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Comentarios a propósito del documento del ex jefe de la DINA Manuel Contreras Sepúlveda

Fuentes: Rebelión

EXPLICACIÓN PREVIA. El Diccionario de la Lengua, que periódicamente edita la Real Academia Española, nos enseña sobre el vocablo ‘introducción’, en su acepción tercera, que éste no es sino el ‘exordio de un discurso o preámbulo de una obra literaria o científica’. La obra, pues, no debe confundirse con su introducción, de la misma manera […]

EXPLICACIÓN PREVIA.

El Diccionario de la Lengua, que periódicamente edita la Real Academia Española, nos enseña sobre el vocablo ‘introducción’, en su acepción tercera, que éste no es sino el ‘exordio de un discurso o preámbulo de una obra literaria o científica’. La obra, pues, no debe confundirse con su introducción, de la misma manera que ésta no ha de hacerlo respecto de aquella. Si bien la introducción es parte de la obra ¾pues la precede¾, no puede suponerse por ello que pueda sustituirla o suplantarla. Por el contrario: la obra siempre es la obra; la introducción sólo guía al lector a través del tortuoso camino de la metodología o de las motivaciones que tuvo su autor. Una de las consecuencias de lo expresado precedentemente es que el título de la obra es, también, el título de la introducción: ésta se separa de la obra por la sola circunstancia de autodenominarse tal o, si se prefiere, prólogo, prefacio, a modo de explicación, en fin. Estas palabras cobran especial significación a propósito del trabajo, de 32 páginas ¾entregado para la certificación de su autenticidad por el ex coronel de Ejército Manuel Contreras Sepúlveda, el día 12 de mayo de 2005, al señor Notario Público Titular No.38 de Santiago, Sergio Carmona Barrales¾, en uno de cuyos párrafos puede leerse la siguiente invitación: «Retomando la ejemplificación citada anteriormente, invito a los Ministros, Jueces, Abogados, expertos en derecho, juristas, uniformados y a quien lo desee a revisar el o los correspondientes expedientes del caso expuesto y les aseguro que no encontrarán prueba alguna que haya permitido concluir la existencia de un solo ilícito que se ha traducido en la ejecución de esta infame y absurda condena». Al sentirme comprendido en la nómina de invitados a pronunciarse respecto del tema propuesto por el autor del libelo, he querido expresar mis opiniones ¾en modo alguno respecto de aquel o aquellos, por ser ocioso, sino al trabajo mismo¾, no sin antes dar cuenta de las dificultades que la tarea encierra. En efecto. Aparentemente, el trabajo del ex coronel Contreras Sepúlveda se denomina ‘Introducción a la entrega de documentos que demuestran las verdaderas responsabilidades de las instituciones de la Defensa Nacional en la lucha contra el terrorismo en Chile’. Empleo la expresión ‘aparentemente’ pues si, como su nombre lo indica, se trata de una ‘introducción’, debería servir de preámbulo ¾tal cual más arriba se ha señalado¾ a un completo y exhaustivo trabajo cuyo nombre sería ‘Listado de personas desaparecidas con indicación de su destino final’. Si estamos en lo cierto, el listado debería ser la obra en cuyo caso tal debería ser el título del documento en su conjunto; sin embargo, es difícil que una obra literaria o científica reduzca su esencia a la calidad de simple listado. En suma: la primera dificultad para el análisis del documento radica en la forma de referirse a él. En otras palabras, a su nombre. No obstante, para poder ‘introducirnos’ al tema de esta ‘introducció n’ hemos preferido mantener el nombre de la primera página y denominarla de esa manera. Eso nos ahorra una de las dificultades. Pero existen otras. El estilo del autor hace, a menudo, difícil la formulación de un juicio acerca de sus aseveraciones. Especialmente, cuando el estilo, un tanto anquilosado, pródigo en frases excesivamente largas, desprovistas de puntos (apartes o seguidos) y de puntos y comas que facilitarían en buen grado su lectura, la dificulta. Bástenos señalar dos ejemplos, en este sentido, que ilustran lo expresado: la frase contenida en la página de presentación comienza con la palabra ‘He’ y termina con ‘época’; entre ambos vocablos hay ¡25 líneas!, sin un punto o punto y coma que las separe y facilite el descanso tanto visual como mental del lector. Lo mismo sucede en la página dos, donde una frase se extiende por 22 largas líneas. La dificultad a la que se hace referencia no es, exactamente, al uso de la frase excesivamente larga o al anacronismo del estilo: se remite, más bien, a la razón por la que se escribe de esa manera. Normalmente, eso le ocurre a una persona cuyo pensamiento o idea se entreg a bajo la influencia de una pasión tan incontrolable (odio, rencor, rabia, ansiedad) que su idea principal se diluye en reiteraciones de reafirmaciones reafirmantes de otras reiteraciones; el texto se hace, finalmente, incomprensible al lector. No obstante lo expresado, esta apreciación estilística permite formular una duda de enorme gravitación respecto al contenido del documento: ¿Es posible aceptar como verdad absoluta la afirmación de su autor en virtud de la cual la obra, de treinta y dos páginas (32), con una introducción desmesurada, comenzó y terminó en el tiempo que ella indica? Veamos lo que dice el trabajo, sobre el particular: «Este informe lo comencé a elaborar poco después de la aparición del Informe Rettig (año 1991), y a continuación de la Mesa del Diálogo…» Puesto que el documento no tiene fecha original (apenas un ‘Santiago…’), debemos presumir que se terminó de redactar uno o dos días antes de la fecha cierta que estampó el Notario Carmona sobre el mismo, es decir, 12 de mayo de 2005. Entonces, surge la duda. ¿Cómo es posible que un documento de esa naturaleza, en donde el único recurso para el convencimiento del lector se fundamenta en calificaciones y descalificaciones, en el uso abundante de adjetivos, de afirmaciones temerarias, que no requieren de un gran esfuerzo literario ni científico, con notoria ausencia de argumentos o comprobaciones empíricas que avalen sus afirmaciones, pueda haber sido redactado en el lapso de catorce (14) años? ¿Cómo puede el ex coronel Contreras haber empleado un tan largo segmento de su vida en la entrega de tan mezquina producción intelectual? Vamos, no obstante, al análisis de otros aspectos de este verdadero testamento político del máximo jefe de la Dirección de Inteligencia Nacional DINA.

