Con la llegada de la democracia la jerarquía de ‘el decano’ no disminuyó, sino todo lo contrario. Los gobiernos de la Concertación estrecharon vínculos con el diario de Agustín, sumándose a sus fundaciones y rindiendo homenajes a la familia que ha manejado centenariamente la influencia política de la prensa escrita chilena. Todo esto y más […]
Con la llegada de la democracia la jerarquía de ‘el decano’ no disminuyó, sino todo lo contrario. Los gobiernos de la Concertación estrecharon vínculos con el diario de Agustín, sumándose a sus fundaciones y rindiendo homenajes a la familia que ha manejado centenariamente la influencia política de la prensa escrita chilena. Todo esto y más se relata, con pluma pulcra y datos inéditos, en el libro del periodista Víctor Herrero, «Agustín Edwards Eastman. Una biografía desclasificada» (Penguin Random House, 2014). Extractos:
La fecha exacta en que El Mercurio quedó como el único periódico influyente de la transición política chilena fue el viernes 24 de julio de 1998. Ese día dejó de circular La Época, un diario opositor a Pinochet fundado en marzo de 1987, que pretendió cumplir un papel similar en Chile al que desempeñó el periódico español El Paísen la transición española.
La Época había sido el primer periódico desde 1973 en romper con el monopolio ideológico que ejercía la derecha en la prensa escrita chilena. Sin embargo, el matutino venía arrastrando hace varios años una mala situación financiera y no faltaron quienes le recriminaron al Gobierno la falta de apoyo al diario. Por ejemplo, en esos años casi el 80 por ciento del avisaje del Estado en los medios escritos iba a las cadenas de El Mercurio y Copesa.
Ese mismo año también dejó de circular la revista Hoy, que fue uno de los primeros medios opositores al régimen militar al salir a la calle en 1976. La desaparición de estos medios fue la culminación de un proceso que se había iniciado con el cambio de régimen en 1990. Revistas emblemáticas de los años ochenta, como Cauce, Análisis y Apsi, ya no existían. Si no fuera por la televisión o las radios, hacia fines de la década de los noventa en el país circulaban prácticamente los mismos diarios y revistas de influencia que había en los primeros años de la dictadura. A saber, El Mercurio, La Segunda y Las Últimas Noticias, y por el lado de Copesa La Tercera, La Cuarta y la revista Qué Pasa. (…).
Además, el «decano» de la prensa chilena seguía ejerciendo un fuerte magnetismo. «Soy de las periodistas que recuerda que en los tribunales había magistrados para quienes diarios como La Épocano existían -contó Alejandra Matus en El libro negro de la justicia chilena-. Solo contaba El Mercurio, y lo que este dijera o dejara de decir era para ellos esencial.»
Por último, la propia política comunicacional que instaló el Gobierno de Patricio Aylwin, y que después fue seguida por los gobiernos siguientes, también contribuyó al desplome de esta prensa. El jefe de la Secretaría de Comunicaciones de La Moneda, el sociólogo Eugenio Tironi, había elaborado una máxima que se resumía en la frase «la mejor política comunicacional es no tener una política comunicacional».
El diseño de Tironi fue, tal vez, una respuesta a la omnipresencia que tuvieron los servicios de comunicaciones durante el régimen de Pinochet, en especial en los años en que Francisco Javier Cuadra estuvo al mando de ellos. Sin embargo, uno de los efectos de largo plazo de esta política de laissez faire fue el fortalecimiento de los grandes conglomerados en la prensa escrita.
Al final, contribuyó a una situación que muchos personeros de la Concertación lamentan hasta hoy: que todos los diarios influyentes del país sean de derecha. Muchos años después, uno de ellos, que ocupó un importante cargo en La Moneda en la década del 2000, aseguró que «el gran fracaso de la Concertación fueron los medios de comunicación, no haber logrado tener medios propios o al menos una prensa más equilibrada».
