Las dos primeras semanas de febrero fueron semanas de intensa agitación política, económica, diplomática y militar en Colombia. En la primera semana se abría en el Congreso de la República la discusión del proyecto de la ley, – con nombre de querubín, «Justicia y Paz»-, que ha de servir de marco jurídico a las desmovilizaciones […]
Las dos primeras semanas de febrero fueron semanas de intensa agitación política, económica, diplomática y militar en Colombia.
En la primera semana se abría en el Congreso de la República la discusión del proyecto de la ley, – con nombre de querubín, «Justicia y Paz»-, que ha de servir de marco jurídico a las desmovilizaciones de los «grupos armados ilegales», impuesto por el gobierno a «pupitrazo limpio» por la vía de urgencia, descartando cualquier otro proyecto o enmiendas propuestas por la oposición y abandonando el «lastre» de sus antiguas invocaciones de «alternatividad Penal» y de «verdad, justicia y reparación».
Se borraba del proyecto oficial triunfante la creación de un Tribunal Especial encargado de juzgar los delitos de lesa humanidad bajo los preceptos del Código Penal, con el ardid «leguleyo» de que aquel, por su carácter estatutario, no podía acomodarse legalmente a su creación por la vía de urgencia. De esta manera, al mismo tiempo que desaparecía uno de los principales obstáculos en las negociaciones, era un implícito mensaje de impunidad a los paramilitares y militares encausados por delitos atroces.
Coincidiendo con aquel aquelarre, se reunía en Cartagena el denominado G-24, «constituido como grupo informal de países- en su mayoría de la Unión Europea, Estados Unidos, Japón y ahora Corea del Sur y Rusia- para apoyar al gobierno de Colombia en el cumplimiento de los principios y retos establecidos en la Declaración de Londres, el 10 de julio de 2003».
En aquella fecha, «altos representantes de los gobiernos de Argentina, Brasil, Canadá, Chile, Colombia, la Unión Europea, Japón México, Noruega, Suiza y los Estados Unidos de Norteamérica y de la Comisión Europea, la ONU y sus instituciones, la Corporación Andina de Fomento, el Banco interamericano de Desarrollo, FMI y Banco mundial, se reunieron en Londres para examinar la situación de Colombia, «…hicieron un llamamiento a todos los grupos armados ilegales para que acordaran un cese de las hostilidades y participaran en un serio proceso de negociación, que hiciera posible una solución pacífica al conflicto, y «…se mostraron dispuestos a prestar asistencia práctica al gobierno de Colombia y a las Naciones Unidas, en sus esfuerzos a favor de la paz»… «tomaron nota con satisfacción de la promesa del Gobierno de Colombia de llevar a la práctica las Recomendaciones del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos y apremiaron al Gobierno del país para que aplicara estas recomendaciones puntualmente y para que adoptara medidas eficaces contra la impunidad y la connivencia, especialmente con los grupos paramilitares». Así rezaban los puntos más sobresalientes de su Declaración.
Todo un frente imperial: Estados Unidos, Unión Europea, Japón y ahora Corea del Sur y Rusia que, en su metamorfosis colombiana de G-24, está «sinceramente» empeñado en la pacificación de un territorio extremadamente rico y en el que estas esclarecidas potencias se disputan, todavía en pacífica competencia, multimillonarios proyectos de inversión de capitales.
Independientemente de las convergencias ideológicas, políticas y económicas de los compromisarios imperialistas de ese Grupo de Cooperadores con el presidente Uribe, era de presumir su preocupación por los criterios y métodos personalísimos, ambiguos y de dudosa legalidad, que viene empleando el Presidente de Colombia en las negociaciones y «desmovilizaciones» con los paramilitares, sin la previa configuración de un marco jurídico que las presida y que pueda garantizar tanto el total y real abandono de sus armas, como la salvaguardia de los Derechos Humanos y la reparación, en todos los sentidos, a la inmensa masa de población, preferentemente campesina, que ha venido y sigue padeciendo sus atrocidades.