ACERCA DE ALGUNOS CONCEPTOS JURÍDICOS Y MORALES.

El documento del ex coronel Contreras Sepúlveda contiene numerosas referencias hacia la juridicidad y a la moralidad de determinadas personas, cuya identidad mantiene en la penumbra para evitar ulteriores querellas. De todas maneras, la referencia suya es a una forma de corrupción de magistrados y personeros del Poder Judicial que impediría el ejercicio sin trabas de la justicia; en lo demás, hay menciones equívocas a leyes que no son tales sino forman, más bien, parte de los principios generales del derecho y no de cuerpos normativos específicos como lo son la cosa juzgada, la acumulación de causas, las prevaricaciones, las presunciones, etc. Así, dice Contreras Sepúlveda, en la página dos (2) de su obra: «.[…] multitud de Oficiales, suboficiales, Clases y Soldados del Ejército de Chile; Marinos; Aviadores; Carabineros; Investigaciones; Gendarmes y Civiles han sido expuestos a las situaciones vejatorias más inverosímiles para justificar prevaricaciones y viciados procesos judiciales […]» En la página cinco (5): «La Constitución de la República y las leyes de Amnistía, Cosa Juzgada, Prescripción, Acumulación de Causas, etc., en la actualidad plenamente vigentes, han sido para beneficio único de terroristas, violentistas y otros, que bajo el hipócrita argumento de su lucha contra la dictadura y en defensa de rebuscados derechos humanos, habrían sufrido determinados horrores durante el régimen militar, obviando de esta forma todas sus responsabilidades pero, bajo ninguna circunstancia, como jurídicamente y en correcto estado de derecho corresponde,[…]» Y en la página seis (6): «Mis aprehensiones, temores y sospechas respecto al trato legal que recibiríamos todos los uniformados frente a esta absurda, prevaricadora e injusta discriminación en la aplicación de las leyes y de la justicia […]». Y, ¿a qué seguir? No ocurre de manera diferente en las diversas oportunidades en que recurre a la exaltación de los valores patrios y de la moral. A todos estos aspectos nos referiremos en los acápites que se siguen.

CONOCIENDO LOS TIPOS DE LEGISLACIÓN.

