La vida cotidiana, en todo tiempo y lugar, no es fácil. Al contrario: sobran los problemas. Ante esa dureza de la realidad los seres humanos necesitamos de antídotos que la tornen más llevadera. He ahí el principio de las religiones. Las relaciones sociales, siempre en esta lógica de lo problemático de todo vínculo interhumano, no […]
La vida cotidiana, en todo tiempo y lugar, no es fácil. Al contrario: sobran los problemas. Ante esa dureza de la realidad los seres humanos necesitamos de antídotos que la tornen más llevadera. He ahí el principio de las religiones.
Las relaciones sociales, siempre en esta lógica de lo problemático de todo vínculo interhumano, no son fáciles. La historia de las sociedades humanas nos muestra un eterno malestar, al menos hasta ahora, basado en injusticias estructurales, en diferencias de clases antagónicas donde una subyuga a otra, donde siempre hay -incluso en la relaciones dentro de esas clases- jerarquías de dominación. Aquí la posibilidad de buscar paliativos se torna más difícil: aunque también lo intenten, ya no bastan las religiones. Estas diferencias se dirimen en el campo de lo político; son, de definitiva, diferencias de poder, luchas de poder.
Por milenios, las transformaciones políticas se fueron dando en el transcurso de las relaciones sociales sin teoría académica que las pusiera en marcha, que las avalase o justificase; simplemente se dieron. Desde hace un par de siglos, sin embargo, con el desarrollo del pensamiento político occidental, estos cambios se pretenden matematizables, previsibles; y más aún: se los puede dirigir en un sentido dado. Aparece en Europa el pensamiento político moderno, y en esa dinámica nace el marxismo, desde el inicio con la pretensión de saber científico, por tanto, de guía para la acción.
Fundándose en una teoría científica de la sociedad, de su estructura y de su historia (pero faltando, sin dudas, una teoría del sujeto con similar rigurosidad en su formulación) el pensamiento socialista apareció como propuesta de comprensión de la realidad humana, y mucho más aún, como propuesta de transformación de la misma.
Formulada con valor de teoría, sin ningún lugar a dudas tuvo características de utopía. Es decir: funcionó como la presentificación de una aspiración, de un deseo puesto como meta alcanzable. Hoy -más aún luego de la caída del muro de Berlín- la palabra «utopía» está cargada de connotaciones negativas; es, en todo caso, sinónimo de quimera, fantasía, mera ilusión. En el socialismo clásico, por el contrario, era el horizonte de llegada de un proceso racional, estaba plena de positividad.
«Sociedad sin clases», «reino de la igualdad», «solidaridad sin fronteras»: sin dudas han sido y siguen siendo utopías. Pero utopías no en el sentido de sueños vanos, evanescentes fantasías sin asidero. Utopías como aspiración de un mundo más justo, más equitativo. Utopías -ahí está su fuerza justamente- como proceso de búsqueda.
Hoy, caídas las primeras experiencias que transitaron la senda socialista, y con una sumatoria de hechos criticables en aquellas otras que sobreviven como modelo no capitalista, es pertinente plantearse en qué medida esas aspiraciones son utopías en sentido negativo o positivo.
Por lo pronto parece demostrarse que, en tanto especie humana, necesitamos siempre esta dimensión de búsqueda de un ideal, de un paraíso que funciona como horizonte que nos llama. La diferencia que se da con el socialismo científico, con el marxismo, es que esta construcción pretende tener los pies sobre la tierra. Es la búsqueda de un ideal, quizá de un paraíso, sobre la base de una formulación matemática y asentada en una realidad material.
«Utopía, te odio y te quiero. Te odio porque sólo has existido en la cabeza de los hombres, no en sus manos. Te quiero porque permaneces en la esperanza de una segunda oportunidad», nos dice Marcos Winocur. En este sentido el socialismo es una utopía éticamente válida; si sus primeros pasos no dieron todos los resultados que se esperaba, tampoco puede desvirtuárselos. De lo que se trata es de revisar por qué no funcionó como se esperaba, por lo que es necesario entonces una relectura de sus principios y de sus posibilidades. Dicho en otros términos: ¿son posibles las utopías? ¿Qué valor tienen las mismas? Podría decirse que son como las estrellas: inalcanzables, pero marcan el camino.
