Ernest Mandel, dirigente del Secretariado Unificado de la IV Internacional y economista, murió en julio de 1995. En 1979 recogió en forma de entrevista con Jon Rothschild un balance de los debates estratégicos en la izquierda revolucionaria de los años 60 y 70, que publicó la editorial Verso en 1979 con el título Revolutionary Marxism […]
Ernest Mandel, dirigente del Secretariado Unificado de la IV Internacional y economista, murió en julio de 1995. En 1979 recogió en forma de entrevista con Jon Rothschild un balance de los debates estratégicos en la izquierda revolucionaria de los años 60 y 70, que publicó la editorial Verso en 1979 con el título Revolutionary Marxism Today. Este texto recoge dos apartados del primer capítulo del libro, referidos a la política de frente único y los gobiernos obreros que, para facilitar la lectura se han colocado en orden inverso. Selección y traducción para Rebelión de G. Búster.
El reformismo ha dominado durante décadas el movimiento obrero. ¿Cómo se explica esta larga hegemonía? ¿Cómo puede superarse con la actividad de los revolucionarios en la clase obrera?
Para comenzar, señalemos que la realidad de la lucha de clases en los países avanzados capitalistas desde la I Guerra Mundial -o desde 1905, si se prefiere- no puede reducirse puramente a formulas como «la hegemonía del reformismo» o la contraria «los trabajadores tienden espontáneamente a ser revolucionarios pero los reformistas traidores les impiden hacer la revolución». Ambas proposiciones son analíticamente absurdas.
La primera implicaría simplemente que el socialismo es imposible, la segunda una concepción demonológica de la historia. Ninguna es capaz de dar cuenta de la realidad histórica. El hecho es que durante los periodos de funcionamiento normal de la sociedad burguesa, la clase obrera está bajo la hegemonía reformista. Pero esta afirmación es poco más que un truismo. ¿Cómo podría funcionar normalmente el capitalismo si la clase obrera contestara su propia existencia cotidianamente mediante la acción directa? Pero el capitalismo tampoco ha funcionado «normalmente» durante los últimos sesenta o setenta años. Los periodos de normalidad han sido interrumpidos por el estallido de crisis, por situaciones pre-revolucionarias o revolucionarias. Es imposible para la clase obrera-por razones económicas, sociales y psicológicas- vivir en constante estado de ebullición revolucionaria. Esta sucesión de situaciones con distintas condiciones plantea por lo tanto las mismas viejas cuestiones sobre los límites temporales de las crisis pre-revolucionarias y revolucionarias.
Y ello nos retrotrae a una problemática trotskista fundamental: la dirección revolucionaria; la relación entre la elevación del nivel de conciencia del proletariado y su capacidad de auto-organización; de la construcción de una dirección revolucionaria. La coincidencia de todos estos factores pueden conducir la crisis a una situación distinta de la del «funcionamiento habitual» del capitalismo, que por si mismo genera la hegemonía reformista. Para beneficio de todos aquellos que puedan etiquetar de «revisionista» este análisis, recordemos que este tipo de revisionismo tiene raíces profundas, ya que el propio Lenin escribió que la clase obrera es «naturalmente sindicalista» durante los períodos de funcionamiento normal del capitalismo y «naturalmente anti-capitalista» en situaciones pre-revolucionarias o revolucionarias.
Los reformistas mantendrán probablemente su mayoría en la clase obrera durante los períodos «normales», si esta expresión tiene realmente sentido en la fase de decadencia del capitalismo. En cualquier caso, es evidente que hay una diferencia entre una situación en la que el disenso se limita a la existencia de pequeños grupos aislados de revolucionarios de una parte y los grandes aparatos de los partidos de masas de otra, y las situaciones en las que los revolucionarios han hecho ya la acumulación primitiva de fuerzas, incluso si todavía representan una pequeña minoría de la clase. En este último caso, la lucha para arrebatar la hegemonía sobre las masas a los reformistas es mucho más fácil, una vez que ha estallado la crisis revolucionaria.
La debilidad de las organizaciones revolucionarias durante e inmediatamente después de la II Guerra Mundial, por ejemplo, fue tal que era imposible cualquier desafío real a los reformistas. A los ojos de las masas, los revolucionarios no representaban una alternativa creíble a los reformistas y a los estalinistas. La correlación de fuerzas tenía que cambiar antes. Pero una organización revolucionaria que tenga no unos cuantos cientos de cuadros, sino una decena de miles o más puede, de manera realista, tener esperanzas en ganar la batalla a los aparatos reformistas una vez que aparezcan las condiciones favorables para ello. La composición social de la organización y su capacidad para reclutar un número suficiente de cuadros obreros que sean reconocidos como dirigentes auténticos, al menos potencialmente, de su clase en las empresas son también elementos decisivos que pueden estudiarse en detalle en una serie de casos específicos: el Partido Bolchevique entre 1912 y 1914, el ala izquierda del Partido Socialdemócrata Independiente (USPD) en Alemania entre 1917 y 1920, la izquierda revolucionaria en España entre 1931 y 1936.