Pero para El Mercurio y Agustín Edwards se trató de una evolución muy favorable. Un mes después del cierre de La Época, el diario publicó un editorial al respecto, enfocándose en la inviabilidad financiera de su competidor.
«Tampoco corresponde que el Estado desplegara recursos para asegurar su funcionamiento, tal como lo requirieron los sectores políticos y de profesionales de la información -afirmó el periódico de Edwards-, pues ello habría derivado inevitablemente en desaconsejables intervencionismos oficialistas.»
Claramente, El Mercurio se había olvidado de las sustanciales ayudas estatales que había recibido de Pinochet en los años ochenta. De todos modos, esta visión editorial no estaba muy alejada de la mirada que tuvieron algunos importantes personeros de la Concertación, como Eugenio Tironi. «La existencia de medios gubernamentales con ciertos privilegios y garantías constituía una clara interferencia en el sistema», afirmó unos años después.
De esta manera, hacia fines los años noventa El Mercurio no solo había logrado ser respetado por sus opositores políticos como un medio importante, como había sucedido en las décadas anteriores al régimen militar, sino que convertirse en el principal y único órgano de prensa influyente donde ellos mismos se expresaban.
Hubo un momento que cristalizó cuán profunda había sido, hasta ese momento, la victoria de la historia para El Mercurio. Ello sucedió con motivo del centenario del periódico el 1 de junio de 2000. La noche del miércoles 31 de mayo se realizó una cena de gala en Casa Piedra, un centro de eventos perteneciente a la familia Edwards, al que acudió la élite en pleno del país.
Entre los asistentes estaban, por ejemplo, el presidente del Senado, Andrés Zaldívar; el presidente de la Cámara de Diputados, Víctor Barrueto; el presidente de la Corte Suprema, Hernán Álvarez; además de los comandantes en jefe de las Fuerzas Armadas y de Carabineros, así como ministros, empresarios y otros líderes de la sociedad. En total fueron unos seiscientos invitados. Entre ellos el presidente de la República, Ricardo Lagos, quien fue el único orador no perteneciente a El Mercurio esa noche.
Nunca antes, y tal vez nunca después, se había reunido toda la dirigencia del país para homenajear a El Mercurio. Agustín Edwards estaba satisfecho. La identificación de El Mercurio con los intereses permanentes de la República, algo a lo que sus antepasados siempre habían aspirado, se volvió realidad esa noche. «El Mercurio sigue ahí, como una institución de la República, como si fuera parte esencial del país -escribió unos años después Juan Andrés Guzmán en The Clinic-. Una parte que no se elige, como la cordillera, y que como ella no tiene corrección posible.»
En su discurso, Agustín Edwards no temió pecar de autocomplaciente y de reivindicar el papel que el diario había cumplido a lo largo de las décadas. Su intervención esa noche fue lo más parecido a un manifiesto político, aunque, a grandes rasgos, expresaba la ideología permanente de su familia. Entre otras cosas, esa noche Edwards dijo:
«El Mercurio se halla sintonizado con la opinión pública y con sus ideas permanentes. Al expresarlas refleja tanto la estabilidad de estas como los cambios que experimentan. De modo tal que el diario interpreta a la sociedad, no la «pautea», no la presiona, ni le impone ideas ni decisiones […] Si El Mercurio no se apoya en la realidad social, si no entiende en un sentido hondo el alma nacional, no es nada ni representa a nadie […] Nos hallamos sintonizados con la opinión pública chilena, y esta nunca es extrema. No cree la mayoría de nuestro pueblo, ni tampoco cree El Mercurio, en la exaltación, la injuria, la fuerza, el desorden o la violencia. Concibe el cambio como gradual y evolutivo, no como corte brusco y arrasador de todo lo preexistente. Por eso, en los momentos de extrema pasionalidad [sic] política y social, El Mercurio mantiene su tono moderado, y esta misma serenidad exacerba cierta irritación en su contra. Pero a la larga, ello es un servicio prestado al país».
