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Un acercamiento a la teoría de las paradojas

Con la ayuda del Juan de Mairena y textos afines

Fuentes: Rebelión

1.Definición y tipos  En «The Ways of Paradox» 1 W. O. Quine define una paradoja como una afirmación que, en principio, puede parecernos absurda, pero que, posteriormente, un razonamiento nos la hace creíble. No es sólo eso, sin embargo. El razonamiento que pretende justificar la absurda afirmación inicial puede poner de manifiesto la inadecuación de […]

1.Definición y tipos

 En «The Ways of Paradox» 1 W. O. Quine define una paradoja como una afirmación que, en principio, puede parecernos absurda, pero que, posteriormente, un razonamiento nos la hace creíble. No es sólo eso, sin embargo. El razonamiento que pretende justificar la absurda afirmación inicial puede poner de manifiesto la inadecuación de alguna premisa escondida o de una concepción considerada hasta entonces central por alguna teoría científica, por el saber matemático o por el mismo pensamiento lógico.

Quine distingue, en su clasificación, tres tipos de paradojas: las verídicas, las falsídicas, en traducción castellana ciertamente revisable, y las antinomias. Una paradoja es verídica cuando la afirmación que nos resulta inicialmente absurda, luego, al captar el razonamiento que la justifica, vemos que es verdadera. Una paradoja es falsídica (el malsonante término lo justifica Quine apelando a su uso por Plauto) cuando la afirmación que nos llena de desaliento paradójico no sólo es absurda sino falsa, ya que es resultado de un falaz, aunque sutil razonamiento. Las últimas, las antinomias, son las paradojas de mayor interés. Obligan a cambiar nuestros esquemas conceptuales, nuestros principios más firmes, nuestros axiomas más asentados.

En su artículo, Quine ilustra con mucha elegancia la tipología que él mismo establece. Pensamos, sin embargo, que en el caso de las antinomias los ejemplos ofrecidos pueden presentar alguna dificultad pedagógica para alumnos preuniversitarios, sin un especial interés vocacional por la matemática, la filosofía o por la filosofía de la matemática. Sin embargo, como podíamos acaso suponer, la buena literatura se convierte en una estimable aliada. Antonio Machado y un fragmento sobre el infinito de su Juan de Mairena pueden venir en nuestra ayuda.

Veamos cómo. Pero antes no estará de más dar un breve paseo a pie por otros paradójicos dominios.

2. Algunos ejemplos de paradojas verídicas

En su primer ejemplo, Quine hace referencia a Federico, el joven protagonista de Los piratas de Penzance, que ha llegado a la edad de 21 años después de haber celebrado tan sólo cinco aniversarios. ¡Absurdo! ¿Cómo puede resultar posible una situación así? Es simple. Basta que pensemos que la edad de una persona (o de un personaje) se calcula por el tiempo transcurrido, mientras que el aniversario del nacimiento coincide, naturalmente, con la fecha de su nacimiento. Federico tuvo la extraña fortuna, si es así, de haber nacido el 29 de febrero y, por tanto, aún y a pesar de transcurrir para él el tiempo de forma similar a como transcurre para el resto de los mortales, sus aniversarios son algo menos frecuentes. Celebra uno cuando la mayoría de nosotros llevamos a nuestras espaldas la carga de cuatro de ellos.

¿Qué hace pues que esta situación perfectamente posible pueda ser caracterizada como paradójica? Su inicial aspecto absurdo. La probabilidad de que una persona celebre su aniversario el 29 de febrero es, aproximadamente (si los nacimientos se repartieran por igual a lo largo del año) de 1/1460 (del orden de 7 por cada 10.000) y esta posibilidad tan infrecuente hace que nos olvidemos de su propia existencia.

Otro ejemplo de este mismo tipo de paradojas pone sobre el tapete el principio de reducción al absurdo. La paradoja fue atribuida por Russell a una fuente anónima en 1918. Es la aporía del barbero y el pueblo. Dice así: en un pueblo rige la norma de que el barbero de ese mismo pueblo, afeita a todas aquellas personas que no se afeitan a sí mismas y tan sólo a ellas. Así, si Joan no tiene esa costumbre tan frecuente, pues el barbero le resuelve la papeleta. Si por contra, Enrique no tiene problemas con su brocha y su maquinilla de afeitar, el barbero no interviene para nada. Ahora bien ¿y el barbero? ¿qué ocurre con el propio barbero que por serlo no deja de ser otro de los habitantes de ese pueblo singular?

