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Como si no hubiera un mañana (ideas para una ética de la renuncia)

Fuentes: Rebelión

«La prisa es una pasión de necios: como no descubren el límite, actúan sin reparo.»

(Baltasar Gracián: El arte de la prudencia.)

Una de las antítesis nacidas con la pandemia, acuñada por los medios de comunicación para ser objeto de debate en la esfera de la opinión pública, es la que conforman la economía y la salud. Recuérdese lo mucho que se polemizó acerca de cómo gobernar la tensa relación dialéctica entre los dos polos primordiales a la hora de salvaguardar nuestro entramado vital puesto en jaque por el dichoso coronavirus; porque ¿cómo se gana uno la vida sin economía?

Durante los tramos más duros del internacionalmente declarado confinamiento, el patógeno demostró, a pesar de su insignificancia material, su inconsciente capacidad para doblegar la voluntad de nuestros gobernantes hasta el punto de dictar normas dirigidas a obligarnos a vivir de manera contraria a los intereses de un paradigma económico que tiene en el crecimiento su incuestionable imperativo, puesto que de él depende el empleo mediante el que la mayoría de la ciudadanía consigue disfrutar de un estilo de vida basado primordialmente en el consumo, en la práctica solamente limitado por la capacidad de gasto de cada uno. El imperceptible y potencialmente mortífero SARS-CoV-2 probó de esta manera tan contundente que, en efecto, como dijo el filósofo Blaise Pascal, frente al infinito del universo el ser humano es como una débil caña, pero superior a él en tanto en cuanto, merced a su capacidad de pensar, tiene conciencia de su existencia. Durante la fase más dura de la pandemia, sin embargo, el inconsciente y microscópico coronavirus fue el temible heraldo del terrorífico potencial destructor que la naturaleza alberga en sus recónditas entrañas.

Pero la economía no entiende de los límites materiales. Y a base de creer en sus abstracciones formalizadas matemáticamente nosotros, sus agentes, los que traducimos en modos de vida sus principios dogmáticos hemos perdido la conciencia del límite. Paradójicamente el animal consciente ha suspendido el ejercicio de su más decisivo poder –el saber– y ha optado por sumirse en la inconsciencia que se traduce en conductas contrarias a sus más fundamentales intereses como especie, es decir, contrarias a la misma vida humana. Entre economía y vida –que de esta dicotomía se trata decisivamente ahora– todo apunta a que hemos escogido que gane la economía, entendiendo por tal un entramado básicamente ideológico dirigido a salvaguardar el sistema de procesos que resultan en el enriquecimiento desmedido e injusto de unos pocos en detrimento del bienestar de la inmensa mayoría.

Poco antes de la declaración de la pandemia, ese mismo curso, y con ocasión de la celebración del aniversario de mi instituto, tuve la oportunidad de asistir a una conferencia impartida por el prestigioso naturalista, que fuera colaborador del malogrado Félix Rodríguez de la Fuente y en la actualidad autor con cierta presencia mediática, Joaquín Araújo Ponciano. Entonces, cuando oí sus tesis expuestas ante los presentes en un tono apasionado expresión de un evidente compromiso personal, me pareció que cargaba en exceso de dramatismo el tema que estructuró su discurso y que no era otro que el de la lucha entre la vida y la muerte. Para él es innegable que la humanidad se encuentra en un momento crucial que determinará el destino de su existencia planetaria. Según su planteamiento hay poderosísimas fuerzas económicas cuyos intereses son incompatibles con los de la vida. Ellos forman parte de los que, no de forma intencionada necesariamente, atentan contra los principios de la vida, los que defiende el pensamiento ecológico. Digo que cuando escuché sus palabras me pareció que compuso un cuadro inverosímilmente alarmista, más propio del estereotipo del vocero de mal agüero que del ecuánime experto. Pero eso, como he dicho, fue antes de la pandemia, de la guerra de Ucrania con lo que nos ha revelado sobre la crisis energética conectada con la emergencia climática y de que ésta dé pruebas de su ineludible realidad en este sequeroso verano transido de implacables olas de calor y de pavorosos incendios forestales. Signos todos de resonancias apocalípticas que sí parecen darle la razón al mencionado naturalista.

Donde me encuentro en el momento de escribir estas líneas, a un par de decenas de kilómetros, se libra esa lucha entre la muerte y la vida concretada en un incendio que afecta a los términos municipales de Mijas y Alhaurín de la Torre, en Málaga, y que le acaba de costar la vida a uno de los trabajadores del Infoca (dispositivo de lucha contra los incendios forestales de la Comunidad Andaluza). Más fuegos siembran de muerte territorios, no sólo de nuestro país, sino también de Portugal, Francia y Grecia. Va a resultar que lo que expuso Joaquín Araújo en la conferencia que le oí en mi instituto no era alarmismo sino desesperación, de quien sabe muy bien lo que está pasando por nuestra culpa, la de todos y cada uno de los que participamos de un estilo de vida depredador de recursos en todo lo que hacemos cada día, desde que nos levantamos hasta que nos acostamos, cuando abrimos un grifo o encendemos la calefacción o las luces o conducimos el coche o cogemos un avión o comemos carne o compramos fruta fuera de temporada proveniente de las antípodas.