Edwards no rehusó mencionar el hecho de que el diario había apoyado a la dictadura, aunque le restó importancia en el contexto de la larga historia del matutino:
«Para nuestro diario han sido siempre valores intangibles la separación e independencia de los poderes del Estado, la generación popular y periódica de las autoridades políticas y las libertades públicas. Especial énfasis, naturalmente, ha puesto en la defensa de la libertad de expresión. Se podría observar que El Mercurio de hecho aceptó y aun apoyó gobiernos surgidos de la fuerza, como en 1891, 1924, 1925 y 1973. Pero en cada uno de esos momentos actuó considerando las circunstancias excepcionales que afectaban a la sociedad chilena, impulsando, dentro de sus posibilidades, el retorno a la institucionalidad democrática permanente del país. El Mercurio ha convivido con todos los regímenes, sin renunciar a sus principios y bajo la premisa de que aquellos de facto eran consecuencia de los errores de la política civil y serían transitorios». (…)
El último discurso de la noche correspondió al presidente Lagos, quien afirmó que «es difícil entender la historia de Chile sin El Mercurio«. Sin embargo, el mandatario deslizó que el diario no podía desentenderse de su papel en el quiebre democrático de 1973.
«El Mercurio, como tantos otros medios de la prensa, se alineó con una de las partes en conflicto -afirmó el Presidente ante una audiencia donde varios comenzaron a sentirse incómodos-. Y fue como todos los protagonistas de la vida nacional tanto objeto como responsable de aquella división que culminó en el derrumbe de nuestra democracia.»
Al día siguiente, el diario no publicó esos pasajes y solo destacó que el presidente había hablado de la importancia del matutino en la historia del país.
En cambio, en un editorial titulado «Centenario de servicio a Chile», El Mercurio insistió en que siempre estuvo en el lado correcto de la historia chilena. (…)De esta manera, Doonie y El Mercurio entraron al nuevo siglo sin hacer un mayor análisis del papel que ellos y el periódico desempeñaron en la historia contemporánea del país. (…)
En Chile, en tanto, sus placenteras relaciones con la Concertación le permitieron a Edwards seguir expandiendo su imperio mediático, sin tener que temer cambios a la Ley de Prensa que tal vez pusieran freno a la concentración en ese mercado. (…)
Sin embargo, no todos los negocios comunicacionales le han salido bien. Donde Agustín Edwards falló fue en el antiguo anhelo de su familia de contar con un canal de televisión. (…)
Cuando en 2005 se supo que el grupo empresarial del venezolano Gustavo Cisneros iba a poner a la venta el canal de TV Chilevisión, Edwards se volvió a entusiasmar con la idea de entrar al negocio televisivo.
Esta vez le pidió asesoría al ex ministro René Cortázar, quien entre 1995 y 2000 había sido director ejecutivo de Televisión Nacional de Chile. Lo citó a El Mercurio, desde donde lo trasladaron en helicóptero al fundo de Graneros, donde lo esperaba Agustín Edwards. Aunque la apuesta no prosperó, pues quien se adjudicó el canal era su vecino en el lago Ranco, Sebastián Piñera, retuvo durante muchos meses a Cortázar como asesor de la presidencia de El Mercurio.
Un funcionario que ejercía importantes responsabilidades administrativas en la empresa en esos años afirmó que, cuando le preguntó al gerente general, Johnny Kulka, por qué tenían en la nómina salarial a alguien que nunca aparecía por las oficinas del diario, este le respondió: «Son cosas de don Agustín, a él le cae bien Cortázar».
A las tres de la tarde del viernes 3 de abril de 1992, Agustín Edwards entró, acompañado de dos guardaespaldas, al Centro de Extensión de la Universidad Católica, ubicado en la Alameda. El salón estaba repleto de autoridades, ministros y empresarios, quienes aplaudieron su llegada. Entre los asistentes al evento se encontraban muchos altos dirigentes de la Concertación y de la Alianza.