Se plantea entonces una difícil situación. Si suponemos que el barbero se afeita a sí mismo, como es un habitante del pueblo que se afeita a sí mismo no debería ser afeitado por el barbero y, por consiguiente, no debería ser afeitado por sí mismo. Así pues: si suponemos que es afeitado por él mismo, entonces concluimos que no debería ser afeitado por sí mismo. Si por contra, suponemos que el barbero no se afeita a sí mismo, según la norma de este extraño pueblo, debería ser entonces afeitado por el barbero, es decir, por sí mismo. De nuevo se presenta un conflicto: si el barbero no se afeita a sí mismo, entonces debería ser afeitado por sí mismo. Uniendo ambas posibilidades: el barbero se afeita a sí mismo si y sólo si no se afeita a sí mismo.

¿Qué hacer en esta problemática situación? ¿Cómo resolver este hiriente dilema? No olvidando el supuesto del que hemos partido: la existencia de un pueblo en el que rige la norma de que un barbero afeita tan sólo a aquellos ciudadanos que no se afeitan a sí mismos. Pues bien, lo que nos muestra el anterior razonamiento es que tal comunidad no puede existir. ¡Absurdo!, podemos pensar. ¿Por qué no va a poder existir un pueblo así? Por la misma lógica de la situación: nuestro supuesto, la existencia de ese pueblo singular con esa norma, nos ha llevado a una contradicción y, por tanto, con buen criterio argumentativo, debemos negar su existencia. La reducción al absurdo, el control de las contradicciones, nos lo exige. Lo que era absurdo en un principio se convierte, después de nuestro razonamiento, en algo verdadero. Si se quiere, en algo extrañamente verdadero. ¿En qué verdad? La verdad de que no puede haber pueblo alguno con esa norma sobre barberos y ciudadanos afeitados. De ahí, pues, que se trate de una paradoja verídica.

3. Ilustraciones de las paradojas falsídicas

Las paradojas falsídicas, como decíamos, se distinguen de las anteriores en que lo que inicialmente nos parece absurdo, no sólo lo es, que lo es sin duda, sino que además es falso por estar basado en una razonamiento falaz aunque tan sutil como el genio omnipotente cartesiano, que puede engañarnos y hacernos pensar, erróneamente, que estamos ante una buena forma de razonar.

Algunos ejemplos matemáticos pueden venir en nuestra ayuda. Sea el conocido caso de demostración de la igualdad entre 2 y 1, inspirado en otras aporías de August de Morgan.

Supongamos que

x = 1

multiplicando los dos miembros de la igualdad por x, tendremos

x2 = x

restando la unidad de ambos miembros

x2 – 1 = x – 1

dividiendo por x – 1, ya que x2 -1 es igual a x +1 por x – 1, nos quedará

x + 1 = 1

y dado que supusimos que x = 1, sustituyendo, obtendremos que

1+1 = 1,

es decir,

2 = 1.

¡Absurdo! Efectivamente: 2 no es igual a 1, pero, en este caso, a diferencia de los ejemplos de las paradojas verídicas, el resultado está basado en un razonamiento falaz. Y lo es, porque en uno de los pasos hemos simplificado ambos miembros dividiendo por x – 1, es decir, por 0, dado que x = 1, y esta solución nos está prohibida.

No son, sin embargo, identificables las paradojas falsídicas con las falacias. En éstas, los resultados pueden ser tanto verdaderos como falsos, y podemos llegar a conclusiones sorprendentes, pero no forzosamente la situación debe ser ésta. En las paradojas falsídicas, por contra, el resultado no sólo debe ser absurdo, extraño, sorprendente, sino que, además, debe resultar necesariamente falso.

Quine incluye en artículo, como ejemplos de paradojas falsídicas, algunas de la viejas y eternas aporías de Zenón de Elea. Por ejemplo, la de Aquiles y la tortuga.

Según Quine, generalizando, lo que la paradoja pretende establecer es que un corredor rápido por mucho tiempo que persiga a un corredor lento, lentísimo incluso, si está separado de éste por una distancia razonable (digamos que una distancia de millones de años-luz queda excluida de la categoría «distancia razonable»), jamás logrará alcanzar al corredor menos veloz. El argumento como es sabido, se basa en que cada vez que el corredor rápido llegue a la posición del corredor más lento, éste no le estará esperando tranquilamente, sino que habrá avanzado algo en su trayectoria, por mínima que ésta sea. La situación se va repitiendo indefinidamente.