II
El socialismo es, en esencia, la aspiración a un mundo más justo. En sus albores hacia el siglo XIX -y durante las primeras experiencias de su construcción ya en el XX- esa justicia se interpretó en términos de equidad económica. Hoy día, a partir de la enseñanza histórica, podríamos ampliar la mira: la justicia tiene que ver además con la democratización de los poderes, con su horizontalización.
«Es necesario recordar que una economía planificada no es todavía socialismo. Una economía planificada puede estar acompañada de la completa esclavitud del individuo. La realización del socialismo requiere solucionar algunos problemas sociopolíticos extremadamente difíciles: ¿cómo es posible, con una centralización de gran envergadura del poder político y económico, evitar que la burocracia llegue a ser todopoderosa y arrogante? ¿Cómo pueden estar protegidos los derechos del individuo y cómo asegurar un contrapeso democrático al poder de la burocracia?», se preguntaba Einstein, que además de físico genial era un agudo pensador social – faceta que le es bastante desconocida por cierto.
Si algo podemos decir que debe criticarse severamente de las experiencias socialistas conocidas hasta la fecha es justamente su falta de democratización del poder. Que su concentración suceda en las sociedades no-socialistas no debe sorprender; en ellas más allá de la declamada democracia formal -que encierra básicamente una perversa hipocresía- el poder absoluto queda en manos de las grandes empresas (hoy transformadas en monstruos multinacionales con presupuestos mayores al de muchos países pobres, y con un poder político descomunal, a veces más grande que el de los aparatos estatales). La cuestión se plantea en el manejo del poder que ha tenido el socialismo. Algo ahí no funcionó; ¿era una tonta utopía suponer que se iba a poder horizontalizar el poder?
Poder popular: ese es el gran desafío. ¿Cómo?
El hecho que posibilitó pensar en una alternativa real para la construcción del socialismo fue la Comuna de París, intensa experiencia de poder popular espontáneo de sólo un breve tiempo de duración ocurrida en el ya lejano 1871. Fue a partir de esta circunstancia inaugural que los fundadores teóricos del socialismo científico, Marx y Engels, conciben la «dictadura del proletariado» como mecanismo para la subversión del poder de la clase actualmente dominante e inicio de la edificación de una sociedad sin clases.
El espíritu de la Comuna es lo que ha guiado y sigue guiando este tipo de iniciativas autogestionarias. Hoy, caídos los modelos de partido único con que se dieron los primeros pasos del socialismo, es necesario reflexionar sobre aquella experiencia histórica. La cual, a su vez, se emparienta con otra gesta no menos importante que también tuvo lugar en París casi un siglo después: el mayo francés de 1968.
Definitivamente el sistema pluripartidista que nos trajo la democracia parlamentaria moderna, si bien constituye un avance con relación al absolutismo monárquico y las estructuras feudales, lejos está de ser una auténtica representación de todos los sectores sociales. En forma disfrazada, no deja de ser una dictadura de la clase capitalista. Para la gran mayoría de la población mundial ya no es tanto el látigo el que intimida sino el fantasma de la desocupación (un látigo más sutil, por cierto. La esclavitud ahora es asalariada).
Ahora bien: ¿puede la utopía socialista ir más allá de este corrupto sistema de partidos políticos y generar un auténtico poder popular?
III
Según concibió la teoría marxista clásica debe ser un partido revolucionario en manos de las fuerzas sociales más progresistas quien lidera el proceso transformador. Y ahí se abre un debate hasta ahora nunca saldado. ¿Partido obrero? ¿Movimiento campesino? ¿Vanguardia armada? ¿Frente popular multiclasista? No faltó quien -y no es chiste- llamara a estrechar vínculos con los extraterrestres, en el entendido que si estos visitantes tenían un tal grado de desarrollo técnico que les permitía llegar hasta nuestro planeta, sin dudas también lo tendrían en la dinámica social, por lo que ya habrían alcanzado la organización superadora de las clases, y en consecuencia de ellos podíamos nutrirnos entonces.
Como vemos los pasos que deben llevar a la construcción de un orden nuevo son diversos, debatibles, incluso cuestionables. La «teoría» de la alianza con los alienígenas, sin dudas; pero ¿y el partido revolucionario único?
