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Con la única esperanza de suscitar el deseo de ver o de volver a ver

Fuentes: La Marea

Acaso porque el anhelo libertario es innato a todos los seres humanos, el anarquismo es una ideología que ha aunado profundamente motivos y afectos. Los anarquistas se han armado de razones y de sentimientos, de pruebas y de deseos, para erigir barricadas al paso de un modelo de sociedad que avanza en tantas direcciones con […]

Acaso porque el anhelo libertario es innato a todos los seres humanos, el anarquismo es una ideología que ha aunado profundamente motivos y afectos. Los anarquistas se han armado de razones y de sentimientos, de pruebas y de deseos, para erigir barricadas al paso de un modelo de sociedad que avanza en tantas direcciones con el único propósito de llevarse por delante la civilización. A los anarquistas de las cosas la Historia les debe todas las páginas que están por escribirse al final de su libro. A los anarquistas del espíritu las crónicas les adeudan declarar que sentaron las bases invisibles de las certezas que hoy intuimos en lo cotidiano, y que sin embargo fueron casi siempre una utopía en un mundo semivacío en el que no cabía un alfiler.

El director francés Jean Vigo fue hijo del anarquista Eugène-Bonaventure de Vigo, conocido como Miguel Almereyda, organizador del Congreso Antimilitarista de Ámsterdam de 1904, director de periódicos revolucionarios, y que murió en prisión estrangulado. Eso marcó la vida de Jean, que desde los 12 años transitaría por los internados (dejando constancia en el corto «Cero en Conducta», inspiración de Truffaut en «Los 400 golpes») y madurando un alma anarquista que le llevaría a la rebelión y al cine, por ese orden.

L’ Atalante (1934), el único largo de Vigo y la última de sus obras, pues falleció de leucemia a los 29 años sin concluir siquiera la postproducción del film, se edita estos días en Bluray y DVD a cargo del sello A Contracorriente, acompañado de un documental de Bernard Eisenschitz y una entrevista a Otar Iosseliani. Un hito del cine sobre una película imperfecta, engrandecida por la leyenda que hay en torno a su director y por el afecto que guardamos a los que la tierra se lleva prematuramente, quizás porque concluimos con ellos en nuestra imaginación todos los proyectos que sólo fueron una posibilidad en vida.

Vista en la segunda década del siglo XXI la película, normalmente asociada en la literatura cinematográfica al surrealismo y a la insinuación de unas primeras vindicaciones feministas, parece neutralizada de las características que provocaron el rechazo de la crítica y el público hace 80 años (aunque con un montaje comercial que prácticamente la destruyó). Hoy, afortunadamente restaurada, L’ Atalante es la historia de una mujer (interpretada por Dita Parlo) que quiere ver el mundo por sí misma, y que nos evoca a quienes desafiaron, también con la poesía de su intimidad, la prosa de un capitalismo industrial que perseguía las barcazas del Sena que navegaban sin capitán.

Punto y aparte merece Michel Simon, su verdadero coprotagonista. Otro ácrata que fue expulsado por insubordinación del ejército suizo y que se definía como «hombre práctico y anarquista». Tras colaborar con Renoir y Dreyer, fue reclutado por Vigo para componer uno de los personajes más excesivos y memorables del cine, y cuyas pinceladas justifican por sí solas la curiosidad recreativa ante el film. Un marinero borracho y salvaje, leal y cariñoso, para el que el viejo orden no se reta con el incumplimiento de las obligaciones sino con la desobediencia a los mandatos arbitrarios. Un concepto, que de atisbarse, puede servir para alumbrar un mundo nuevo sobre las ruinas que va a dejar en herencia el presente.

Guilllaume y los chicos, ¡A la mesa!», de Guillaume Gallienne.

Los franceses gastan setecientos millones de euros al año en subvencionar su cine, mientras que España lo hace con apenas cuarenta. Más allá de comparaciones odiosas, ese trato exquisito posibilita la aparición de OVNIS en vuelo comercial como la película de Gallienne. Un film autobiográfico, artísticamente convencional pero tocado por la descripción de un complejo de Edipo que se explica en amistad hacia el público. Guillaume pasó su adolescencia imitando a su madre, intentando vestir y hablar como ella, en el ensayo de descubrir su identidad, o quizás de impedirlo. El consenso de su familia acerca de que no se trataba de «un chico» le empujaba emocionalmente más allá de donde estaba dispuesto a llegar su propio deseo. La historia, parisina y burguesa, tiene toneladas de azúcar para hacer digerible ese desgarro motivado por los imperativos con que construimos la filiación sexual. Una tragedia narrada con dulzura de la que es posible disfrutar intelectualmente, por mucho que seamos conscientes de que el director y protagonista pretende seducirnos con lo que él sabe que funciona en escena.

Frances Ha, de Noah Baumbach.

Filosofía, economía y psicoanálisis han coincidido en explorar el concepto de enajenación, tomado como la grieta que separa al sujeto de la realidad en la que vive. Hegel hablaba de la conciencia de uno mismo como naturaleza dividida. Marx de la separación entre el trabajador y el trabajo que no le pertenece. Y Lacan del sujeto que no puede objetivar su discurso. Viene a propósito mencionar esto porque tenemos en el cine una generación de directores que realiza películas para explicar sus privilegios a los espectadores, y en vez de poner en valor al que cobra el salario mínimo en Madrid o Hanói, o a quien ni siquiera lo tiene, prefieren dar cuenta de las tribulaciones y apuros que padece el que, por ejemplo, tiene dificultades para pagar un alquiler compartido de 4000$ en Nueva York, pero se sube banalmente a un avión para pasar un fin de semana en París. Sería injusto reducir la película a eso, pero es evidente que el público objetivo de un film se reduce drásticamente cuanto menos se habla de lo que nos une como seres humanos.

Oh boy, de Jan Ole Gerster.

Como «Frances Ha» el relato de Gerser parece conducirnos al principio por los mismos derroteros particulares de quienes empiezan a conocer los obstáculos de la vida cuando papá deja de darles dinero. La historia sigue el paso de la corriente de un personaje que no va a oponer ninguna fuerza a la derrota, porque una vez más sabe que, en su caso, la pérdida casi no tiene consecuencias que la distingan del triunfo. Sin embargo ese acompasamiento se contextualiza en un Berlín fotografiado en blanco y negro, con música de jazz y planos generales de sus edificios. Nada trata de ser especialmente bello, sólo de estar ahí, quizás añorándose porque no nos pertenece. Y de pronto, al final de la película, de manera diferente e inferior a como lo hacía Nicolas Klotz en «La Cuestión Humana» (2007), pero igualmente necesaria, la raíz de toda esa podredumbre y decadencia aparece. El abandono de cualquier tentativa utópica que transforme el mundo. La insignificante soledad de quienes les ha sido negado reconocer la vida porque la calle estaba llena de cristales rotos.