Que el ex coronel Contreras Sepúlveda gusta mucho del derecho y, no obstante, ignora su naturaleza, da cuenta el documento en referencia. Porque el derecho puede tener origen espurio. O no tenerlo. O ser en parte espurio, y en parte no serlo. Contreras Sepúlveda también parece ignorarlo. La moderna doctrina del derecho distingue entre la juridicidad emanada de un estado de derecho y aquella proveniente de situaciones de facto como lo son los regímenes de excepción o dictaduras. En estricta doctrina, no todas las leyes son ‘leyes’, aunque la jerga popular no haga distinción alguna al respecto. Cuando la juridicidad emana de una autoridad de facto, las normas que dicta se denominan ‘decretos-leyes’. Eso lo sabía Jaime Guzmán y todo el equipo de juristas que asesoró al gobierno que apoyara el ex coronel Contreras Sepúlveda. No por algo todas las recopilaciones de la normatividad dictatorial que publicó la Editorial Jurídica de Chile se llamaron ‘Recopilación de Decretos Leyes’ y no ‘Recopilación de Leyes’. Podemos aceptar, en consecuencia, que Contreras Sepúlveda entienda por ‘estado de derecho’ tan solo al entramado legal creado por la dictadura chilena desde 1973 en adelante y no lo que verdaderamente es un estado de derecho. Por lo demás, así se desprende de varias de sus afirmaciones, como lo hace en la página cinco (5): «[…] mantener el Estado de Derecho que, con tantos esfuerzos, nos costó estructurar hace más de treinta años atrás». Y, además, en la página seis (6), donde insiste en la propiedad del mismo: «[…] sumándose a ello las evidentes transgresiones a nuestro Estado de Derecho a través de la interpretación antojadiza de la legalidad vigente […]» Podemos aceptarlo, sí. Pero no podemos tolerar, de buenas a primeras, que soslaye algo fundamental: hasta el 11 de septiembre de 1973 existía un estado de derecho que la dictadura, y no el gobierno de la Unidad Popular, desmanteló. Con todo, la afirmación según la cual un gobierno de facto puede dar a luz un estado de derecho, es discutible. No puede construirse la moral de una nación a partir de la inmoralidad. ‘Nadie da lo que no tiene’, dice uno de los más elementales principios de la organización. El estado de derecho nacido a partir de un gobierno de facto se tolera porque el derecho es una disciplina bastante discutible; pero de esa circunstancia no ha de extraerse como conclusión que la legislación de facto pueda atropellar sus más elementales principios. Dice un viejo aforismo jurídico que ‘las cosas se deshacen de la misma manera que se hacen’. Cualquiera puede sostener, de acuerdo a ese aforismo, que la institucionalidad, nacida de una asonada golpista e impuesta a la totalidad de una población por la fuerza de las armas, debería ser sustituida por otra, nueva, de manera similar a como se hiciera con la anterior. Sin embargo, no ha ocurrido así en el caso de Chile pues, para abrogar toda la armazón legal emanada de la autoridad de facto, se requiere del empleo de la misma fuerza que ésta utilizó para derribar la anterior. Y esa fuerza jamás ha existido en la coalición gobernante, denominada Concertación. Por lo mismo, para un simple observador resulta sorprendente que un grupo selecto de abogados, procuradores y especialistas, apoyado por las madres y familiares de las víctimas, organizaciones sociales y de derechos humanos, haya podido librar con éxito sus batallas en el campo judicial y obtener allí sus más espectaculares triunfos. A pesar de la amenaza siempre latente del empleo de las armas por parte de los uniformados. A pesar de las vacilaciones y, en no pocos casos, de las maquinaciones en contra de esas lides por parte del gobierno de la Concertación, temeroso de la perpetración de golpes de estado y asonadas militares. Sorprendente, por lo demás, toda vez que tales victorias se han alcanzado con las armas jurídicas legadas por la dictadura, con el empleo exhaustivo de los mecanismos contenidos en las disposiciones legales y con la paciente y meticulosa búsqueda de las piezas necesarias para construir las figuras jurídicas requeridas. La labor realizada por esas perso nas no es un simple trabajo profesional, sino una obra maestra de extremo cuidado en el empleo de cada uno de los preceptos legales. Sorprende y desconcierta al lego; con mayor razón, a sujetos como Contreras Sepúlveda que no aciertan a comprender cómo los perseguidores de ayer pasan a ser los perseguidos de hoy.

LOS HILOS CONDUCTORES DEL DOCUMENTO.

Del trabajo emprendido por el ex coronel Contreras Sepúlveda puede deducirse que su idea central está guiada por cuatro hilos conductores, a saber: 1. Las ejecuciones de los detenidos desaparecidos forman parte del saldo inevitable que arroja el enfrentamiento de fuerzas beligerantes, en combate sostenido e intenso; por una parte, las Fuerzas Armadas y Policía y, por otra, los elementos subversivos (el autor del documento se ha adecuado a la moderna terminología en uso, denominándolos ‘terroristas’; en realidad, durante la dictadura les llamaba ‘extremistas’). 2. Las leyes del «Estado de derecho que, con tantos esfuerzos nos costó estructurar hace más de treinta años atrás», amparan las acciones de las Fuerzas Armadas y policiales ¾y, en especial de la DINA¾ realizadas en contra de gran parte de la población chilena. Todos estos sujetos, actualmente procesados, actuaron dentro de la ley y bajo órdenes superiores. Y, en lo referente a la organización que le correspondió dirigir, expresa Contreras Sepúlveda, lo siguiente: «Su gestión trató siempre de encuadrarse dentro de la legalidad de excepción que imperaba en esa época, pero en muchas oportunidades esta legalidad se vio sobrepasada por las circunstancias y situaciones puntuales que imponía el accionar terrorista y sus vandálicos actos». 3. Los uniformados, que cumplieron con el deber de «proporcionar la paz a esta Patria», están siendo víctimas de una «absurda, prevaricadora e injusta discriminación en la aplicación de las leyes y de la justicia» o, dicho de otro modo: «[…] interpretaciones antojadizas […] han llevado a condenar y procesar a cientos de inocentes uniformados y civiles que hoy enfrentan cárcel, procesamientos y citaciones judiciales espurias e ilegales». Y, 4. Los uniformados, actualmente procesados o condenados por la justicia, son elementos que «arriesgaron y ofrendaron sus vidas para proporcionar la paz a esta Patria a la que habían jurado, desde el inicio de sus carreras profesionales, defender hasta llegar al sacrificio máximo de dar la vida para ello, despreciando sus propios y legítimos intereses, motivaciones, sentimientos y aspiraciones». En el caso específico de la DINA, sostiene Contreras Sepúlveda que se trató de elementos seleccionados de entre «los mejores integrantes de las Instituciones Armadas y de Orden de Nuestra Patria». Permítasenos formular, al respecto, algunos comentarios.