La falacia de esta paradoja falsídica estriba, según Quine, en una falsa creencia matemática: suponer que la suma de infinitos intervalos es forzosamente infinita, ya que éste no tiene por qué ser el caso necesariamente. Baste pensar en que una serie de intervalos como la siguiente

1 + 1/2 + 1/4 + 1/8 + 1/16 …

que tiene un número infinito de elementos, su suma, 2, es un resultado netamente finito.

4. Las antinomias

Las antinomias son el último tipo de paradojas en la clasificación de Quine. A él le parecen que son las de mayor importancia filosófica y teórica, porque obligan a cambiar nuestros esquemas conceptuales, nuestra concepción del mundo, nuestros principios lógicos, matemáticos o físicos más esenciales. El mismo recuerda que a la teoría heliocéntrica copernicana se le llamó, en su momento, la paradoja copernicana. ¡Era absurdo suponer que la Tierra se movía, y más, a la velocidad que señalaba o se deducía de la teoría heliocéntrica!. Toda antinomia real lleva dentro un explosivo conceptual: obliga a cambiar parte de nuestra presupuestos, de nuestra herencia conceptual, de nuestras creencias más asentadas de nuestra visión del mundo, por seguir la forma de decir de Einstein.

Pues bien, en este caso, los ejemplos aducidos por Quine sobre los adjetivos heterológicos y autológicos y la teoría de los tipos de Russell, presentan alguna dificultad para el lector. Nos atrevemos a pensar, en cambio, que una breve introducción a la teoría del infinito puede cumplir el mismo objetivo, ilustrar la importancia matemática y conceptual de las antinomias, evitando algunos de los inconvenientes pedagógicos que arrastran las ilustraciones del gran lógico norteamericano.

Para ello, el mismo Antonio Machado y un fragmento del Juan de Mairena 2 pueden venir en nuestra ayuda. Machado lo presenta como Ejercicio de sofística y, en esta ocasión, habla así Mairena a sus alumnos:

La serie par es la mitad de la serie total de los números. La serie impar es la otra mitad.

Pero la serie par y la serie impar son -ambas- infinitas.

La serie total de los números es también infinita ¿será entonces doblemente infinita que la serie par y que la serie impar?

No parece aceptable en buena lógica, que lo infinito pueda duplicarse, como tampoco, que pueda partirse en mitades.

Luego la serie par y la serie impar son ambas y cada una, iguales a la serie total de los números.

No es tan claro, pues, como vosotros pensáis, que el todo sea mayor que la parte…

Y acaba, claro está, con el consabido y didáctico consejo machadiano: «Meditad con ahínco, hasta hallar en qué consiste lo sofístico de este razonamiento. Y cuando os hiervan los sesos, avisad».

Pero no es necesario que los jóvenes sesos estudiantiles lleguen a tan elevado grado de temperatura. Basta ir paso a paso en nuestras reflexiones.

4. 1. Sobre el contar

No es innato el contar. Entre los doce y dieciocho meses, el niño distingue poco a poco entre uno, dos y varios objetos. Sin embargo, sus capacidades numéricas siguen encerradas en límites tan estrechos que difícilmente distinguen entre las colecciones que corresponden a los números y estos mismos números. Incluso más. Entre los dos y los tres años, una vez el niño ha aprendido a nombrar los primeros números, tropieza generalmente durante cierto tiempo, con la dificultad de concebir y decir el número tres. Así, el niño cuenta empezando obviamente por el uno y el dos, pero olvida inmediatamente el tres: ¡uno, dos y… cuatro!.

Sea como fuere, independientemente de que seamos capaces de atribuir un determinado cardinal a una colección de objetos cualesquiera, tenemos un método bastante natural que nos permite comparar conjuntos de heterogéneas entidades.

Supongamos que queremos saber si el número de duetos del Don Giovanni mozartiano es mayor o menor que el número de tercetos de Las Bodas de Fígaro.

La operación resulta muy sencilla. Basta con que hagamos corresponder unos con otros. El primer dueto con el primer terceto, el siguiente dueto con el siguiente terceto y así hasta que nos encontremos con que no falta ningún dueto ni ningún terceto, o bien que hay duetos sin emparejar o bien que quede algún terceto sin su correspondiente dueto.

En el primer caso, en el caso de que la correspondencia establecida haya enlazado todos los duetos y tercetos, diremos que su número es idéntico, aunque desconozcamos el cardinal concreto. En el segundo caso, si hemos establecido bien las relaciones, cuando algún dueto quede suelto, diremos que hay más duetos que tercetos, aunque no sepamos cuantos más y, por el fin, en el tercer caso, será mayor el número de tercetos que duetos, aunque ignoremos igualmente la diferencia entre ellos.