Pienso que por eso se vuelca su Declaración en los tres aspectos primordial y materialmente incumplidos por el Gobierno.1.- La necesidad de que exista un marco jurídico que regule las «desmovilizaciones» , presidido por los principios emblemáticos de «verdad, justicia y reparación» y al que debiera sujetarse el Gobierno inexorablemente. Fue enfático en ello el embajador de Canadá, Jean- Marc Duval. 2.- La estricta sujeción de la política del gobierno a las Recomendaciones de la Oficina del Alto Comisionado de Derechos Humanos de las Naciones Unidas en Colombia. 3. La búsqueda de una solución pacífica y negociada con los «grupos armados ilegales», en referencia implícita también a las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia-Ejército del Pueblo (FARC-EP ) y al Ejército de Liberación Nacional (ELN).
En su declaración final de Cartagena, el G-24 advierte al Estado el deber de buscar una «solución pacífica y negociada a la situación de violencia interna generada por el conflicto con los grupos armados ilegales»
Es de entender que los miembros del Grupo de Cooperantes, por la visión deformada de la realidad histórica colombiana que les brinda el Gobierno colombiano y las fuentes interesadas de información nacional e internacional, pero preponderantemente por sus propios intereses de clase capitalistas, no puedan admitir, en su compromiso con la solución del conflicto, la clara diferenciación que existe entre las organizaciones armadas de inobjetable contenido popular revolucionario, y las que actúan como una fuerza violenta de sicarios a sueldo de terratenientes, ricos ganaderos y narcotraficantes.
En esa línea atrabiliaria y errónea , los Estados Unidos de Norte América, de conformidad con la Ley de Antiterrorismo y Pena capital Efectiva de 1996; y la Unión Europea por Decisión del Consejo, el 27 de junio de 2003, habían incorporado, igualmente consideradas, en sus listados de terroristas a las organizaciones revolucionarias de las FARC-EP y ELN junto a las criminales de las AUC.
D’Artagnan, un columnista de El Tiempo, mostrando el turbio pensamiento y accionar oportunista del Estado yanqui, escribía hace unos días que: » Si los paramilitares no estuvieran involucrados en el negocio del narcotráfico, ¿serían los Estados Unidos tan implacables, como son hoy, para perdonarlos y aún olvidar sus fechorías? Pregunta valida porque, a lo peor, tal ha sido el gran error estratégico de aquellos. Es decir, que para Estados Unidos los «paras» son malos por narcos, más que por paramilitares. Lo que no ocurre frente a la guerrilla que, además de secuestrar a ciudadanos estadounidenses, ideológicamente piensa en forma muy distinta del Tío Sam».
Siendo consecuentes con las decisiones y listados imperiales de las dos grandes potencias, a las que se subordina el gobierno colombiano, no existiría en Colombia un conflicto armado de las FARC y el ELN con el Estado, sino la simple actividad criminal de unas organizaciones terroristas, con las que nada hay que negociar y con las que solo cabría el estrangulamiento policial y su derrota militar. A continuación, cadalsos, sepulcros y mazmorras.
La ambigüedad paramilitar del Presidente Uribe
Armado de aquella elemental filosofía, ha tomado ese tren de alta velocidad y a punto de descarrilarse el presidente Uribe, llevando su «plan patriota» de exterminio de la guerrilla, mientras se ve forzado a entablar «negociaciones de paz» con los «paras» de las «Autodefensas unidas de Colombia» , en cuya conformación originaria tiene cuotas de alta participación desde cuando desempeñaba la Alcaldía de Medellín y luego la Gobernación del Deapartamento de Antioquia. ´El mismo es hacendado, ganadero, caballista y terrateniente, con posesiones territoriales en el Departamento de Córdoba, y colinda su finca con la del hacendado-jefe paramilitar Salvatore Mancuso..