LOS COMBATES Y BATALLAS CONTRA EL ‘EXTREMISMO’.

Llama la atención que, en la generalidad de los casos consignados dentro de la obra de Contreras Sepúlveda, se establezca la muerte en combate, como motivo de la desaparición de las personas allí mencionadas. El Chile de ese entonces se nos aparece, así, como un inmenso campo de batalla donde constantemente tienen lugar enfrentamientos fratricidas, cuadro que resulta grotesco (por decir lo menos) para quienes vivimos, en esos años, dentro de aquel sureño país. ¿Dónde sucedieron esos combates memorables? ¿Cuáles fueron esas batallas homéricas libradas por los «protectores de un pueblo avasallado»? ¿Cuáles, esas gestas épicas donde tan «respetables, inocentes y distinguidas personas» adquirieron sus medallas al mérito y al valor? ¿Dónde tuvo lugar esa criolla representación de ‘Waterloo’? ¿Dónde esa chilenizada versión de ‘Las Termópilas’? ¿Dónde algún nativo Cid Campeador derribó al moro extremista, malvado y diabólico? ¿Dónde ese Aníbal nativo, conduciendo sus elefantes, a través de las calles de Santiago? ¿Dónde se reprodujo ‘la batalla de Stalingrado’? ¿Dónde ‘Poltava’? ¿Dónde fueron clonados ‘Maipú’ y ese nuevo ‘Chacabuco’, que pudo asegurar una ‘segunda’ independencia para Chile? ¿Dónde ‘Cancha Rayada’? ¿Dónde? Existe constancia en los tribunales de justicia que, dentro de esos presuntos combatientes enfrentados a las Fuerzas Armadas y Policiales, había ancianos, niños, mujeres embarazadas, campesinos iletrados, pobladores, gente pobre, chilenos humildes, gente sencilla, hermanos nuestros. Existe constancia en los tribunales que todas esas personas fueron sacadas de sus hogares a altas horas de la noche, al amparo de las sombras, y conducidos hacia lugares desconocidos, por sujetos que ocultaban su procedencia militar vistiendo trajes civiles. ¿Para qué seguir mintiendo en ese aspecto? Tengo memoria haber visto, durante la dictadura, la fotografía de un general soviético, publicada por el periódico El Mercurio, con un comentario en el cual se hacía mofa del mismo por la abundante cantidad de medallas que ostentaba comparándosele, sarcásticamente, a un Árbol de Navidad repleto de adornos. Ese general soviético había participado en el sitio de Leningrado, en la defensa de Stalingrado, en las batallas de Moscú y finalmente, en la toma de Berlín. Me pregunto en qué batallas participaron, alguna vez, los gloriosos comandantes en Jefe de las Fuerzas Armadas chilenas de ese entonces para hacerse acreedores a tanta medalla y a tanto honor. La batalla ficticia, el combate imaginario es una de las formas que puede resolver la anomalía de ese general desesperado que, habiéndose preparado para enfrentar al enemigo, se suicida, en la obra genial de Dino Buzatti ‘El Desierto de los Tártaros’, porque ve transcurrir su vida sin que aquel se le haga presente en la lontananz a. La búsqueda del enemigo, la necesidad de confrontarse con alguien, el anhelo de encontrar un contradictor y la explicación de la propia conducta a través del antagonismo con alguien o algo es parte de la cultura militar. La explicación de Contreras Sepúlveda no se aleja de esa constante. Pero ese es un problema de la psiquis, al que nos referiremos en las páginas que siguen a continuación.

AMPARO LEGAL A LAS ACCIONES PERPETRADAS EN CONTRA DE LA POBLACIÓN.

