Algunas teorías conciben que el capitalismo gore implica una última fase en la expansión neocolonial del capitalismo reciente. Sin embargo, las claves de ese peculiar desarrollo capitalista, basado en el poder de decidir quién mure y quién vive, se encuentran en la historia de nuestro continente, y más aún, en la historia colombiana y haitiana.
Históricamente el territorio colombiano ha sido una vidriera del conflicto más cruento, aquel que entraña el concepto de humanidad en el sentido global de la palabra. El sentido de humanidad, globalmente entendido, nace con la concreción del sistema mundo; es decir, con la construcción histórica de la red internacional que interconecta múltiples realidades geoestratégicas alrededor del mundo. El último eslabón en la construcción del sistema mundo fue la invasión y posterior dominación europea sobre nuestro continente hace más de quinientos años. Desde entonces, tanto la filosofía de la historia como la economía eurocéntricas, definieron los términos por los cuales una vida es más reconocible que otra, y por ende, que el sentido de humanidad no es en realidad un sentido global.
En 1550 Bartolomé de las Casas debatió en la Junta de Valladolid sobre la naturaleza humana de los indios americanos en tanto portadores de alma. Un par de siglos después, Kant aseguraba que los pueblos americanos eran “incapaces de gobernarse, están condenados a la extinción”. Años más tarde, en esa misma tradición filosófica de la historia, el filósofo alemán Friedrich Hegel esgrimía que “los aborígenes americanos son una raza débil en proceso de desaparición. Sus rudimentarias civilizaciones tenían que desaparecer necesariamente a la llegada de la incomparable civilización europea”. Mientras los filósofos europeos cimentaban la ideología supremacista que habría de consumarse en el holocausto nazi, en América Latina los y las esclavas haitianas hacían una revolución inimaginable. La Revolución Haitiana abrió paso al primer texto constitucional independentista. Haití dejó de ser la perla del Caribe en el momento en que el azúcar que allí se cultivaba para el consumo europeo, dejó de estar a disposición de Francia. Con todo su humanitarismo, Francia bloqueó y embargó por una suma multimillonaria a la naciente nación.
Haití no es un país pobre. Haití ha sido empobrecido. Fue instalado, por las ideologías colonialistas, como un territorio habitado por subhumanos. Haití fue la primera nación moderna de América Latina en ser diseccionada del sentido global de humanidad. Haití, como laboratorio del revanchismo colonial, sufrió la génesis de un proceso de des-reconocimiento de la vida. Haití es la génesis del capitalismo gore en Nuestramérica. Y como Haití, Colombia también fue epicentro de un des-conocimiento de su vida y de su territorio, en los siglos XX y XXI. Colombia es más la Haití del sur que la Atenas de ningún lado. Haití fue empujado a un olvido dirigido y coordinado por las potencias del mundo, heridas en su ego colonial.
Historiadores eurocéntricos como Eric Hobsbawm, relatan que el nacimiento del imperialismo fue fruto de la competencia inter-colonial de las potencias europeas en los años setentas del siglo XIX. Hobsbawm, como otros autores del norte global, eluden el programa imperial que los Estados Unidos proyectaron sobre el continente americano tras su independencia del Imperio Británico, y sobre todo tras la declaración de la Doctrina Monroe en 1823. El joven imperialismo norteamericano usufructuó la ideología colonialista y supremacista europea. Al sur del Río Bravo toda la región se convirtió en su mega frontera imperial. Hoy y desde hace más de cien años, la ocupación norteamericana en Haití gestiona la muerte, el revanchismo colonial, y por ende también el olvido.
Colombia ha vivido un particular holocausto de clase dirigido contra su campesinado. Ese lastre estructural también guarda sus raíces en el sentido maltrecho de humanidad subyacente a la construcción del sistema mundo.
La filosofía de la historia imperialista afirma que el tiempo se divide en tres grandes cajas: por un lado el pasado, por otro el presente, y luego el futuro. La oligarquía colombiana, como Hegel, entiende que las formaciones sociales campesinas son arcaicas y pretéritas, por lo cual deben necesariamente perecer en pos de su propio desarrollo. En esa filosofía de la historia, el pasado, encarnado en el campesinado, está sobrando en el presente. Las familias campesinas deben “necesariamente” morir.
La pregunta de cómo el sentido de humanidad de los y las ciudadanas colombianas se ha visto estrangulado hasta el punto de que el genocidio se ha tornado una forma de dominación concurrente, guarda relación con el lugar geoestratégico que nuestro país ocupa. Colombia es la puerta continental al sur; es el país con mayor número de fronteras, marítimas, aéreas y terrestres. Colombia también comparte frontera marítima con Haití.
No es una cuestión de “mala suerte” el que los capitales que construyeron el Canal de Suez en el Egipto ocupado por la corona británica, fueran los mismos que edificaran el Canal de Panamá. Tampoco es una coincidencia que en la estrategia paramilitar de despoblamiento, hubieran participado mercenarios sionistas de Israel como Yair Klein. El periodista argentino Rodolfo Walsh en su libro “La Revolución Palestina”, afirmaba que la invasión y la expansión sionista fue una proyección de las prácticas de exterminio nazis fuera de Europa. Yair Klein fue llevado a Colombia con el objetivo de despoblar y concentrar la tierra a través del terrorismo psicológico en masa. Hay quienes con cierta liviandad hablan de Colombia como la Israel latinoamericana. ¿Acaso la oligarquía colombiana no es la expresión más prolongada del capitalismo gore en su trasegar imperial? En ese orden de ideas, el campesinado colombiano ha sido palestinizado en su propio territorio.
El estallido social que comenzó el 28 de abril explotó el sinsentido de una humanidad a medias. Con todo, la juventud colombiana, expuesta al accionar mortífero del Estado paramilitar, en su expresión necropolítica, no encuentra puntos de apoyo en nuestra historia reciente. De ahí que para muchos y muchas jóvenes la historia del Paro Nacional sea el único capítulo de su propia historia revolucionaria. Por efecto, las prácticas sociales genocidas, y la eliminación de la historia nacional tanto del currículo escolar como de la memoria colectiva, obligan a esta generación a inventarse una historia, o mejor dicho, otra historia.
Lo cierto es que el olvido es el efecto de la concepción subhumana que pesa sobre nosotras y nosotros mismos como ciudadanos de cuarta en el vértice imperial de los Estados Unidos. Jóvenes y combativos también fueron La Pola, Gaitán, Jaime Pardo, y Bernardo Jaramillo.
Al igual que Haití, Colombia también tiene un repertorio revolucionario “inimaginable” por efecto de la sevicia imperial. Cada generación de jóvenes tuvo que echar mano de su memoria y reinventarse la historia, una y otra vez. Como tantos y tantas, Gilberto Vieira tuvo que disputar al Simón Bolívar secuestrado por la historiografía del Partido Conservador, y sólo así, junto a Chávez, pudimos entender que Colombia no sólo hace parte del continente. Su gesta, como la gesta independentista haitiana, es la lucha más importante por un sentido humanidad pleno, superador del sesgo colonial. Como ellos y ellas, cada generación revolucionaria en Colombia dio batalla contra el olvido.
En últimas, y de cara tanto al país como a la Patria Grande, cada generación de jóvenes colombianos y colombianas en pie de lucha ha tenido y tiene la obligación impostergable del desolvido.
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