Ha establecido un doble rasero, según se trate de las FARC y el ELN o de las fuerzas paramilitares de las denominadas AUC. Su estrategia ha estado encaminada a la negociación con los paramilitares, confiriéndoles de hecho el estatuto propio de las fuerzas beligerantes, y dirigida al indulto de sus cabecillas, improvisando un sistema legal de tipificación y penalización de sus delitos, pactado con los propios criminales y bajo el cual han de ser juzgados y penados, mientras negocia simultáneamente con el Gobierno de los Estados Unidos los términos de sus extradiciones en tramitación.
No así con los guerrilleros de las FARC, a quienes se les niega su condición, esa sí legítima, de fuerza beligerante conforme al derecho internacional, se les da el trato de terroristas, convertidos en objeto de exterminio militar sin contemplaciones de ningún orden y, sin respeto al principio de soberanía nacional se les extradita a los Estados Unidos, huérfanos del amparo y las condiciones benignas otorgadas con privilegio a los paramilitares.
Tiene el presidente Uribe su alma dividida. No es , ni puede ser objetiva su conducta. No puede enmendar con grandeza la tragedia que ha generado y dinamizado la oligarquía colombiana de la que él forma parte. Al embarcarse en esta empresa sucia de negociación con las AUC, se ve enfrentado a una dura contradicción. De un lado, Uribe sabe ,sin ningún género de dudas, porque además lo tolera y aprovecha, que los paramilitares constituyen la fuerza irregular de las Fuerzas Armadas del Estado., encargados de la labor de zapa, de limpieza a sangre y fuego, de amplias extensiones rurales que comprenden múltiples demarcaciones políticas del Estado (departamentos), en las que han tenido y mantienen implantación aguerridos sindicatos de clase o han estado influenciados política y militarmente por las guerrillas revolucionarias. Los emplazamientos paramilitares de las «Autodefensas unidas de Colombia» representan la tácita presencia y fuerza de ocupación del Estado en las zonas arrebatadas a los adversarios guerrilleros.
Esta fuerza paramilitar, de descomunal capacidad genocida, son los actores implacables de la «guerra sucia» desatada por el Estado contra la insurgencia del campesinado pobre. De igual manera que en los años cincuenta del siglo pasado, en la denominada época de la violencia, lo fueron los «pájaros» conservadores y los bandoleros de las descompuestas guerrillas liberales.
Desmovilizar, por tanto, el aparato paramilitar en las regiones actualmente copadas por las Auc, representaría el retorno de las guerrillas a los territorios abandonados por aquellos. Leyes de la guerra.
Pero de otro lado, debe proceder forzosamente a su desmovilización en el campo, obligado por múltiples factores: la pérdida paulatina de su control militar, la presión constante de los Organismos internacionales y nacionales, veedores de los Derechos humanos y de la opinión pública nacional e internacional, que constantemente vienen denunciando sus feroces atentados a la vida, la integridad física y moral y a la propiedad, de labriegos y dirigentes agrarios, perseguidos, torturados, desaparecidos o asesinados por los paramilitares con la acusación de ser valedores de la guerrilla. Al mismo tiempo la acción criminal de los paramilitares produce el éxodo masivo de poblaciones enteras del campo amenazadas, hacia zonas urbanas, con el efecto añadido de una mayor profundización de la miseria y una crisis de servicios e «inseguridad» en los pueblos y ciudades de acogida.
Se suma a lo anterior la presión ejercida por el Gobierno de los Estados Unidos, empeñado en una lucha visceral por la erradicación de los cultivos de la droga, en los que, así como en su tráfico, tienen intereses directos los jefes paramilitares, cuya aprehensión y extradición exigen al gobierno colombiano para ser juzgados por los tribunales norteamericanos.
Y como la promesa de una paz que no llega no es suficiente, el gobierno de Uribe necesita siempre con urgencia la ayuda económica prometida por el Grupo de los países cooperantes para llevar a cabo sus planes concertados de inversión social, ayuda humanitaria y desarrollo de las regiones «conflictivas». Y, cómo no, le urge la ayuda económica y militar de los Estados Unidos, interferida en ocasiones por la «buena conciencia» de los senadores norteamericanos, para llevar adelante su Plan Patriota, que culmine su sueño de vencedor de la guerrilla.