Una de las limitaciones más serias al libre ejercicio de las facultades discrecionales de un gobierno de fuerza es la recomposición del tejido jurídico que éste debe realizar en la formación social cuyo control ha asumido. Porque una dictadura comienza con el derrumbe de la juridicidad vigente o, lo que es igual, con el derrumbe del estado de derecho. El régimen normal de gobierno cede paso a un régimen de excepción; el estado de derecho es fragmentado por el nuevo poder en una acción que no debe causar asombro. Se requiere de una nueva legalidad que impida los desbordes de las masas. El entramado jurídico anterior ha sido incapaz de parar la protesta social. El estado de derecho se recompone así con otras leyes, con otras instituciones, con otras personas. Pero recompuesto aún de esa manera, no quita al derecho su carácter de fuerza regulada. Las normas que empiezan a regir no van a ser contrarias a los principios vigentes en la generalidad de las naciones del mundo; aunque discutibles, ponen aquellos freno a ciertas arbitrariedades. Las leyes emanadas de la dictadura también han debido someterse a esas normas. Los actos que son ilícitos lo siguen siendo, bajo todas las circunstancias, y en mo do alguno pueden considerarse amparados por la legislación vigente. Aunque ella emane de una dictadura. Constituye, por lo mismo, un desatino de proporciones suponer tan solo que la normatividad jurídica de una nación ha sido creada para ser aplicada de determinada manera a un sector de la población. Esta creencia es tanto más errónea por cuanto presume que bastaría poner en conocimiento de los estamentos superiores los actos de los subordinados para legalizar su comisión. Las formas de hacer valer la obediencia jerárquica como causal de exención de la responsabilidad penal se encuentran claramente reglamentadas en el Código de Justicia Militar CJM. Sostener que se recibieron órdenes para actuar en la comisión de actos legal y moralmente reprobables equivale a sostener la validez del mandato para delinquir. Y eso no lo tolera doctrina jurídica alguna. Si, como el listado lo indica, las personas indicadas allí fueron, por regla general, «muertas en combate» y enterradas en cualquier lugar, eso es materia que debe ser puesta en conocimiento de los tribunales de justicia. Solamente ellos pueden resolver acerca de la licitud de tal acto. Con mayor razón si los antecedentes establecidos en ese listado han sido refrendados por «cientos de Militares, Marinos, Aviadores, Carabineros, Policías de Investigaciones, Gendarmes y Civiles que durante cinco años trabajaron silenciosamente en la búsqueda de la verdad de lo sucedido a aquellos terroristas […]», como lo afirma el auto del libelo. El documento del ex coronel Contreras Sepúlveda y, en especial, el listado de personas ejecutadas es, en sí una confesión extrajudicial de actos ilícitos y, a la vez, un principio de prueba testimonial. Se consuma allí, en toda su extensión, esa conducta perversa que Michel Foucault denominara ‘apropiación del cuerpo de los condenados’, se reconoce haber incurrido repetidamente en tal práctica y se acepta la circunstancia que un considerable número de uniformados estaba en conocimiento de tales hechos. ¿Qué ley autorizaba disponer del cuerpo de los ‘muertos en combate’ como lo hicieron los miembros de las Fuerzas Armadas y Policiales? ¿Por qué se les enterraba en cementerios clandestinos? ¿Por qué se les exhumaba, posteriormente, y se arrojaba tales exequias al mar? ¿Quién daba las órdenes para proceder a la exhumación de los cuerpos? ¿Quiénes lo hacían? ¿Por qué? ¿Quién daba las órdenes de arrojarlos al mar o enterrarlos en un patio perdido del Cementerio General, a espalda de los organismos públicos y de sus familiares? ¿Quiénes cumplían tan macabra misión? ¿Qué disposición legal autorizaba tan horrendas formas de sepultura? ¿Quién era capaz de dar semejantes órdenes a los sepultureros? ¿Por qué se recurría a la clandestinidad de la sepultura si se actuaba dentro de la ley? ¿Por qué, en los casos de entrega del cuerpo del ejecutado a su familia, el ataúd que contenía los restos era sellado herméticamente, conminándose a aquella a realizar su inmediato entierro? ¿Qué perso nas realizaban estas operaciones?

DISCRIMINACIÓN JUDICIAL.

Como consecuencia de lo anteriormente expresado, no es dable suponer un «estado de abierta ilegalidad con la cual se ha tratado a los uniformados en los diversos tribunales de justicia[…]» de la manera que lo hace el autor del libelo. La afirmación de Contreras Sepúlveda es por entero gratuita. Las leyes con las cuales se ha juzgado a la delincuencia nacional son, en general, las mismas que se recibieron en calidad de legado de la dictadura, como ya se ha señalado. Por lo demás, a lo largo de su historia, ha mantenido Chile un sistema judicial de doble instancia y revisión múltiple de procesos, razón por la cual muchas de las causas sometidas a conocimiento de los tribunales se extienden interminablemente a través de los años. Una instancia superior revisa siempre lo obrado por la inferior. Cuando ese procedimiento se agota, operan otros mecanismos para dar seguridad al procesado, entre ellos, la casación, la revisión, la inconstitucionalidad, la protección, el amparo, etc. Un tribunal puede negarse a administrar justicia (es lo sucedido en Chile durante la dictadura); en tales circunstancias, incurre en lo que se acostumbra a denominar ‘denegación’ de la misma. Cuando eso sucede, y tratándose de delitos atroces, de acuerdo a los convenios internacionales, es posible recurrir a los tribunales de otros países, configurándose así lo que se ha dado en llamar ‘justicia universal’. Si, como el autor del libelo se lamenta, existiesen algunos jueces prevaricadores que dictasen fallos viciados y éstos fuesen revisados por las demás instancias sin encontrarse en ellos vicio alguno, resultaría que tal prevaricación no sería individual sino colectiva, es decir, una falta imputable a todo el Poder Judicial. Se trataría, en ese caso, de atribuir a la labor del Poder Judicial el carácter de una conspiración generalizada en contra de los uniformados que enfrentan procesos por graves violaciones a los derechos humanos. A ningún abogado, durante los aciagos días de la dictadura, se le hubiera ocurrido sostener semejante infundio, a pesar de las dificultades que enfrentaban en ese entonces. ¿Por qué no recurre este ex coronel, entonces, a los tribunales de otros países en demanda de justicia, como debieron hacerlo sus víctimas en un momento determinado?

