe- en las regiones.

Pero «la paz estable y duradera» pasaría más bien por la modernización o la transformación masiva y radical del campo, por un giro de fondo en materia de drogas, y por cambiar en serio la mecánica política. Estas reformas pisan los callos más poderosos (en las regiones, en Estados Unidos, en el Congreso) y de otro lado no tienen quién las empuje:

  • Para Santos no son la prioridad porque su agenda está copada, y ante todo porque no le interesan. Estas reformas son (o en un país menos insensato habrían debido ser) nada más que concesiones al enemigo armado, y por tanto estorbos u objetivos secundarios para el gobierno que tuvo que aceptarlas.
  • Las FARC sin armas habrán perdido su poder, y por bien que les vaya en la política serán un socio más en la enredada izquierda colombiana que en todos estos años no ha podido promover esas reformas.

Bajo estas circunstancias, lo que podemos esperar es algo más del gradualismo usual en la política social de Colombia, con su tendencia retórica y sus líos jurídicos eternos, ahora en medio del apretón fiscal y a la espera de un gobierno que bien podría llegar a desmontar los programas acordados.

4. La política en veremos

Escribí muchas veces que la peculiaridad del «caso colombiano» consistía en que las FARC tenían mucha más fuerza militar que política es decir, que como ejército eran bastante fuertes pero tenían muy poco apoyo popular. Por eso no se las podía derrotar en el campo de batalla pero tampoco podían hacerse reconocer como voceras de los marginados esto es, como interlocutoras en el plano político.

Sin derrota militar posible ni negociación política factible, el conflicto se arrastró durante décadas. Hasta que vinieron la casi-derrota militar que logró Uribe y la negociación singular que logró Santos, reconociendo a las FARC como voceras de los campesinos y los cocaleros. Pero este reconocimiento no podía ser explícito, no fue avalado por los presuntos representados, y en todo caso no aludió para nada a las ciudades.

El de La Habana tenía que ser un acuerdo sin el pueblo y fue un acuerdo sin el pueblo. De aquí la mala idea de la «refrendación popular», para traer «a las malas» un asunto que no interesa a las mayorías a ser el centro del debate político. De aquí la insensatez del plebiscito. De aquí sus resultados.

Pero la insensatez no fue gratuita. Durante décadas la política en Colombia giró en torno de ese extraño conflicto, que atacaba la base misma del Estado (su monopolio de la fuerza armada) pero no reflejaba los intereses sentidos de la gente. Y de este modo el debate no aludió a las reformas que importaban a la gente, sino apenas al modo de acabar con las FARC: las elecciones y la agenda nacional se redujeron al vaivén entre salida militar (o paramilitar) y salida negociada, y así escogimos presidentes desde Turbay-Betancur hasta Pastrana-Uribe-Santos.

La consecuencia fue vaciar de contenido la política, no dar curso a las luchas sociales, económicas o culturales que en los demás países de América Latina (y en cualquier democracia) se plasman en las campañas y en la escogencia de los presidentes.

Por todo lo anterior Colombia al mismo tiempo es un país violento, desigual y estable en su política como tal vez ningún otro país en el mundo.

Pero las FARC se acabaron, y la política -mejor dicho los políticos- se quedaron sin tema. Este es el fondo de lo que está pasando o va a pasar con la campaña presidencial para el 2018, y los precandidatos están midiendo tres apuestas:

  • Los uribistas (y sus socios en el No), los candidatos santistas y el partido de las FARC insistirán en mantener «la implementación del Acuerdo de La Habana» como eje de la próxima campaña. Estos grupos ocupan casi todo el espacio mediático, y por eso dicen tantos periodistas que en marzo del otro año los colombianos estaremos decidiendo «entre la paz y la guerra».

Pero no es tan sencillo: a la gente en las ciudades no les importó esa guerra, y el conflicto con las FARC ya se acabó. De aquí a un año tendría aún menos sex appeal electoral la propuesta de cambiar -o no cambiar- cosas que son del pasado (invalidar el Acuerdo, reabrir la negociación, no cumplir lo prometido…).

  • Los candidatos alternativos (del Polo y de los Verdes) aspiran a que el tema de campaña sea la pobreza o la corrupción, que suena más taquillera. Creo que están «del lado de la historia» y que está será la agenda del futuro, pero no es fácil que sea la de estas elecciones:

– Aunque son gente honrada, estos precandidatos no tienen el peso (ni los pesos), la unidad o el carisma suficientes para competir en serio.

– Peor: las elecciones en Colombia se ganan precisamente a base de pobreza y corrupción.

– Y aún peor: al igual que la violencia política, estos son dos resultados de una forma de organización social arraigada en nuestra historia, que infortunadamente no se cambia con tener un presidente honrado.

  • Y mientras tanto queda la carta de una campaña sin tema. Vargas Lleras lleva las de ganar por la bonita razón de que pasó de agache, está a favor pero en contra de la paz, y en todo caso aprovechó la mermelada para aceitar las maquinarias. Vargas no necesita banderas porque ya tiene los votos.

5. Preguntas de millón

Pero supongamos que después de todo el próximo gobierno implementa las reformas y el Acuerdo de La Habana se cumple por entero (precisamente lo que quiere asegurase mediante un nuevo artículo en la Constitución -¡oh mi Patria de abogados!-).

¿Sería esta la «construcción de una paz estable y duradera»? La respuesta es que nadie lo sabe y no es posible saberlo, pero es probable que en efecto no lo sea.

– Para empezar por lo obvio, el Acuerdo no cobija al ELN (que tiene su propia agenda), ni a otros grupos armados que posarían de «políticos» (se ha hablado de las «bacrim»), ni por supuesto a los «disidentes» de las FARC y a las bandas ordinarias en el campo o -peor-en las ciudades.

– Ya hay dos malas señales: el Clan Usuga está reemplazando a las FARC en las zonas cocaleras, y renació la guerra sucia contra líderes sociales. Estos dos hechos sugieren que -con o sin guerrilla- hay una lógica económica y una derecha asesina aferradas a aquella forma de organización social que nos mantiene como el país violento, desigual y estable que hemos sido.

-Y hay un problema lógico insoluble. La guerra y la paz son decisiones voluntarias es decir, subjetivas, de los dos antagonistas. Las condiciones o «causas objetivas» (pobreza, injusticia…) pueden hacer más creíbles o populares los argumentos de la insurgencia, pero esas «causas objetivas» tienen que ser mediadas por una lectura o interpretación política.

O sea que las reformas pactadas en La Habana se basan en la lectura que tenían las FARC sobre las causas de la violencia política en Colombia. El Acuerdo asegura que las FARC jamás vuelvan a la guerra -lo cual es excelente- pero no puede evitar otras lecturas o interpretaciones de una realidad que seguirá siendo dura y que podrían acabar en nuevas guerras. Son las preguntas de millón sobre

  • El pasado -¿La creación de las FARC fue consecuencia inevitable de unas «causas objetivas»? ¿O hubiera podido evitarse, y por lo tanto fue un hecho contingente, que sin embargo determinó nuestra historia?
  • El presente -¿El Acuerdo se basó en la lectura correcta de las «causas objetivas» de la violencia política en Colombia? ¿Los remedios acordados sí resuelven entonces el problema?
  • Y el futuro de Colombia -¿O hay una causa más profunda, digamos una forma de organización social, que tendría que cambiarse para llegar de verdad a aquella paz estable y duradera?

Hernando Gómez Buendía. Director y editor general de Razón Pública

Fuente: http://www.razonpublica.com/index.php/conflicto-drogas-y-paz-temas-30/10003-especial-colombia-y-ahora-qu%C3%A9.html