Ante este dilema , el presidente Uribe juega a una desmovilización lenta y parcial de las bandas paramilitares, otorgándoles gabelas jurídicas , persuadido de que «retenidos» o ubicados en las zonas de rehabilitación, operarán allí, en la práctica, como retaguardia de las fuerzas gubernamentales de ocupación del campo, listos a intervenir frente a la guerrilla cuando vuelva o como informantes del ejército y delatores de la gente del campo. Aquello encaja perfectamente en la concepción y práctica de la «Seguridad Democrática!
Apuesta Uribe a que el efecto de un relativo relajamiento de la actividad paramilitar por efecto neutralizante de las negociaciones con los paramilitares, habría de otorgarle la ventaja de concentrar estratégicamente el grueso de sus fuerzas militares en el sur del país , justamente allí donde espera acorralar al núcleo de la guerrilla, caer sobre la cúpula directiva de las FARC y aplastarla, imponiéndole la capitulación.
El gobierno de Uribe Velez se equivoca. Piensan entendidos estrategas que no es tarea fácil acorralar y aplastar a las FARC, que cuenta con una clara ideología política y alta moral militar de sus componentes, con una enorme capacidad de fuego para infligir en combate o emboscada enormes pérdidas al enemigo; posee un conocimiento excepcional del terreno de las operaciones y significativo apoyo popular clandestino, cuyo caudal real y amplitud del espectro social desconoce el Gobierno.
Ejemplo ilustrativo lo constituye el resultado de la confrontación militar el año pasado, del ejército con las Farc., en el momento de mayor embestida militar del Plan Patriota.
En solo ese año, en combates contra las FARC, murieron 455 soldados y 1713 quedaron heridos ( el tiempo. febrero 4-2004)
La situación para el ejército se ha visto complicada por la disminución del número de soldados disponibles para el combate a causa de la leishmaniasis, una enfermedad tropical producida por un insecto, que pudre los tejidos de la piel y afecta el sistema nervioso. 3.400 militares de los que participan en las operaciones de guerra han sido víctimas el año pasado de esta enfermedad. Y ya suman 360 los casos en los primeros 36 días de este año.
Según una fuente consultada del Ministerio de la Defensa, «la suma de enfermos por leishmaniasis y afectados por las minas antipersonales equivale a que en el campo de batalla hubiesen sido eliminados casi 10 batallones de contraguerrilla en un año.»
Los costos que ocasionan los traslados de los soldados desde las áreas de orden público a los centros hospitalarios de Bogotá y Tolemaida son cuantiosos . Un vocero del Ministerio de Defensa estima que: » una hora de helicóptero puede costar hasta siete millones de pesos y sacar a un solo soldado genera un gasto altísimo. Además, hemos tenido casos donde la mitad de una compañía está enferma y eso nos obliga a sacar a todos los militares, lo que además de costos en dinero, retrasa las operaciones».
En esa línea de confrontación armada, y coincidiendo con la Conferencia de Cooperante s, las FARC-Ep desplegó una actividad militar inesperada por el Gobierno y las Fuerzas Militares del Estado, causándoles enormes destrozos en instalaciones y pérdidas de oficiales y soldados en diferentes puntos del territorio nacional. El primero de febrero, 16 infantes de marina fueron muertos y 25 heridos en el ataque de la guerrilla a la base fluvial de Iscuandé (Nariño), que quedó totalmente destruida; al día siguiente fueron 7 los soldados muertos y 14 heridos más en Santa Ana (Putumayo) ; luego 16 más caídos en combate el día 9 en la zona de Urabá de Antioquia. Suman casi 40 militares muertos y otros tantos heridos en solo nueve dias, «una cifra de bajas que no se presentaba hace mucho», en expresión de una editorial de El Tiempo, periódico liberal de Bogotá
Sonaron las alarmas. En un análisis de un conocido politólogo colombiano, publicado en el diario de El Tiempo el día 9 de febrero con el título» el comienzo del fin del repliegue», alertaba su autor al Gobierno sobre el peligro del triunfalismo y lo invitaba a no hacerse ilusiones sobre la debilidad de las Farc, «achacando a meros errores de los soldados caídos el desastre militar y no como resultado de que el adversario todavía es fuerte y no ha sido aún debilitado de manera crítica» «Para el Gobierno- agregaba- también será muy difícil seguir sosteniendo que en Colombia no hay conflicto armado interno sino una amenaza terrorista«.