«La libertad sólo para los partidarios del gobierno, sólo para los miembros de un partido, por numerosos que ellos sean, no es libertad. La libertad es siempre libertad para el que piensa diferente», decía hace ya casi un siglo Rosa Luxemburgo. Sin dudas la «dictadura del proletariado» tuvo más de dictadura que de otra cosa. Dicho esto, sabido y sufrido todo esto (yo no me atrevo a decir que «hasta aquí he llegado» con respecto a alguna revolución, pero me quedan profundas dudas respecto a cómo se estructura el poder en todas ellas: ¿por qué nunca hay mujeres comandantes?, ¿por qué los comandantes comandan tan longevamente, siempre hasta que se mueren?) debemos abrir la autocrítica.
Sin dudas no es una quimera, una utopía en sentido despectivo, la intención de cambiar las relaciones entre los seres humanos. Es, si se quiere, un imperativo ético: la sociedad de clases es un atentado contra la especie humana, y el capitalismo desarrollado lo es también contra el planeta. Por tanto no es un sueño infantil el aspirar a su modificación. De hecho, además, de forma lenta pero sin pausa, la humanidad va cambiando, va buscando mayores cuotas de justicia, de participación popular (las monarquías no están en ascenso y la esclavitud física, aunque no desapareció totalmente, tampoco está en crecimiento). Lo que se visualiza como utopía -en el sentido que prefiramos- es el camino a seguirse para conseguir el fin. Dicho en otros términos: ¿cuál es el instrumento que posibilita cambiar la sociedad a favor de las mayorías explotadas?
La Comuna de París y el mayo francés se proponen como referentes: el «pobrerío» al poder, la imaginación al poder. Podemos estar de acuerdo con que otro mundo es posible; la cuestión es cómo construirlo. Es decir: ¿cómo se afianzan y tornan sustentables las experiencias autogestionarias? Más allá de la reacción, la protesta, la lucha contestataria (momentos imprescindibles en esta construcción), a la luz de lo que fueron esos intentos de edificación de algo nuevo, las preguntas siguen abiertas.
¿Habrá que convencerse que el poder popular, el poder horizontalizado, es una pura quimera, una utopía en sentido negativo? La figura del Amo y del Esclavo que Hegel inmortalizara en el capítulo IV de su Fenomenología del Espíritu como modelo de la dialéctica definitoria de la relación interhumana ¿no se equivoca entonces? Con lo que tenemos de ejemplo hasta ahora, con todo lo que las experiencias humanas nos han aportado a lo largo y ancho de la superficie de nuestro planeta y en lo que llevamos de historia como especie, en principio todo ello nos autoriza a decir que sí, efectivamente, Hegel no parecía muy equivocado.
IV
El poder fascina. Esto, parece, es válido universalmente. Cualquier experiencia de ejercicio de poder nos confronta con la dificultad tan grande de lograr evitar caer en similares tentaciones, desde el Gengis Khan a Ceauscescu, del poder que confiere manejar un automóvil respecto al peatón al hecho que un sirviente nos abra la puerta del ascensor, del profesor en su cátedra a Idi Amin. Renunciamientos al halo mágico del poder, aunque de hecho puedan darse, no son fáciles -por otro lado, ¿por qué habrían de serlo?, si justamente lo humano es tal en torno a esa dialéctica, se constituye sobre ese paradigma amo-esclavo.
Si el Che Guevara renunció a su puesto en la Revolución Cubana, ¿fue realmente para seguir con la causa universal de la lucha revolucionaria, o porque no había lugar para dos grandes en la isla? Eva Perón, en la década de los 50 en Argentina, ¿renunció a la vicepresidencia por lealtad con su pueblo, o porque la oligarquía vernácula y la embajada estadounidense la obligaron?