Habían pasado dos meses desde el desenlace del secuestro de Cristián Edwards y Doonie había convocado a la élite política y económica de Chile para hacer un importante anuncio. Había resuelto crear una organización dedicada a combatir el crimen en el país: la Fundación Paz Ciudadana. (…)
La diversidad política de la fundación, al menos para los cánones de la transición chilena, fue la gran novedad que anunció esa tarde de abril. El primer consejo directivo de Paz Ciudadana iba a estar conformado por Bernardo Matte, el hermano menor de la familia dueña de la CMPC; Carlos Cáceres, ex ministro del Interior de Pinochet y empresario, y cuatro personas simpatizantes o militantes de la Concertación.
Estos fueron el democratacristiano Edmundo Pérez Yoma; Mónica Jiménez de la Jara, una trabajadora social cercana a la DC que se había desempeñado en la Comisión Nacional de Verdad y Reconciliación; Nemesio Antúnez, un distinguido pintor que Doonie conocía desde su infancia, y Sergio Bitar, ex ministro de Salvador Allende, prisionero político en la isla Dawson y, a comienzos de los noventa, presidente del Partido por la Democracia (PPD).
¿Cómo logró Agustín Edwards, que estaba tan identificado con el derrocamiento de Allende y el apoyo a Pinochet, convencer a un grupo de antiguos adversarios políticos de unirse a su causa?
Un alto dirigente concertacionista de esa época recordó muchos años después: «Nosotros queríamos dar una señal de buena voluntad hacia la derecha y el empresariado. Además, le habían secuestrado a su hijo, ¿qué se supone que debíamos hacer ante su invitación a incorporarnos a esta fundación? ¿Decirle que no nos importaba ese u otros crímenes?».
Sergio Bitar esgrimió una argumentación similar cuando fue entrevistado por Marcela Ramos y Juan Andrés Guzmán para el libro La guerra y la paz ciudadana: «Mi idea era, bueno, si aquí hay un espacio de conversación, bienvenido».
Gestos de confianza
La primera década de los gobiernos de la Concertación fue mucho más tranquila y amigable con Agustín Edwards de lo que él podría haber sospechado. Los nuevos gobernantes habían adoptado el modelo económico instaurado por Pinochet y los Chicago Boys, sobre el cual él y su diario venían evangelizando desde fines de los años cincuenta, y Chile crecía a tasas aceleradas. Una señal de la estabilidad política y económica del país fue, por ejemplo, que la inversión extranjera directa pasó de 1.200 millones de dólares en 1989 a casi 8.800 millones en 1999.
La saludable convivencia en Paz Ciudadana fue la mejor muestra de que sus adversarios políticos no le guardaban rencores. Pero a ello se sumaban muchos gestos «no forzados» de buena voluntad. (…)
En diciembre de 1993, por ejemplo, el ministro de Educación, Jorge Arrate, decretó que dos escuelas municipales fueran renombradas en honor a antepasados de Doonie, «considerando que es interés del supremo Gobierno honrar la memoria de aquellas personas nacionales […] que se hayan destacado en la esfera de sus actividades y constituyan un ejemplo para la comunidad nacional».
El Liceo A-97 de San Miguel recibió el nombre de Liceo Industrial Agustín Edwards Ross, en honor al bisabuelo de Doonie, y la Escuela F n.º 372 de Colina pasó a llamarse Escuela Básica Agustín Edwards Budge, en memoria de su padre.
Actualmente existen al menos ocho colegios en Chile que llevan el nombre de algún antepasado de Agustín Edwards. Y a fines de 1996, el presidente Eduardo Frei asistió junto a la primera dama, Marta Larraechea, a la gran cena de El Mercurio para celebrar los cuarenta años de Agustín Edwards al mando de la empresa.