En otro lugar añadía: «Con todo y su barbarie (lo de barbarie es salvedad del intelectual a sueldo)-, hay que reconocer que las recientes acciones son hechos de guerra ejecutados por una fuerza militar jerarquizada, capaz de realizar acciones sostenidas y coordinadas, con uniformes y signos visibles, con mandos responsables, que tienen presencia y control en muchas zonas del territorio nacional.»» No se puede tapar el sol con las manos».
Y concluía: » Si estas aciones de las FARC continúan, van a seguir creciendo las dudas que ya se empiezan a manifestar en muchos sectores de la opinión sobre la eficacia incontenible y el éxito fulminante de la política de seguridad democrática que nos ha querido mostrar el gobierno. Los colombianos debemos ser conscientes de que nos esperan tiempos muy difíciles y que no hay redentores ni soluciones mágicas a la vista»
En otras palabras, ni Uribe Vélez es redentor, por más que él mismo se lo parezca, ni el Plan Patriota le está resultando la solución mágica que se imaginaba.
La derrota militar infligida por las Farc al ejército en Urabá ha tenido el efecto de quebrar las ilusiones de la oligarquía colombiana de logar una fácil victoria sobre la guerrilla, y ha enseñado al Gobierno que no es buen principio táctico militar subestimar al adversario, tanto como sobrestimar la fortaleza de su ejército, por el hecho de contar sus hombres con moderna y cuantiosa dotación, transporte adaptado a las junglas que facilita su rápido desplazamiento, asesoría y entrenamiento norteamericanos, poseer armas sofisticadas de detección y destrucción de objetivos y una colosal fuerza trifásica, por tierra, agua y aire con enorme poder destructivo..
A la amargura por el insuceso de Urabá, difícil de asimilar aún por los co-gobernantes «a la sombra», vino a sumarse otra preocupación no desvelada en el análisis del politólogo, de una connotación política más preocupante.: si el ejército no puede copar las plazas militares abandonadas por las desmovilizaciones de los » paras», serán recuperadas por las Farc o el ELN . En su nota editorial del día 10 de febrero, el diario El Tiempo volvía sobre el mismo tópico: » El combate de la Llorona tuvo lugar en el estratégico acceso al Urabá antioqueño, en una zona donde las Farc no hacían un ataque de envergadura hace tiempo y que, hasta la desmovilización del Bloque Bananero de las Auc, estaba taponada por los paramilitares. Además, fue cerca de una retaguardia profunda de los «paras», en el sur de Córdoba. En otras acciones recientes, poco publicitadas, las Farc han copado las carreteras de Popayán-Pasto y quemado varias fincas en Sucre, en Montes de María, donde se prepara una nueva desmovilización ( de los «paras») Lo cual añade el delicado interrogante de hasta dónde el gobierno está en capacidad de copar las zonas que van abandonando los paramilitares»
Salta el subconsciente de la oligarquía. Sus profundos temores y sus preferencias paramilitares. El diario El Tiempo es de propiedad de la familia oligárquica bogotana de los Santos, a la que pertenece el actual Vicepresidente de Gobierno Francisco Santos.
Pese a las campañas propagandísticas y a la guerra psicológica orquestadas por el Gobierno y sus seguidores, la guerrilla sigue en pie, sosteniendo el pulso a la agresiones militares y paramilitares a las zonas donde el Gobierno ha trasladado sus operaciones.