En la tradición socialista nunca se ha debatido seriamente el tema del poder, de la fascinación del poder. La sola mención de «poder popular» como fórmula mágica no excusa -la historia lo constata- de la necesidad de mantenerse alertas ante las recaídas en las mismas repeticiones de siempre. ¿Por qué siempre las revoluciones socialistas estuvieron ligadas a la figura de un gran líder? (por cierto, siempre varón). ¿Por qué estos líderes se permiten legar herederos políticos? ¿Por qué siempre los mismos errores? Se podría haber pensado que en la construcción del mundo nuevo las purgas en masa de Stalin quedaban en la historia estigmatizadas como lo que nunca debería repetirse, y que ya nunca volvería a verse un abuso de autoridad por parte de un dirigente revolucionario. Pero no: ahí está, 50 años después, el comandante Ortega en la tropical Nicaragua violando sistemáticamente a su hijastra, y siendo reelegido luego Secretario General del partido ¿revolucionario? haciendo impune uso de su poder.
Cuando se ha pensado en transformar el mundo (utopía en el sentido literal que el inventor de la palabra le dio: «lugar que no está en ningún lugar»), cuando la tradición socialista apuesta por la construcción de una cosa nueva, ahí es donde surgen los problemas.
Los problemas son de dos tipos: por un lado -esto no es ninguna novedad obviamente- la reacción de las fuerzas conservadoras, de aquellos que perderían con un cambio. Obstáculo de enormes proporciones a vencer, mucho más grande que hace un siglo, cuando se comenzaba a hablar de poder popular, de la comuna de París. Obstáculos que hoy, con un poder militar inconmensurable por parte del capitalismo desarrollado, y más aún de su potencia hegemónica, son de una naturaleza casi insalvable (hoy quizá sea más fácil molestar a la lógica capitalista por medio de un hacker que con un llamado a la toma de las armas por parte del pueblo unido).
«Todos sabemos lo que hay que hacer, pero no hay voluntad política de hacerlo», dijo recientemente, en el último Foro Mundial Económico de Davos, Suiza, la ministra de finanzas de Nigeria Okonjo-Iweala. Es decir, si bien las fuerzas conservadoras no quieren en lo absoluto cambiar nada, desde las izquierdas se sabe por dónde empezar; y también desde la derecha se sabe qué cosa no se desea cambiar. La cuestión por así decir «técnica» de una transformación es más que sabida: tocar el gran capital a favor de las masas paupérrimas (expropiaciones, reforma agraria, políticas sociales a favor de las mayorías). Pero esto lleva al segundo tipo de problemas: ¿cómo se logra?
Descartando -al menos en principio- que los extraterrestres puedan sernos de provecho en la edificación de nuestra utopía terrena, ¿qué hacer?
Por cierto la naturaleza en la dificultad de los dos problemas es diversa; sin dudas el primero de ellos es más acuciante. ¿Cómo enfrentarse al Fondo Monetario Internacional, a las bombas inteligentes, a los satélites de espionaje, al fantasma de la desocupación? El mundo de hoy, luego de la caída del muro de Berlín, está inclinado de modo escandalosamente unipolar hacia el lado del gran capital, y por cierto que no se ve muy fácil cómo golpearlo. La derecha ha aprendido de sus errores más rápido y mejor que la izquierda, y hoy día ya no son concebibles ni una comuna de París ni un mayo francés, sencillamente porque el poder dominante lo puede controlar con relativa suficiencia.
Pero si eventualmente la correlación de fuerzas permitiera-concédasenos jugar un momento a las utopías- realizar los cambios pertinentes, surge con no menos fuerza el otro problema: confiscadas las empresas industriales, repartidas las tierras, promovido el estado de bienestar por medio de iniciativas populares (salud y educación gratuitas y de calidad, créditos hipotecarios, cultura para todos), ¿cómo organizamos el poder popular? ¿Cómo evitar que se repitan las purgas stalinistas o el machismo y la impunidad de Daniel Ortega?
V
Quizá no haya antídoto contra mucho de lo que conocemos como experiencia humana. Si el poder fascina a todos por igual, si el sujeto se constituye contra la imagen del otro, parece que es utópico buscar la «bondad» entre los seres humanos. Pero más aún: quizá sea desubicado, tonto, inconducente, mantener un maniqueísmo de buenos y malos, de carácter más bien religioso, donde el poder y los poderosos son intrínsecamente «malos» y los desposeídos son los «buenos». El «hombre nuevo» -que por definición tiene que ser «bueno»- no está cerca de prosperar. ¿Hay ya «hombres nuevos» por algún lado? ¿Puede haberlos? ¿»Nuevos» en qué sentido: que ya no se fascinan con el poder? No debemos olvidar que el Che, por ir a luchar al Africa en nombre de la revolución universal, dejó abandonada su familia en Cuba.