De todo ello es importante retener aquí la idea de correspondencia, de biyección, de enlazamiento entre una y otra serie. Si logramos conectar todos los miembros de una con todos los miembros de otra, podremos afirmar, sin vacilación alguna, que ambas series tienen el mismo número de elementos, aun cuando ignoremos el número concreto de elementos que las componen.

    1. La serie par, la impar y el conjunto de los números naturales

Mairena sostiene que la serie par e impar de los números, se presupone que habla de los números naturales, es la mitad de todos los números, que ambas son infinitas y que la serie total de números es igualmente infinita. ¿Será doblemente infinita la serie total?, se pregunta. No. Veamos las razones.

Que el número de pares e impares es el mismo es sencillo de probar. Basta con que hagamos corresponder al primer impar con el primer par, al siguiente impar con el siguiente par y así sucesivamente. Matemáticamente estableceríamos una función biyectiva entre impares y pares que vendría dada por la siguiente notación:

f(x) = x + 1

De este modo, el 1 se correspondería con el 2, el 3 con el 4 o el 3213 con el 3214. Cada impar tendría su par y a la inversa. Tendríamos que ambos conjuntos coincidirían en cuanto al número de sus elementos.

Pero en «buena» lógica parece que si la comparación la establecemos entre los pares o los impares y el conjunto de los números naturales, el resultado sea muy distinto. Hay muchos más, diríamos, de naturales que de pares, todos los impares. O bien, hay muchos más naturales que impares, todos los pares.

Sin embargo, en ocasiones, el denominado sentido común no es un criterio muy aconsejable y puede jugarnos malas pasadas. No hay más números naturales que pares, ni tampoco que impares. Para ello, para justificar nuestra afirmación, recuérdese, bastaría con que estableceríamos una correspondencia biyectiva entre unos y otros. La biyección entre todos los números naturales y los pares sería una aplicación tan simple como la siguiente:

f(x) = 2x.

De esta forma, cada natural se corresponde con su doble par y cada par se enlaza con su mitad natural.

Si la correspondencia la queremos establecer entre los números naturales y los impares, la función se representaría así:

f (x) =2x – 1

De este modo el 1 natural se enlazará con el 1 impar (2.1 – 1); el 2 natural con el 3 impar (2.2. – 1); el 3 natural con el 5 impar y así sucesivamente. No nos quedaría libre ningún número en ninguna de las listas. Así, pues, podremos afirmar que el número de naturales es idéntico al de números naturales pares y de naturales impares.

¿Cómo? ¿Por qué? ¿No decíamos que había muchísimos más naturales que pares e impares? Lo decíamos pero nos dejábamos llevar, en nuestro erróneo decir, por nuestro mal sentido común, muy acostumbrado al campo de lo finito pero algo menos ducho en asuntos de infinitud. Aquí, establecidas las correspondencias anteriores, se ha probado que no hay más naturales que pares e impares. Que hay otros pero que no hay más.

4.3. Otras propiedades de la infinitud

De hecho, puede probarse, sin ser éste el objetivo de estas líneas, que conjuntos tan peculiares como los números racionales no son más numéricos que los naturales. Los racionales tienen una peculiar propiedad: entre cada dos de ellos, hay infinitos. Así entre el 2/3 y el 3/4 estaría, por ejemplo, el 5/7, entre el 2/3 y el 5/7, estaría el 7/10 y así sucesivamente. Se afirma que Q, los números racionales, es un conjunto denso. Obviamente, no lo es el conjunto de los naturales. Entre el 7 y el 8 no hay ningún otro número natural. ¿Hay entonces muchos más racionales que naturales? No, hay exactamente los mismos porque podemos establecer una biyección, una correspondencia de enlace, entre uno y otro conjunto.

¿Se trata, pues, de que el infinito es único como el Dios de algunas religiones? No, todo lo contrario. Hay infinitos tipos de infinitos. El mismo conjunto de los números reales es infinito pero es más infinito, por así decir, que el infinito de los números naturales o racionales. Aún más, puede probarse que cada conjunto infinito tiene una cardinalidad infinita inferior que la de su conjunto potencia. Por lo tanto, el número de cardinales infinito es infinito y además, infinito no-numerable, esto es, de una infinitud superior a la de los números naturales.