El temor, no resta lucidez al editorialista de la «casa Santos»: Sigue, diciendo que: «aunque sería prematuro concluir que el repliegue de las FARC ha terminado y puede estar dando pasos a una ofensiva, si hay que señalar que., después de dos años y medio de sistemática persecución por parte de las Fuerzas Armadas, esa guerrilla está en capacidad de propinar golpes contundentes. Han sido acciones militares de cierta envergadura, que indican disciplina operativa y capacidad de mando centralizado a nivel nacional. Y que los tres golpes hayan tenido lugar por fuera del área del Plan Patriota refleja una táctica de las Farc para obligar al ejército a distraer fuerzas de su ofensiva principal contra sus retaguardias estratégicas en Caquetá y Guaviare»
El reconocimiento de la existecia de un conflicto armado
La principal consecuencia, a mi modo de ver, del triunfo obtenido por las Farc en los últimos combates con el ejército, principalmente el de la Llorona en el Uraba antioqueño es el de haber mostrado con toda evidencia su condición de auténtica fuerza beligerante y hacer patente la verdad de un conflicto armado, o confrontación armada entre el Estado colombiano y las Farc, las guerrillas en general, con todo lo que ello comporta, en el orden de la guerra, de la política y del derecho..
Por más empecinamiento del Presidente Uribe en la idea de que en Colombia no existe un conflicto armado y en caracterizar las acciones militares de las Farc y el Eln como simples actos de terrorismo, siguiendo la línea «antiterrorista» de sus mejores mentores, Bush y Aznar, tal apreciación subjetiva y voluntarista choca con la realidad de los hechos, con el punto de vista sensato de Gobiernos y hombres de Estado, muchos de ellos amigos y correligionarios suyos.
Es esa meridiana verdad la que reconoce el diario El Tiempo, la «casa de los >Santos», nada sospechoso en cuanto que es el hogar político del vicepresidente de Gobierno, en su editorial del día 10 de febrero, ya citado, , formulando severa advertencia a la ilusión contraria: «Por lo pronto, estas acciones ya han tenido un efecto y bien contundente: poner seriamente en cuestión la idea oficial de que en Colombia no hay conflicto armado: Por más horrendos que sean sus métodos y primitiva su ideología ( salvedad obligada de la oligarquía), negar que las FARC son una fuerza militar con capacidad de mando y acción, es tan ilusorio como intentar sostener, después de lo sucedido en Nariño, Putumayo y Antioquia (Entes políticos regionales ubicados en extremos puntos cardinales), que la violencia subversiva se reduce a un puñado de terroristas»
Puntos de vista, mejor, convicciones, que concuerdan con las del representante de la Agencia de Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) en Colombia, Roberto Meller, quien en declaraciones recientes, el 27 de enero, emitidas por la cadena radial colombiana «Caracol» dijo que » en Colombia no se puede desconocer la existencia de un conflicto armado»
Las conclusiones del editorialista de el diario El Tiempo han ido más lejos, apuntando a las raíces del conflicto político existente y a la necedad e ineficacia políticas de negarlo: » El conflicto armado colombiano es viejo, persistente, tozudo. Está extendido por la geografía nacional y tiene lejanas raíces históricas, desdibujadas motivaciones políticas y profundos entronques rurales. Y ya sabemos de sobra que a la guerrilla no se la derrota a punta de titulares, adjetivos ni juegos semánticos. Eso es oponerle el léxico a la realidad. Y con una realidad tan testaruda como la colombiana, eso no parece ni sabio, ni eficiente»
Este reconocimiento del conflicto armado y de la inoperancia de la política del avestruz que guía al actual Gobierno, merece especial atención, sobre todo cuando desde el oráculo de la oligarquía, el diario El Tiempo, se acepta la realidad y se intenta, con realismo, romper el hechizo alucinante de la «victoria militar» del ejército o, vista su otra cara, de la «derrota militar» de las Farc, del que se haya poseído el Presidente de Gobierno. Aun cuando apenas se sugiera al menos tímidamente la necesidad de un cambio de rumbo.