Quizá lo que podemos plantear, con mayor simpleza, sin aspirar a algo tan monumental como un «hombre nuevo», es la necesidad de la participación popular como un camino importante, tal vez de la más vital importancia para la construcción de un mundo distinto.
Que «otro mundo es posible» está fuera de discusión; posible e imperiosamente necesario. Sobre lo que debemos seguir profundizando es en el cómo lograrlo. Participación popular, poder popular, son conceptos que van más allá de la concurrencia a las urnas cada tanto tiempo, o la participación en un acto público el 1º de mayo. La experiencia de los intentos socialistas habidos nos va demostrando que la construcción del partido revolucionario presenta significativas contradicciones. La supuesta pluralidad partidaria de las democracias burguesas no tiene absolutamente nada que ver ni con la participación ni mucho menos con el poder popular. Autogobierno local, autogestión obrera de la producción, movimientos cooperativos -y en esa línea también: comuna de París y mayo del 68- son hitos que ya existen y deben potenciarse. He ahí donde debemos nutrirnos para ver por dónde caminar.
En esa lógica se inscribe la idea de auditoría social, de fiscalización de la cosa pública. Es difícil pensar -y poner en práctica- un poder popular en colectivos grandes. ¿Cómo imaginar un proceso autogestionario en la República Popular China con 1.200 millones de habitantes? Pero Cuba, con una población muchísimo más pequeña, ¿lo ha logrado?
Entiendo que para quienes damos por supuesto que hay que seguir buscando modelos más justos de vida, el problema se nos plantea al abordar cómo impulsar ese poder popular. Debemos estar conscientes que cada individuo es, ante todo, parte de una masa; y que la masa tiende a ser conservadora, no crítica, fácilmente exaltable. La idea de «hombre nuevo» es casi la antípoda del hombre-masa. En algún sentido todos somos masa, y la organización de una sociedad tiene mucho que ver con ese fenómeno. De todos modos el capitalismo desarrollado llevó esa formación a niveles jamás vistos anteriormente en la historia; no puede haber sistema capitalista eficiente si no hay masa – como productora y como consumidora. La masa, preciso es reconocerlo, difícilmente pueda proponer, sopesar, decidir con sutileza. La masa es amorfa, sigue a un líder, prefiere el inmediatismo.
Pero ahí está el reto: ¿cómo lograr que ese conjunto incoordinado y manipulable como es la masa pueda ejercer el poder? ¿Cómo puede gobernarse a sí misma? «Las masas» -como decía una pintada callejera durante la guerra civil española- «no son revolucionarias sino que, a veces, se ponen revolucionarias». Insisto con el interrogante: ¿es posible perpetuar ese espíritu revolucionario de la masa? ¿Es posible construir una sociedad a partir de ese espíritu? ¿Cómo hacer para que en realidad la imaginación tome, conserve y ejerza productivamente el poder? Resolver esto es el desafío que nos espera.
La dictadura del proletariado, es decir: un gobierno revolucionario sin jefes dispuesto a cambiar el curso de la historia, fue lo que hizo pensar a Marx un siglo atrás en la pertinencia de ese mecanismo luego de entusiasmarse con los hechos de París de 1871. Las contadas ocasiones en la historia del siglo XX en que esas masas dejaron de acatar las reglas establecidas y derrocaron regímenes que las agobiaban (Rusia, China, Cuba, Nicaragua), se pusieron en marcha procesos que significaron mejoras. Claro que siempre esos movimientos tuvieron una figura fuerte (masculina) que terminó poniéndose al frente.
Hecho el balance de lo que significaron tales experiencias, está claro que hubo grandes avances populares (se redujo o extinguió el hambre crónica, creció el bienestar cotidiano, la población tuvo acceso a salud, educación, tierras y viviendas, aumentó la producción y la investigación científica), definitivamente más que retrocesos. Aunque se pueda criticar la burocracia y la falta de derechos individuales en China, por ejemplo, ¿quién podría negar que las grandes masas tienen hoy un mejor nivel de vida que con los mandarines? Aunque no falten cubanos que abandonan la isla hastiados de la monocromía del partido único y la crónica escasez buscando el paraíso adorado de Miami, ¿quién podría negar que la situación socioeconómica y cultural de la población de Cuba es hoy absolutamente más digna que la de cualquier país latinoamericano?