Aquí, en esta ciudad de la costa en la que me crié y a la que siempre vuelvo para ser bendecido por el salitre del Mediterráneo, Mare Nostrum, las señales no se pueden ignorar. Tras décadas de cultivar un turismo de corte extractivista, descuidando en consecuencia el entorno paisajístico, que fue la bendición heredada de la naturaleza tras millones de años de labor evolutiva de la vida terrestre, contemplo el delirio que hunde sus raíces en la inconsciencia, efecto directo de nuestra elección, la que hemos tomado a favor de ignorar. Contemplo resignado las contundentes evidencias de que la profecía autocumplida es ineluctable. Cuando veo las mil y una manifestaciones del desafuero consumista, que tiene un impacto brutal en nuestro entorno vital en forma de todo tipo de externalidades, que en último término padecemos todos (incluso los que apenas pueden consumir porque no tienen con qué, lo que no deja de ser una lacerante injusticia), no puedo evitar sentir que me hallo inmerso en una suerte de delirio, el del crecimiento y el consumo, unidos en la misma demencial rueda que entre todos hacemos girar frenéticamente, como si no hubiera un mañana. Yo, como todos, participo de él, sujeto a unos modos de vida automáticos, atado a la paralizante certeza de que el sistema carece de palancas que lo puedan detener, y que si las hubiese no hay una mano racional con la suficiente fuerza de voluntad para accionarlas y pararlo.

Desde mi culpable parálisis, que me convierte en cómplice de este monumental desatino, me da por pensar que la ética de la satisfacción debería sustituirse en la atmósfera mental que alienta nuestros pensamientos por la ética de la renuncia. La primera pudo ser un motor adecuado para hacer prosperar a la humanidad cuando era una especie constitutivamente en situación de desventaja en el escenario incierto de la naturaleza. El imperativo de la satisfacción nacía de la pulsión de las necesidades de cobijo, de alimentación, de afecto. El ser humano fue entonces –durante la mayor parte de su existencia lo ha sido, en efecto– una criatura menesterosa del fuego prometeico, es decir, del poder de la luz arrebatada a los dioses para poder sobrevivir él, animal físicamente desvalido, a los desafíos de las bestias y de los elementos. Tenía que empuñar la antorcha divina si quería ser verdaderamente libre, es decir, dueño de su destino. Durante siglos fue sumiso por creerse deudor de los dioses, pero ¿qué si él mismo se ha otorgado la condición de Dios (Homo Deus que dice Yuval Noah Harari en uno de sus exitosos libros) desde hace algún tiempo? ¿Le siguen valiendo los principios de la ética de la satisfacción para su propósito de libertad? ¿O cubiertas ya aquellas necesidades primigenias el fuego prometeico le quema en la mano, tornando su condición de hombre libre en esclavo, esclavo de sus deseos, a cuya satisfacción no sabe renunciar, aunque le traigan consigo el desastre cierto?

Fue William James, filósofo estadounidense y uno de los padres fundadores de la piscología, quien a finales del siglo XIX reflexionó sobre la cuestión de qué le ocurre a las personas que viven en sociedades en las que las expectativas alcanzan un alto nivel. Su teoría ofrece una explicación sobre la dinámica que se establece entre los fines que legítimamente se considera al alcance de cualquiera y el grado de satisfacción de los individuos. Según James, la autoestima, clave para asegurar el bienestar emocional de cada cual, es el resultado de la relación entre el éxito y las expectativas, esto es, aquellas cosas que esperamos lograr. En la ética de la satisfacción, predominante en nuestras sociedades del hiperconsumo, las expectativas han sufrido un proceso inflacionario debido a la exigencia estructural del crecimiento económico, el cual necesita de un consumo sin límite, y del imponente poderío tecnológico, que amplía incesantemente el campo de los deseos que están a nuestro alcance.

Lo vimos durante el periodo de confinamiento impuesto por la pandemia de la COVID-19. De esa coyuntura brotó una idea de libertad que tiene su fundamento en la creencia de que yo tengo derecho a cumplir mis deseos, y todo lo que suponga una limitación de tal derecho –poco importa el motivo– se percibe como una agresión de corte totalitario. La ética de la satisfacción es el sistema de principios, valores, normas y costumbres que justifican el modo de vida que es incompatible con la conciencia del límite; para satisfacer los deseos propios, alcancen la escala que alcancen, no se repara en medios, por muy costoso que cumplir con aquéllos resulte ser en recursos, y dañino en términos de perjuicios (externalidades) para la comunidad (que en el capitalismo global es toda la humanidad, presente y futura). El precio a pagar en términos de bienestar personal es el padecimiento de una insatisfacción crónica que, de acuerdo con las tesis de William James, es fuente estructural de malestar.

