El paramilitarismo no es ningún fantasma invocado por la insurgencia. Ni una elucubración dilatoria para postergar la paz. Es una realidad fehaciente que acaba de lanzar el guante al rostro del pueblo de Colombia con el propósito de atravesarse en el logro de un Acuerdo Final de Paz. Su mensaje es claro: intimidar a los […]
El paramilitarismo no es ningún fantasma invocado por la insurgencia. Ni una elucubración dilatoria para postergar la paz.
Es una realidad fehaciente que acaba de lanzar el guante al rostro del pueblo de Colombia con el propósito de atravesarse en el logro de un Acuerdo Final de Paz. Su mensaje es claro: intimidar a los amigos de la solución política, mostrarles el país que pretenden una vez desaparezca la insurgencia armada.
Es la expresión armada de un pensamiento y una corriente política que ha hecho de la guerra y el terror, su principal medio de enriquecimiento. Y que considera llegado el momento de pasar a la ofensiva, a fin de impedir que la reacción de un poderoso movimiento nacional en formación, lo arrincone y destruya.
El reciente paro forzado en varios departamentos demostró una vez más la capacidad intimidatoria de esas fuerzas en amplias zonas del territorio nacional, poniendo en evidencia su repugnante vínculo con sectores políticos, económicos, militares y de gobierno, todo ello en medio del negacionismo de la Administración Nacional.
Nadie en Colombia se traga el cuento de una casual coincidencia entre el paro paramilitar y el llamado de la ultraderecha a una marcha nacional contra el proceso de paz, sazonado además por el rechazo a la restitución de tierras. La comunidad internacional también ha sido testiga de la descarada amenaza criminal.
346 colombianos, integrantes de organizaciones sociales y populares, han sido asesinados durante el gobierno de Santos, contándose entre ellos 112 del Movimiento Político y Social Marcha Patriótica. Son miles los amenazados. A semejante horror se suma ahora el relanzamiento oficial de la horda paramilitar.
Según el informe oficial Basta Ya, entre 2003 y 2012, cuando supuestamente ya no existía este flagelo, 2,7 millones de colombianas y colombianos fueron desplazados y expropiados de sus tierras. En todos esos casos brilló la ausencia de acciones efectivas por parte de autoridades, militares, civiles y judiciales.
Es claro que los mismos intereses económicos y políticos que engendraron el monstruo paramilitar, continúan actuando hoy libre e impunemente. Sus arietes políticos y de la gran prensa pretenden crear un clima de intolerancia, odio e incitación que sirva de próximo escenario al esperado exterminio político.
Nadie que esté por la paz y la democratización real del país puede permanecer indiferente o inmóvil a lo que sucede ante las miradas de todos. No puede ser que mientras por un lado se anuncia la inminente firma de una Acuerdo Final de Paz, por otro, fuerzas políticas ultramontanas y sus grupos criminales de choque preparen y festejen de antemano un nuevo baño de sangre para Colombia.
Una afrenta de tal tamaño no puede ser aceptada de manera pasiva por ninguna persona decente que habite en el territorio nacional. Los millones de compatriotas que han soñado, creído y luchado por la paz para nuestra patria, la gente que ha empezado a mirar el futuro de nuestro país con esperanza, no puede guardar silencio ni permanecer de brazos cruzados.
Es el momento de actuar decididamente; de expresar masivamente el más abierto rechazo a los propósitos de los pregoneros de la muerte. De conformar un auténtico movimiento en defensa de la vida y la dignidad de los colombianos. No más silencio, no más miedo, basta ya de crímenes en este país.
Que se oigan las voces del pueblo, del comercio extorsionado en toda Colombia, de las comunidades rurales y urbanas sometidas al terror paramilitar y al cinismo de quienes infaman la memoria de Jorge Eliécer Gaitán invocándolo como su apóstol.
La respuesta de la gente buena de la patria tiene que estremecer las cuatro esquinas del país. Tienen que exigir del Gobierno Nacional y sus Fuerzas Armadas acciones reales y efectivas que cierren definitivamente el camino a las voces y las armas de los asesinos. Que el Estado y sus instituciones demuestren con hechos que son de verdad ajenos a la furia criminal que ronda a Colombia. Sólo eso puede hacer realidad la paz.
Es hora de que el Presidente Santos, su Gobierno y los demás poderes públicos asuman su responsabilidad con el futuro de las nuevas generaciones. Que muevan cuanto esté a su alcance para ratificar su vocación por la paz y la solución política.
Ha llegado el momento para que la comunidad internacional prosiga decididamente su apoyo al proceso de paz. Que se escuchen las voces de las Naciones Unidas, del gobierno de los Estados Unidos, de la Unión Europea, la CELAC, UNASUR, El Vaticano y las Iglesias. Nunca como antes se ha requerido su acción.
No puede postergarse más en la Mesa de La Habana el acuerdo sobre Paramilitarismo y Garantías de Seguridad. El mensaje ha de ser claro ante el país y el mundo. Con grupos paramilitares, con crímenes y atentados, con amenazas y terror no puede materializarse la paz. No se trata de tácticas dilatorias como aseguró el Ministro de Defensa, se trata de construir por fin un país distinto, democrático y justo.