De todos modos la pregunta sigue en pie: ¿y el poder popular?
VI
Quizá debemos poner un especial énfasis en la pequeña célula de autogestión, en el pequeño grupo que se organiza y se autogobierna, y no tanto en la idea de gran proyecto universal que cambia el mundo y abre las puertas del nuevo paraíso. Eso, por lo que vemos, no funcionó en ese sentido.
Ante esos experimentos fallidos -no sé si decir fracasos, pero sí tanteos a revisar- está claro que hay que presentar otras alternativas. Lo que podemos extraer como primeras conclusiones es que si de cambios se trata, la masa debe ser crítica, acompañar e involucrarse en los procesos sociopolíticos, ser un contralor riguroso. Tal vez a principios del siglo XX, en Rusia, un campesinado casi feudal, muy poco desarrollado educativa y políticamente, lejos de la cultura industrial urbana, no estaba en condiciones de ser el garante de un proceso autogestionario genuino; por eso, más allá de los soviets, pudo aparecer un Stalin.
Esa es una forma de interpretar un fenómeno muy complejo, y quizá una forma errónea; en esa dimensión podría preguntarse: ¿pero por qué una clase obrera como la alemana, o la japonesa, altamente desarrolladas, con buenos niveles educativos, con tradición de organización sindical, no proponen entonces el control de la producción en sus países? ¿Por qué no toman en sus manos el control de sus estados y organizan una sociedad nueva? Pero, ¿quién dice que esas clases sociales quieren cambiar su estatus? Tal vez cada trabajador individual querría, ante todo, devenir funcionario de la fábrica donde labora, duplicar su ingreso, incluso tener personal a su cargo. En países de alto consumo el ideal es poder consumir más todavía y la solidaridad es una exótica pieza de museo. El actual neoliberalismo se ha encargado de elevar la tendencia a su máxima expresión haciendo del individualismo una religión obligada.
Tanto en el norte hiper desarrollado como en el sur famélico, hoy por hoy, caídos los modelos del socialismo clásico y entronizado el «sálvese quien pueda» de un capitalismo salvaje y voraz, replantearse los términos del poder es de vital importancia. En el ánimo de aportar alternativas en este debate, entiendo que la cuestión básica estriba en pensar en procesos micro, locales, en pequeños poderes realmente horizontales y democráticos: la comunidad barrial, la unidad sindical, la cooperativa puntual, el grupo de consumidores, los colectivos particularizados. Experiencias de autogestión hay numerosísimas a lo largo y ancho del planeta, y de ahí debe salir la nueva savia revolucionaria.
En un mundo globalizado con poderes descomunales de impacto planetario, buscar alternativas especulares a esos poderes no se ve conducente. La Guerra Fría, por cierto, terminó asfixiando en su monstruosa, loca carrera de dos gigantes -uno más que el otro, evidentemente- a uno de los polos, el que, mal o bien, podía servir como contrapeso al capitalismo; por tanto, volver a oponer misil nuclear contra misil nuclear en tanto método de lucha no parece lo más fructífero.
No podemos ser ingenuos y pensar que una comunidad rural organizada en alguna provincia de Tanzania, o un colectivo de madres solteras en Rawalpindi, puedan ser inquietantes para los grandes bancos que manejan la economía mundial, o para las fuerzas armadas de Estados Unidos o de la OTAN. Seguramente no. Pero dado que estábamos hablando de cómo darle forma a la utopía, entiendo que he ahí el germen del que debemos nutrirnos. Pensar en las utopías significa creer que son posibles (si no, no vale la pena siquiera considerarlas).
«La arena es un puñadito, pero hay montañas de arena», dijo algún poeta latinoamericano. La organización comunitaria, el trabajo de hormiga en la base, la resistencia de los cristianos en las catacumbas del imperio romano si queremos decirlo con una figura legendaria, ese fermento de poder popular es lo que puede vislumbrarse como camino.