CALIDAD MORAL DE LOS PROCESADOS.

El último de los hilos conductores que guía la obra de Contreras Sepúlveda dice relación con la moral de los procesados. El autor del libelo no escatima elogio ni alabanza alguna hacia sus personas: serían el producto más elaborado del estamento militar. Lo cual nos obliga a hacer una breve reflexión acerca de la naturaleza de los institutos armados. Existen estructuras sociales que se encuentran más cerca de las perversiones que otras: son aquellas dentro de las cuales los individuos no sólo se desarrollan aislados del mundo exterior, sino con un rencor hacia lo existe ‘fuera’ de esos muros tras los cuales ‘estamos nosotros’; más allá, están ‘ellos’. Las fuerzas armadas pertenecen a ese tipo de estructuras. Las expresiones a través de las cuales cierta oficialidad designa con desprecio al conscripto (‘paisano’, ‘civilote’) son indicativas de ese distanciamiento creciente que se establece entre el ‘interior’ y ‘exterior’ de los institutos militares; este rencor es tanto mayor cuanto más basada está la forma de relación humana en la obediencia ciega que unos prestan a otros en el ‘interior’. El autoritarismo es total. Conduce, incluso, a menudo, a la humillación del subordinado. Los caracteres individuales son anulados; el carácter del jefe (no importa quien sea) los sustituye. El grupo adquiere una nueva personalidad: su s integrantes se identifican con una entidad abstracta ¾’el’ jefe¾ que deja de ser tal para transformarse en ‘mi’ jefe. Las expresiones ‘mi coronel’, ‘mi suboficial’, ‘mi capitán’, no son casuales; dan cuenta de una suerte de fetichismo que se agrega al carácter autoritario tanto de quien manda como de quien obedece. La humillación crea, al mismo tiempo, una relación sadomasoquista en esa anómala jerarquía. Por eso, las expresiones de Contreras Sepúlveda son rigurosamente exactas a este respecto y han de entenderse en su más pura significación: los uniformados sometidos a proceso eran ‘lo mejor’ del estamento militar. Naturalmente, a los ojos suyos, como superior. Se trataba de sujetos autoritarios acostumbrados a someterse y a someter, a prestar y exigir obediencia ciega, a reconocer en sí la personalidad del jefe, fanáticos, profundamente nacionalistas, casi todos de carácter sadomasoquista. Recuerdo, en este sentido, a uno de los más célebres agentes de la DINA, reclutado a poco del golpe militar para servir bajo las órdenes de Contreras Sepúlveda: el caso del teniente Armando Fernández Larios, que relato en mi pequeña obra ‘María Isabel’ como uno de los más ilustrativos de esa paranoia militar. Al producirse el asalto a La Moneda, uno de los proyectiles disparados en aquel lugar (nunca se supo de dónde provino) rebotó, soltando una serie de esquirlas que hirieron en la mano al general Javier Palacios, a cargo de ese operativo. Armando Fernández vendó con un pañuelo suyo la herida de su superior. Días más tarde, envió a éste aquel pañuelo junto a una carta que contenía los siguientes términos: «Mi general: Me atrevo a dirigir esta comunicación a un General sin haber solicitado la venia a mi superior jerárquico inmediato, porque considero que la causa que la motiva, si bien es cierto, se relaciona con una acción militar, tiene una finalidad distinta como es la que paso a exponer a US. En efecto, las circunstancias que vivía el país y que hicieron asumir nuevas responsabilidades a las Fuerzas Armadas y a Carabineros me han deparado la triste pero honrosa circunstancia de vivir momentos históricos por su trascendencia y heroicos por las acciones de quienes han debido afrontar, como lo hiciera mi General, misiones que pudieron tener por precio la propia vida. El hecho de ser militar, como lo ha sido mi padre, lo he tenido siempre en alta honra, pero después de haber visto las actitudes asumidas por US, aprecio que el patriotismo que desde ese momento está más vivo aún en mí, cautivará para siempre a quienes militamos en las filas del Ejército. He tenido en mi poder hasta ese momento el pañuelo con que pude restañar en sus principios una de las heridas que sufrió mi General. Lo he observado varias veces, y en cada una de ellas fui convenciéndome más y más que no tengo el derecho a mantenerlo en mi poder y, por lo mismo, lo hago llegar a Ud, pues comprendo que esa sangre generosa lo ha transformado en una verdadera reliquia. Con la esperanza de que mi General tendrá a bien excusar esta licencia que me he tomado, lo saluda su subalterno, con el debido respeto. Armando Fernández Larios Teniente-Escuela de Infantería». El fetichismo acusa, generalmente, la presencia de otras pasiones que son frecuentes en instituciones de esta naturaleza. Y, a menudo, lo acompañan fuertes síntomas de histeria que pueden impulsar a quien los sufre a la comisión de actos execrables. Entonces, también se hace presente la necrofilia. Tales personas, nos dice Erich Fromm, en su obra ‘Anatomía de la destructividad humana’, «son peligrosísimas. Son los que odian, los racistas, los partidarios de la guerra, del derramamiento de sangre y de la destrucción. Resultan peligrosos no sólo cuando son dirigentes políticos sino también como cohorte potencial de un dictador. Se hacen ejecutores, terroristas, torturadores; sin ellos no podría montarse un sistema de terror». Armando Fernández Larios participó en el asesinato del Canciller Orlando Letelier, en Washington, junto a Michael Townley, también agente de la DINA. No es el único caso. También puede señalarse el de Álvaro