El Diálogo Político»
A escasos días de la Conferencia de los G-24, en un contexto más ajeno a los negocios, en el Foro sobre Justicia Restaurativa que sesionó en la ciudad de Cali, el Premio Nobel de la Paz en el 2004, el Arzobispo Desmond Tutu, en unión de la Magistrada de la Corte Especial de Sierra Leona, Renate Winter, propiciaban una apertura de dialogo del Gobierno con las guerrillas de las FARC y el ELN, invitando a los líderes de las fuerzas guerrilleras a un cese al fuego y a viajar a Sudáfrica.
Pero indudablemente son los factores de índole económica , que afectan la inversión y el comercio internacionales en relación con Colombia, los que aprietan al Gobierno, forzándolo a dar una solución al conflicto. El problema es que el Presidente Uribe, imbuído de la ideología «antiterrorista» de Bush, ha escogido una vía equivocada, de negociación con los criminales y de derrota y aniquilamiento de la fuerza guerrillera, genuinamente beligerante en el sentido más riguroso del derecho internacional.
En efecto, las empresas imperialistas, que tienen intereses económicos suculentos en cada «puerto», tienen prisa en incrementar sin obstáculos los desembarcos de sus alijos de dólares, euros y yenes en Colombia, país con una superficie de 1. 538.000 kilómetros cuadrados, tierras ubérrimas para el cultivo de cuatro estaciones y para el ganado, rico en biodiversidad y en recursos energéticos, caudales de agua, petróleo, carbón mineral y sol; rico en minerales estratégicos y preciosos y dos mares habilitados al Pacífico y al Atlántico, abiertos al libre comercio capitalista.
El capital imperialista requiere seguridad política y jurídica para desembolsar, recoger y remesar. Y claro que los costos de su seguridad material en países agitados por la guerra inciden negativamente en la competitividad de sus productos y servicios y en el resultado de sus beneficios.
Curiosamente la reunión y Declaración de Londres, el 10 de julio de 2003, -atentos los juristas- tienen lugar con posterioridad a los flamantes listados terroristas de EE.UU y UE. Bueno, es solo un apunte curioso.
Los epítetos de terroristas han sido borrados de la agenda, aunque no de las listas, para pasar a denominarse con eufemismo «grupos armados ilegales»
Consecuentemente, en el contexto siempre de la Declaración de Londres, los miembros del Grupo de Cooperantes ( G.24) en Cartagena reiteran su disposición a jugar «el papel de facilitadores en lo que se refiere a todas las iniciativas. relacionadas con la Declaración de Londres», y consideran que «el diálogo es el camino idóneo par la búsqueda de soluciones a las cuestiones internas del país». » Paz negociada» es la expresión utilizada por la Declaración de Londres.
En ese contexto, reiteran su llamado » a todos los grupos armados ilegales para que acuerden un cese de hostilidades y abran espacios a un diálogo de paz»
Sobre iniciativas de paz, los guerrilleros son pioneros antes que nadie. Siempre han estado dispuestos a negociar. Sucede que, como dicen ellos, no puede haber paz sin justicia social. Así de simple. Esto es ya un apotegma político
Pero existe otro problema no menor. La equiparación de trato a guerrilleros y a paramilitares dispensado por mediadores y cooperantes bajo el artificio semántico de » grupos armados ilegales». Es esa una grosera e infamante distorsión de la realidad política, que lleva confusión a la ciudadanía y busca torticeramente borrar la diferencia sustancial entre unos y otros actores, entre unos y otros actos de guerra, equiparando las guerras de liberación del pueblo con las campañas de exterminio de poblaciones enteras y el arrebato de sus tierras, llevado a cabo sistemáticamente por los paramilitares. Equiparando a una Fuerza Beligerante popular con un concierto de criminales.
No cabe la menor duda que bajo esos parámetros, difícilmente puede obtenerse una paz justa y duradera