Luego del derrumbe de la Unión Soviética, del mundo unipolar vivido esta última década y del mensaje triunfal del neoliberalismo individualista -coronado con la invasión a Irak por parte de los Estados Unidos pasando por sobre la Organización de Naciones Unidas- todos, y la izquierda en especial, hemos quedado golpeados, sin referentes, profundamente asustados. El fantasma de la desocupación no es cuento, y los cerca de 200 millones de desocupados en el mundo ayudan a mantener la precariedad laboral en un bochornoso proceso de retroceso social (hasta en el seno de las Naciones Unidas los contratos son por tiempo limitado, sin prestaciones ni derecho sindical). Si «la historia ha terminado» -según se nos informó pomposamente- ¿para qué pensar en utopías?
No es utópico decir que hay que enfrentarse a todo esto: es, en todo caso, una obligación, un imperativo ético. Durante la comuna de París era más claro -pero no por ello más sencillo- fijar el norte: la clase obrera industrial debía ser el motor de cambio universal tomando el poder y construyendo una sociedad nueva (claro que esa conclusión se sacaba en uno de los países más industrializados del mundo, en muy buena medida rector de la historia global por su influencia política y cultural. Quizá una sublevación indígena en América -que en 1871 también ocurrían- no hubiera permitido sacar la misma conclusión).
Hoy, seguramente el panorama no permite aquella misma claridad. ¿Contra quién lucha el campo popular en la actualidad? Si bien sigue siendo claro que contra un sistema injusto, como mínimo hay que formular algunos matices: en el capitalismo desarrollado un trabajador no tiene mucho por lo que protestar, o no tanto, al menos, como cuando la comuna parisina en el siglo XIX. Allí, quizá, el mayor enemigo es el mismo consumismo. En el sur, por el contrario, dada la complejidad e interdependencia planetaria a que se fue llegando, se hace casi imposible pensar en procesos de autonomía nacional antiimperialistas (¿cuánto podría resistir hoy una revolución socialista en un estado africano, por ejemplo?, o ¿hasta dónde podría llegar la Revolución Bolivariana en Venezuela si decidiera radicalizarse más?); en el Tercer Mundo, tal vez lo más revolucionario hoy es no pagar la deuda externa. Hablar de antiimperialismo pasó a ser casi una reliquia.
Ante todo esto, entonces, ¿hay que olvidarse de las utopías?
VII
¡De ningún modo! El solo hecho de escribir estas líneas, de intentar hacerlas circular, de contribuir a este debate, está mostrando que la utopía nos sigue convocando. Y estoy seguro que no somos pocos los que así pensamos.
Desde hace unos años ya ha pasado a ser costumbre realizar encuentros internacionales alternativos a las cumbres de los super poderes: el G-8 alternativo, el Foro Social Mundial. Sin dudas tienen, antes que nada, un valor político: hacer ruido al lado de los factores de poder dominadores del mundo. Hasta ahora no ha salido de ahí un claro programa de acción para oponernos al capitalismo salvaje que nos agobia. Incluso es probable que nunca salga; que no aparezca un plan concebido como guía para implementar. Y ahí está su fuerza quizá.
Estos espacios alternativos pueden ser lugares de encuentro, de intercambio, de aprendizaje, donde las fuerzas progresistas de la humanidad (que las sigue habiendo, pese al post modernismo depresivo que nos invade) pueden ver que no todo está perdido. Con un espíritu de horizontalidad, de democracia, es importante seguir creyendo en que otro mundo es posible, que no todo se reduce a asegurar el propio empleo, tomar Coca-Cola y olvidarse del vecino.
Si algo tienen de positivo estos encuentros es que constituyen una invitación a repensar las cuestiones sobre el poder y su fascinación. Que el capitalismo y su expresión imperial máxima dada por los Estados Unidos son el enemigo, eso no es novedad. Que el stalinismo es una vergüenza histórica para la izquierda, eso tampoco es novedad. Lo que nos debe unir como movimiento popular es la búsqueda de alternativas viables al modelo miserable que hoy se presenta vencedor.
La utopía no ha muerto porque ni siquiera ha terminado de nacer.