Corbalán, otro sujeto de cuya perversión existe plena constancia en los diferentes procesos que ha enfrentado. Las perturbaciones psíquicas de estos ‘héroes’ constituyen un fenómeno frecuente, especialmente en los casos de órdenes sujetas a ritualidades espeluznantes, la mayoría de las veces, rayanas en el satanismo. En tales casos, se produce una degeneración en el sujeto; la psicosis domina al estamento dirigente. Los «mejores integrantes de las Fuerzas Armadas y de Orden de Nuestra Patria» pueden entregar, de esa manera su más elaborada producción. Como sucediera en el caso del degollamiento de José Manuel Parada, Manuel Guerrero y Santiago Nattino, donde la ritualidad consistió en establecer puestos de control en el camino a Pudahuel para cuidar que algunos vehículos no fuesen a ingresar por esa vía e interrumpir con su presencia tan escalofriante ejecución. La degeneración de un ser humano no es algo difícil de descubrir. Los decires diarios, los comportamientos, los escritos, dan copiosa cuenta de nuestra intimidad. ¿No es, acaso, indicativa de semejante trauma la respuesta del general Pinochet cuando, ante la pregunta de un periodista acerca de cuál era la razón de sepultar más de una persona en cada fosa de los cementerios clandestinos de la dictadura, intentó bromear indicando que lo había hecho por razones de economía? El necrófilo acostumbra a divertirse con los muertos, nos enseña Fromm. Se puede decir, en suma, que la alta cúpula militar gobernante en Chile, desde 1973 hasta 1990, como asimismo gran parte de los sujetos que ocuparon cargos de Gobierno durante ese período, estaba conformada por un variado espectro de psicópatas en el que abundaban los caracteres autoritario, sadomasoquista, necrófilo y narcisista, en acelerado proceso de degeneración. Las consecuencias de esas anomalías se encuentran a la vista, pero ¿cómo pudo suceder todo aquello? ¿Cómo pudo toda una sociedad caer a manos de semejantes individuos? Ensayemos una respuesta a la luz de la llamada teoría del caos. En múltiples oportunidades, hemos afirmado el carácter de ente vivo que tiene toda sociedad; lo mismo vale decir para el tipo de organización que se ha dado, es decir, para su sistema social. Cuando éste peligra, la estructura se defiende lo cual hace que, en determinados momentos de la historia, se establezcan relaciones destinadas a mantener la cohesión de la organización. A medida que la amenaza crece, aumenta también la actividad defensiva. Una suerte de vórtice, un tipo de espiral, un ‘atractor’ se hace presente y los «mejores integrantes» de esa sociedad se dan cita en ese lugar para cumplir con eficiencia el rol que les ha corresponder de desempeñar. La conjunción de todos ellos se origina en virtud de una ley que se conoce bajo el nombre de ‘autoorganización de la materia’. Los elementos que no se ajusten a esa forma de actuar son aislados, se les pone en fuga o, simplemente, se les elimina; la defensa de la estructura adopta la forma de perversión. Si, en el Chile de 1973, se estableció una relación estrecha entre la Marina y la Aviación, a la cual se invitó a sumarse al Ejército, tal fue el comienzo de lo que podríamos denominar ‘atractor golpista’. En torno a ese vórtice se agruparon los sectores más desquiciados de las Fuerzas Armadas ¾los «mejores»¾, para cumplir la misión que se les encomendaría. Repetimos: Contreras Sepúlveda no emplea una metáfora para referirse a ellos como «los mejores integrantes de las Fuerzas Armadas y de Orden de Nuestra Patria»; tampoco un eufemismo. Por el contrario: dice una cruel verdad. Prats, Montero, Sepúlveda, Bachelet, entre otros, eran sujetos que no sólo resultaban inútiles para la nueva fase institucional inaugurada sino extremadamente peligrosos. Antes de nada, habían de ser aislados para, posteriormente, eliminárseles de las filas castrenses y, en algunos casos, físicamente. Con ellos había de desaparecer la oficialidad que, a pesar de haber apoyado el golpe militar, no acepta ba el ulterior exterminio de la población civil o militar. El atractor creció, se hizo gigante, abarcó gran parte de la población civil, porque los indecisos, los atemorizados, en virtud de las ineluctables leyes de la cooperación, obedecieron a quien detentaba el poder militar; la delación se hizo frecuente, también la sospecha. El ejército de las sombras encontró así plena justificación para su acción subterránea, intensificándose las labores de exterminio que realizaba. La sociedad, enferma por entero, no resolvía sus dolencias con el auxilio de cirujanos, sino de carniceros. ¿Llamaría la atención que, en esas circunstancias, la cúpula gobernante, aprovechando su posición de poder, practicase en beneficio propio una suerte de ‘acumulación originaria’ (en la legislación chilena se le denomina ‘enriquecimiento sin causa’), apropiándose de gran parte del patrimonio nacional? Los austeros oficiales de ayer forman hoy parte importante del nuevo latifundio y del empresariado ch ileno, de manera más o menos parecida a lo que sucede con la cúpula política de la llamada Concertación: lo que unos hicieron ayer en dictadura, lo hacen otros hoy en democracia. Contreras Sepúlveda es uno de los tantos que participó en esas exacciones; de simple coronel pasó a desempeñarse, como accionista, en el directorio de la empresa periodística COPESA (dueña del diario La Tercera de la Hora) y en el del Banco de Constitución, es dueño de propiedades, parcelas, y posee acciones en varias empresas.