Pero el acercamiento de la Concertación no solo se dio a través de este tipo de gestos, sino también por medio de un nuevo entendimiento internacional. La cercanía de los nuevos gobiernos chilenos de centro izquierda con Estados Unidos llevó a estrechar lazos con un hombre y una organización que hacía más de tres décadas eran muy cercanos a Agustín Edwards.
Se trataba de David Rockefeller y el Council of the Americas, sucesor del Business Council de comienzos de los años sesenta. En 1993, por ejemplo, el Gobierno de Aylwin condecoró en Washington a David Rockefeller con la Orden al Mérito Bernardo O’Higgins, que es la distinción más alta que Chile entrega a los extranjeros por servicios prestados al país.
La condecoración se le dio por su empeño personal por aprobar el llamado fast track, que ayudaba a agilizar el futuro Tratado de Libre Comercio entre Chile y Estados Unidos. Después, en marzo de 1994, Eduardo Frei Ruiz-Tagle invitó al magnate estadounidense a la inauguración de su mandato. El hecho de que su buen amigo norteamericano ahora estaba convertido también en un buen amigo de la Concertación debió ser motivo de satisfacción para Doonie.
La historia parecía darle la razón. Otro motivo de satisfacción histórica para él debió ser cuando el candidato socialista Ricardo Lagos, en plena campaña presidencial en 1999, fue a Nueva York a exponer su programa de Gobierno ante el Council of the Americas. Edwards seguía siendo, y es hasta hoy, miembro honorario y contribuyente financiero de esa organización, cuya sede es una elegante casa ubicada en Park Avenue, en el corazón de Manhattan.
Después le tocó el turno a Michelle Bachelet. En septiembre de 2009, siendo aún presidenta, el Council la condecoró con la Insignia de Oro, el mayor reconocimiento que esa organización otorga a los latinoamericanos que contribuyen a mejorar las relaciones comerciales en el hemisferio occidental.
En la cena de premiación, que estuvo auspiciada, entre otros, por la gigante minera Freeport-McMoRan, dueña en Chile de las minas de cobre Candelaria, Ojos del Salado y El Abra, la mandataria afirmó que «se puede ser popular sin ser populista», al hacer un balance de su Gobierno. Y en 2012, siendo presidenta de ONU Mujeres, Bachelet contribuyó con un artículo a Americas Quarterly, la revista del Council of the Americas.
La enorme influencia que ha ejercido esa organización siempre le ha abierto puertas y círculos políticos a Agustín Edwards, incluso hasta hoy. En junio de 2014, por ejemplo, el Council organizó su tradicional Conferencia de Ciudades Latinoamericanas en Santiago. Ahí, Doonie aprovechó para compartir con el canciller Heraldo Muñoz, los ministros de Hacienda, Alberto Arenas, y de Energía, Máximo Pacheco, además de varios representantes de bancos, mineras y multinacionales.
De todos modos, Chile no es el único país que le ha otorgado una gran importancia al Council. Desde los años ochenta, en que esta organización fue uno de los promotores más entusiastas de las reformas económicas neoclásicas para América Latina, conocidas como el «Consenso de Washington», casi todos los aspirantes a presidente, gobernantes en ejercicio y ministros de Finanzas de la región han pasado por Park Avenue, incluyendo al ex presidente salvadoreño Mauricio Funes, que fue respaldado por el Frente Farabundo Martí de Liberación Nacional.
Pese a todas las señales de buena voluntad mutua, hacia fines de los años noventa Doonie estaba preocupado. En octubre de 1998, Augusto Pinochet había sido detenido en Londres a petición del juez español Baltasar Garzón, que investigaba crímenes cometidos por la dictadura chilena.
A eso se sumaba que el más probable candidato de la Concertación para las presidenciales de diciembre de 1999 era Ricardo Lagos. Muchos hablaban del retorno del primer presidente socialista a La Moneda después de Salvador Allende. Otros recordaron que Lagos había sido designado por la Unidad Popular como embajador chileno en la Unión Soviética, cargo que no asumió por producirse el golpe de Estado.