5. Cambio de esquemas

 Pero si las antinomias, como sostiene Quine, son aquellas paradojas que nos obligan a cambiar nuestros hábitos de pensar, nuestros principios más asentados, ¿a qué nos obliga todo lo dicho sobre los conjuntos de cardinalidad infinita? A cuidar con esmero nuestras afirmaciones sobre clases de objetos cuando su cardinalidad exceda la finitud.

Así, es obvio, en el campo de la finitud, que dado que el número de óperas mozartianas es una parte propia de toda la obra de Mozart, podemos afirmar, sin temor a equivocarnos, que como hay otros elementos (sinfonías, conciertos para piano, conciertos para violín, concierto para clarinete) en el conjunto de la obra mozartiana que en el conjunto de las óperas, hay más elementos en la primera clase que en la segunda. Es decir, en la finitud, si un conjunto es parte propia de otro, donde hay otros hay más

 Sin embargo, éste no es el caso cuando nos enfrentamos a conjuntos infinitos. Aquí, un conjunto (piénsese en los números pares, por ejemplo, de los que habla el texto del Juan de Mairena) son parte propia de los naturales. Estos tienen otros, los impares, que no están en aquéllos, los pares. Hay otros pues, pero no hay más. En la infinitud, el lenguaje adquiere matices diferenciados. Lo que sirve, por así decir, cuando nos movemos en el campo de los conjuntos de cardinalidad finita, no tiene por qué ser válido cuando nos situamos en el campo de los conjuntos infinitos.

Este punto, este básico e ingenuo principio de nuestro sentido común, es el que nos mueve a modificar la teoría matemática del infinito: donde hay otros hay más, si nos situamos en límites finitos; donde hay otros, puede, o no, haber más, si paseamos por territorios de la infinitud.

6. Las sentencias del tiempo

 Pero de la misma forma que hoy no nos parece paradójica la que fue llamada paradoja heliocéntrica copernicana, lo antinómico de unos no tiene sello permanente para futuras generaciones. El tiempo hace que las cosas adquieran otra dimensión.

Como el mismo Quine señala, las paradojas de Zenón, que él considera ejemplo de paradojas falsídicas, fueron, sin duda alguna, consideradas en su tiempo como auténticas antinomias. Obligaron a replantearnos nuestras consideraciones sobre el espacio, el tiempo y la infinitud. ¿Existían cuantos mínimos e indivisibles de espacio o de tiempo? ¿Era el espacio infinitamente divisible al igual que el tiempo? O por el contrario, ¿era el espacio indivisible sin fin pero no así el tiempo?

Del mismo modo, lo antinómico de la teoría del infinito devendrá, con el tiempo, puro lugar común. Ya no habrá necesidad de ser visto ni analizado como paradójico. Las futuras generaciones de estudiantes no tendrán dificultad alguna en comprender que los naturales son tantos como los pares o los impares, o que las racionales no son más que los naturales, pero que, en cambio, hay más números reales que naturales o racionales, o que el conjunto potencia de los números reales tiene una cardinalidad mayor que la de los mismos números reales.

Meditarán, como aconsejaba Juan de Mairena, con ahínco, con enorme ahínco, y no encontrarán motivo alguno de sofistería en los razonamientos que justifican estas afirmaciones. Tal vez los sesos se les calienten un tanto, pero, desde luego, hervirles, lo que se dice hervirles, ni por asomo.

El todo, sabrán, no siempre es mayor que sus partes aunque desde Euclides, el geómetra, sostuviéramos esa noción común. Depende de qué todo, de qué parte y de cómo entendamos el término «mayor». Los estudiantes del futuro no tardarán mucho en notificar a Antonio Machado y al maestro Mairena de lo fácil y elemental de la solución. Para ello habrá sido necesario el transcurso del tiempo y el pensar en él y en ello.

 

Nota: Una versión de este artículo se publicó en Uno. Revista de Didáctica de las Matemáticas.

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1 «The Ways of Paradox». W.O.Quine, The Ways of Paradox and Other Essays, Cambridge-London, Harvard University Press, 1976, pp. 1-18. Existe una versión parcial catalana de este primer capítulo en: Pere de la Fuente y Antoni Martínez Riu (eds), El pensament compartit. Lectures de filosofia, Barcelona. Edicions de la Magrana, 1995, pp. 69-84. Desconozco si existe traducción castellana de este trabajo de Quine.

2 Antonio Machado, Juan de Mairena. Sentencias, donaires, apuntes y recuerdos de un profesor apócrifo (1936); edición de José Mª Valverde, Madrid, Clásicos Castalia, 1985, p. 57