A MANERA DE CONCLUSIÓN.

No puede decirse, simplemente, que el trabajo del ex coronel Contreras sea malo. A través de presentarlo como indiscutido defensor de los derechos de los uniformados sometidos a proceso ante los tribunales por graves violaciones a los derechos humanos, no ha tenido sino por finalidad el intento de movilizar, una vez más, a los sectores sociales que, en otra oportunidad, apoyaron incondicionalmente a la dictadura. Desde este punto de vista, su objetivo ha sido propagandístico y consecuentemente, político. No de otra manera se explica que exhiba tan desoladora indigencia en materia de argumentos; no de otro modo se concibe que contenga falsedades tan manifiestas. El listado mismo de personas parece confeccionado con el único objetivo de querer tan solo poner punto final a una investigación que ya está resultando tremendamente molesta para algunos, y no como respuesta a una necesidad de informar. Es una confesión de crímenes y actos ilícitos, sin lugar a dudas; pero es una confe sión falsaria, es decir, una confesión a través de la cual se reconocen ciertos hechos centrales pero se falsea su modo de acontecer en la realidad con el fin de disminuir la gravedad de los mismos. Sin embargo, intentar un protagonismo tardío, una vuelta hacia atrás en la rueda de la historia, es un esfuerzo vano. Contreras Sepúlveda no parece entender que su procesamiento obedece al hecho simple que el tiempo suyo ya pasó. La estructura de dominación ya no lo necesita; a él ni a los demás reos. Es más: le resultan una carga insoportable de la que debe sacudirse con prontitud. Son elementos que le son inútiles hoy. La misión que se les encargara en otros años está cumplida. Otros actores sociales realizan en democracia y con mayor eficiencia la labor que ellos ejecutaron en dictadura y con otros medios. Contreras Sepúlveda ostentaba tres estrellas sobre cada presilla al momento del golpe militar: era coronel. Ascendió de grado, como muchos otros, no por méritos propios sino por la simple circunstancia de haber sido leal al poder constituido a partir del 11 de septiembre de 1973. Presillas de espalda a pecho sustituyeron a sus viejos galones de coronel como premio a esa ciega obediencia de perro que demostraba hacia la voz del amo. No se sabe si en ese ascenso influyó el parentesco que une a su mujer, María Teresa Valdebenito, con la familia de Augusto Pinochet. Personalmente, no puedo reconocerlo como ‘general’. Me viene a la memoria el recuerdo de Bernardo O’Higgins, persona por quien jamás he sentido especial simpatía, pero una de cuyas acciones bien merece ser mencionada en esta ocasión. Cuando, en los albores de la República, decidió el gobierno de ese entonces abolir el linaje nobiliario y los escudos de armas, lo hizo a través de un decreto en el cual expuso los fundamentos de la medida. El documento, con las firmas de Bernardo O’Higgins (Director Supremo) y José Manuel Yrarrázabal (Ministro del Interior), señalaba en una de sus partes que la generalidad de aquellos ‘jeroglíficos’ y menciones honrosas al linaje daban cuenta de «títulos muchas veces conferidos en retribución de servicios que abaten a la especie humana». Una expresión que muy bien condensa la naturaleza de los nombramientos y ascensos habidos en plena dictadura militar.

Estocolmo, mayo de 2005.