Además, Doonie probablemente no había olvidado que el candidato había sido el liquidador de su banco en los años de Allende. Para más remate, aún estaba fresca la imagen cuando Ricardo Lagos emplazó con su dedo a Pinochet en un programa político de Canal 13 en 1988.
La lógica del «Sí» y el «No» del plebiscito y las confrontaciones entre izquierda y derecha de la época de la Unidad Popular se estaban reavivando. Las sospechas mutuas también. «Creo que Edwards estaba genuinamente asustado con los acontecimientos políticos», afirmó una persona que trabajaba con él en esa época. (…)
Fue en este contexto que a Sergio Bitar se le ocurrió la idea de tender puentes entre el candidato y el dueño de El Mercurio. En marzo de 1999, este amigo cercano de Ricardo Lagos y, al mismo tiempo, miembro de la Fundación Paz Ciudadana, propuso que los tres se sentaran a conversar, según afirmaron dos personas que supieron los pormenores de este encuentro.
Así, Bitar organizó una cena en su casa para que los tres conversaran. Fue una reunión tensa. Edwards y Lagos no se conocían en persona. Unos años antes se habían topado en una cena en la Embajada de Estados Unidos en Santiago. A Luisa Durán, esposa de Lagos, le había tocado sentarse al lado de un caballero de edad que le hablaba con pasión acerca de plantas. Solo después supo que se trataba de Doonie.
Pero esa noche en la residencia de Bitar la conversación fue menos miscelánea. A la hora del postre, ambos sinceraron sus temores. Según las personas que supieron de lo conversado, en un momento dado Edwards y Lagos se enfrascaron en un corto pero duro diálogo.
-Quiero vivir en un país donde quienquiera sea el presidente, yo no tenga que irme de Chile -disparó Agustín Edwards.
Lagos no tardó en contestar: -Y yo quiero vivir en un país en que no exista un complot en contra del presidente, cualquiera que este sea.
La respuesta de Lagos, que aún era precandidato de la Concertación y tenía que competir en una primaria con Andrés Zaldívar, de la DC, no estaba sin fundamentos.
El aspirante presidencial sentía que los diarios de la cadena El Mercurio habían desatado una campaña en su contra. El vespertino La Segunda, por ejemplo, había publicado un amplio reportaje sobre la supuesta rearticulación del Frente Patriótico Manuel Rodríguez, colocando ese artículo justo al lado de una nota que hablaba sobre la candidatura de Lagos. Eran técnicas de propaganda política que recordaban a la cobertura que los diarios de Doonie realizaron durante los años de la UP.
Tras la respuesta de Lagos se produjo un silencio glacial. Pero Sergio Bitar intervino calmando los ánimos. En mayo de 1999, Lagos ganó cómodamente las primarias de la Concertación.
Durante su campaña presidencial dio numerosas muestras de moderación que calmaron a la derecha y a Doonie. La frase que tal vez mejor retrató este enfoque fue: «No aspiro a ser el segundo presidente socialista de Chile, aspiro a ser el tercer presidente de la Concertación».
Es más, durante el único debate presidencial televisado entre Lagos y su contendiente de la UDI, Joaquín Lavín, en noviembre de 1999, el candidato de la Concertación afirmó ante una pregunta sobre la delincuencia: «Yo firmo todo lo que dice Paz Ciudadana».
La idea de esa frase se le habría ocurrido a Eugenio Tironi, cuya empresa de comunicaciones le prestaba en esa época servicios a la fundación de Agustín Edwards mientras que él asesoraba también a Lagos.
Tras una reñida elección que requirió de una segunda vuelta en enero de 2000, Lagos se impuso a Lavín, el ex editor de Economía y Negocios de El Mercurio. Las relaciones entre el presidente y Agustín Edwards, aunque nunca muy cercanas, se mantuvieron en un buen pie casi hasta el final de su mandato. Pero ahí se produjo un episodio que llevó a ambos a enfrentarse públicamente…