La ética de la satisfacción es elemento principal de la cultura del narcisismo, una de las señas de identidad a su vez de la llamada por el filósofo Zygmunt Bauman «generación líquida», que tiene por uno de sus rasgos la individualidad sin contorno, por así decir, que resulta de la carencia de mecanismos de contención por parte del individuo que mantengan protegida a la comunidad de sus excesos. Así, la órbita de la individualidad se expande, como el agua que fluye incontenible, invadiendo a menudo la esfera pública, convirtiéndose en un factor disruptor del contrato social. Se cuestiona, cuando no se niega plenamente, la existencia de unos bienes comunes a los que el sujeto estaría moralmente obligado a someterse, al considerarse que tal sometimiento es una merma intolerable de la sacrosanta libertad individual (esto quedó expuesto en la fase final del confinamiento mediante las protestas de quienes consideraban intolerables las restricciones a la libertad de movimiento en aras de la protección de la salud de todos –bien común–).

La ética de la renuncia que propongo, por contra, se fundamenta en la conciencia del límite. Esta conciencia tiene su raíz en un humanismo reformado que tendría su núcleo en la idea de humanidad como especie conectada genealógicamente con otras especies. Primordial para forjar ese humanismo reformado es el refuerzo educativo de una noción universal de muestro verdadero lugar en el árbol darwiniano de la vida. El laicismo como rasgo esencial de la educación que reciban las nuevas generaciones en los países democráticos es imprescindible para fomentar verdaderamente la libertad de conciencia, auténtica raíz de genuina libertad y condición de posibilidad de un pensamiento crítico que sea rasgo efectivamente compartido por la ciudadanía. Las aportaciones de la antropología en sus diversas versiones (física, cultural y social, amén de filosófica) así como de la sociología y de la neuropsicología no pueden faltar tampoco como parte importante del acervo de conocimientos que hemos de entregar como un regalo precioso a quienes queremos que prolonguen la vida de la civilización humana. Hemos de saber de verdad quiénes somos si queremos ejercer en la práctica el buen juicio, eso que siempre se ha llamado sabiduría y que no tiene la más mínima oportunidad de darse sin conocimiento, es decir, sin un corpus reconocido y reconocible de verdades, entre las cuales tiene que figurar en lugar preeminente que somos cuerpos, con todo lo que ello implica en términos ontológicos.

Lo congruente con esta propuesta de la ética de la renuncia es la adopción de una nueva forma de contemplar el fenómeno tecnológico, consistente primordialmente en la desmitificación del dominio conformado por las innovaciones del ámbito digital. Aparentemente inocuas desde el punto de vista de la naturaleza, pueden ofuscar la conciencia del límite con sus promesas de llevarnos más allá de nuestro físico contorno espaciotemporal, pero mantienen –como todo lo que es resultado de la industria del hombre– sus exigencias para con la Tierra en forma de implacables procesos de extracción. No hay más que visitar un lugar como las minas de Río Tinto en Huelva, ahora resucitadas por la necesidad de cobre que impone la manufactura de la referida tecnología, para ver las sobrecogedoras heridas infligidas a la corteza terrestre mediante trabajos de excavación para los que no se tiene en consideración qué efectos medioambientales puede conllevar la consecución del beneficio a corto plazo.

La ética de la renuncia, este sistema de modos de vida que han de reemplazar los que conforman la actual ética dominante de la satisfacción, y que hemos de abrazar si queremos tener la más mínima oportunidad como especie, exige en efecto el desalojo de nuestra atmósfera mental compartida del pensamiento cortoplacista. Se trata de un virus que hace décadas infectó nuestra cosmovisión traído del ámbito de la economía de libre mercado, en la que cualquier planificación en vistas a un bien común que exija la regulación de la actividad económica es sospechosa de constituir un atentado contra el idolatrado emprendimiento (algo totalmente falso como ha demostrado con su trabajo la economista Mariana Mazzucato). El cortoplacismo no sólo opaca el futuro sino que también convierte la historia en una maleable masa de relatos ideológicos de los que la verdad es desahuciada y se legitima el mendaz oficio posmoderno de la posverdad.

El filósofo de origen australiano Roman Krznaric sitúa a ese frenético cortoplacismo en la raíz de las crisis contemporáneas en su libro recientemente publicado en castellano bajo el título de El buen antepasado. En él apunta a la importancia de la mirada intergeneracional, que tiene que ser, claro está, otro de los componentes del pensamiento que sustente la ética de la renuncia, incorporando la conciencia del límite del tiempo que vive una generación, siendo conscientes de que tras nosotros vienen nuestros hijos y los hijos de nuestros hijos. ¿Será que hemos construido una forma de vida que ha reducido nuestro horizonte temporal a causa de las que nos hemos convencido que son exigencias ineludibles de la economía?

Creo que hemos cegado nuestra capacidad de visión a largo plazo al tiempo que hemos dejado de sentir respeto por los límites. En la renuncia a tener ahora todo lo que el poder que la civilización que hemos construido nos permite lograr hay un sabio ejercicio de libertad, pues nos permite recuperar las riendas del destino de la vida humana pensando en el día de mañana.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.