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Cómo me hice comunista

Fuentes: Argenpress

El 9 de abril de 1964 desembarqué en el puerto de Cádiz. Había viajado durante 16 fatigosos días en el vapor mixto de la guipuzcoana de navegación desde Cartagena, y traía en el bolsillo una esquela de mi madre dirigida al amigo de mi padre, el embajador colombiano en Madrid Hernando Sorzano González, reconocido ex […]

El 9 de abril de 1964 desembarqué en el puerto de Cádiz. Había viajado durante 16 fatigosos días en el vapor mixto de la guipuzcoana de navegación desde Cartagena, y traía en el bolsillo una esquela de mi madre dirigida al amigo de mi padre, el embajador colombiano en Madrid Hernando Sorzano González, reconocido ex gobernador del Franquismo Laureanista en Santander en 1950, quien a su regreso a Colombia se hizo parlamentario y junto con Darío Marín Vanegas y la cenicienta Matilde Castañeda, apadrinaron al pájaro chulavita Efraín González (1)

Después de los trámites de rigor en esa caricatura neo-colonial del Franquismo llamada Instituto de Cultura Hispánica, acelerados por el Sr embajador, inicié estudios de medicina en la Universidad de Sevilla que funcionaba en el herrumbroso hospital de la Macarena, ubicado en donde hoy funciona el parlamento de Andalucía.

En aquel entonces, la España del porón-pompero se debatía en la ruina y la miseria de la dictadura del nacional-catolicismo del «caudillo» Francisco Franco, con la resignación impotente de los derrotados. Yo era un cuasi millonario con el giro mensual que mi madre me enviaba a través de Icetex de 100 míseros dólares equivalentes a 1.000 pesos colombianos, con los cuales podía comprar 6.000 pesetas.

Pronto algunos otros latinoamericanos me llevaron al restaurante la Alameda de Hércules de Segundo Marrero, un comunista Canario capturado poco después de la guerra y quien acababa de salir de prisión después de haber estado durante 23 años preso por sus ideas libertarias.

Después de cada cena, Segundo cerraba la puerta cuidadosamente y con la sencillez de un ex presidiario, nos mostraba y explicaba cuidadosamente (solo a los suramericanos) con los restos de los periódicos comunistas que hacía manualmente, los horrores de aquel paraíso de tranquilidad y seguridad. Estaba vencido pero no convencido, decía.

Así pude estudiar 3 años de medicina. Pero (siempre hay un pero), llegó la feria de Abril de 1967. Era espectacular porque venía Jacqueline Kennedy. 2 colombianos que estudiaban fitopatología por cuenta de la Federación de Cafeteros, nos encontramos en el tablao más concurrido. Allí en la barra estábamos, saboreando unos «finos», cuando a nuestro lado un negro enorme y corpulento le discutía airadamente en ingles al mesero. Finalmente con nuestro inglés chapuceado pudimos ayudarlo. Él era un oficial norteamericano que pilotaba un avión con bombas atómicas que el ejército norteamericano tenía en la base de Torrejón, y en agradecimiento nos invitó a su apartamento en el lujoso barrio de los Remedios a continuar el baile. Una vez allí llamó 4 mujeres que conocía de tiempo atrás y el jaleo se prolongó hasta bien entrada la madrugada. De repente unos gritos de un compañero en el balcón nos alertaron a todos y alcanzamos

a ver cuando el piloto negro se lanzaba a través de la ventana al vacío. Lo único que se pudo oír en esa sala fueron las palabras de una de aquellas mujeres que gritó: «Nadie se aparte de la verdad. Quien diga una mentira está muerto»

A los pocos minutos llegó la temida «gristapo» y esposados nos llevaron al calabozo de la Policía ubicado en la Alameda de Hércules, diagonal al restaurante de Segundo. Hoy hay allí un centro comercial. Aislamiento estricto e incomunicación. Un jergón de paja como cama y un agujero en el piso como sanitario. Pan con agua mañana y tarde. De almuerzo un potaje aguado de alubias. Y durante 40 días que estuvimos desaparecidos; invariablemente todas las mañanas y por turnos, baño con agua helada mientras un policía nos azotaba durante media hora con una sonda médica de caucho, que decía no dejaba heridas. Luego también por turnos, pasábamos a la sala de interrogatorios donde el jefe poniéndonos una luz enceguecedora en los ojos nos golpeaba en los oídos, exigiendo la confesión de quien y porqué, habíamos matado al piloto americano. Parece ser que en ese trance todos recordamos lo que nos dijo la mujer y nos aferramos a la verdad.

Finalmente vino un investigador del US Army de nacionalidad portorriqueña, confirmó los varios antecedentes suicidas del piloto en Chicago y encontró indudable nuestra explicación. El jefe de interrogatorios vino con sus anteojos de culo de botella y con una sonrisa cínica enmascarada por un bigotico minúsculo, nos entregó a cada uno el pasaporte (que todavía conservo), con la leyenda «el titular del presente pasaporte tiene 48 horas para salir del Estado Español por cualquier frontera».

Sin saber que hacer crucé la calle y fui donde Segundo Marrero. Me recibió, cerró la puerta y me aconsejó salir por Portugal. El tiquete costaba 600 pesetas hasta Lisboa. Fue adentro y volvió con 1.000 pesetas que me regaló. Fui a mi habitación hice una maleta con lo más indispensable y esa noche viaje de Sevilla a Lisboa. Lo demás se quedó allá. Y curiosamente en la frontera nadie me pidió el pasaporte. Con el resto del dinero pude poner desde Lisboa una carta nocturna a mi madre, quien rápidamente me envió un pasaje pagado en un avión «súper-costellation» de Avianca hasta Bogotá. Era junio de 1967

El día que regresé a mi país, el ministro de educación del «Opus Dei» Octavio Arismendi Posada y el Presidente de la mano de hierro Carlos Lleras Restrepo, ordenaban la ocupación militar de la Universidad Nacional, ubicada en la ruta del aeropuerto. Un tumulto de estudiantes desesperados resistía a la tropa tirándole huevos hueros, y mientras miraba el tropel sonreí. Había aprendido dos cosas imborrables fuera de odiar al Franquismo y su versión colombiana: El valor de la verdad y el de la solidaridad.

Nota:

1) Téllez Pedro Claver. Efraín González. Ed. Planeta. Bogotá 1993. (615pgs)