A ello podemos añadir que la desaparición de una tradición anti-capitalista es un fenómeno relativamente reciente. Un hecho que esta ligado a la transformación de los Partidos Comunistas en los países industrialmente avanzados al final de la II Guerra Mundial y, especialmente, al final de la Guerra Fría. La educación anti-capitalista continuó incluso en los Frentes Populares, con una aplicación de la política estalinista a dos niveles, por ponerlo de alguna manera. Hoy, el reformismo socialdemócrata y estalinista contribuyen para mantener a la clase obrera prisionera de las ideologías burguesas y pequeño-burguesas. Pero cualquier visión de la lucha de clases que se fije exclusivamente en este aspecto de la realidad subestimará el impulso anti-capitalista, casi estructural, inherente en la clase obrera en cualquier fase prolongada de inestabilidad.
Que la clase obrera es espontáneamente anti-capitalista durante los períodos pre-revolucionarios ha sido confirmado país tras país de una manera significativa: Alemania 1918-1923, Italia 1917-20, Francia 1934,36, España 1931-36, Francia de nuevo en Mayo del 68, Italia de nuevo en 1969-70 y 1975-76, España de nuevo en 1975-76, Portugal en 1975 y la lista puede continuar..
Por otra parte, estas explosiones de actividad (y conciencia) espontáneamente anti-capitalista tienen efectos menos duraderos en la conciencia de clase y permiten a los reformistas recuperar su control de manera relativamente rápida a menos que sean aprovechados por poderosas organizaciones de masas anti-capitalistas, como los Partidos Comunistas de los años 20, o por una vanguardia obrera significativa en constante alerta frente a los aparatos burocráticos.
Otro fenómeno, que se suele confundir con el anterior, es la estratificación de la clase obrera y la relación entre esta estratificación y los distintos niveles de conciencia en el proletariado. Lo que puede aparecer como un reforzamiento numérico de los reformistas al comienzo de una situación pre-revolucionaria o revolucionaria es sobre todo consecuencia de la extensión de la politización de sectores que habían sido hasta entonces pasivos políticamente. Este tipo de crecimiento de las fuerzas reformistas no contradice por lo tanto la radicalización paralela de de los sectores mas activos que tienen una mayor experiencia en la actividad política.
Tomemos el ejemplo de Marzo y Abril de 1917 en Rusia. El enorme aumento del apoyo a los mencheviques y Social Revolucionarios durante esos meses no fue en ningún caso el resultado de un declive en el apoyo a los Bolcheviques entre los sectores más conscientes del proletariado. Por el contrario, el peso de los Bolcheviques en la vanguardia de la clase, creció. Pero los reformistas crecían aun más deprisa, porque cientos de miles de obreros que antes no habían sido políticamente activos entraban en el movimiento por primera vez. Y, por supuesto, se orientaban en principio hacia las fuerzas más moderadas.
¿Implica este análisis de la conciencia de clase del proletariado que la política del Frente Único obrero debe ser una línea estratégica fundamental de los revolucionarios?
Debemos distinguir dos objetivos políticos distintos o, si se quiere, socio-políticos. La clase obrera no puede acabar con el capitalismo, ejercer el poder y comenzar a construir una sociedad sin clases a menos que alcance un nivel de unidad de su fuerza social y un nivel de politización y conciencia cualitativamente más alto que el que existe en el capitalismo en épocas «normales». De hecho, solo a través de esa unificación y politización el conjunto de la clase puede constituirse en «clase para si», mas allá de las diferencias de oficio, nivel de conocimientos, origen nacional o regional, raza, sexo, edad, etc…
La mayoría de los trabajadores adquiere la conciencia de clase, en el sentido mas profundo del término, solo a través de la experiencia de este tipo de unidad en la lucha. El partido revolucionario cumple un papel mediador esencial en todo ello. Pero su propia actividad no puede sustituir esta experiencia de lucha unitaria en la mayoría de los trabajadores. El partido por si mismo no puede ser el origen de donde surja esta conciencia de clase en millones de asalariados.
El marco organizativo mas conveniente para esta unificación del frente proletario es un sistema de consejos obreros que pueda agrupar, federar y centralizar a todos los trabajadores y trabajadoras, organizados o no, por encima de su afiliación política o creencias filosóficas. Ningún sindicato o frente único de partidos ha sido capaz de alcanzar este tipo de unidad, ni nunca lo será.
Por esta razón, los marxistas revolucionarios siempre han urgido la unificación de las reivindicaciones y luchas de todos los trabajadores y trabajadoras, no solo económica, sino también política o cultural. Y se enfrentan a cualquier maniobra que intente dividir a la clase. Actúan como el sector más decidido en la defensa de la unidad de las movilizaciones y luchas. Y ello requiere que se preste una especial atención a los sectores de la clase más sobre-explotados y oprimidos. Porque sino, esta unificación no es posible.
La política de unificación de frente proletario es, sin lugar a dudas, un objetivo estratégico permanente de los marxistas revolucionarios.
Esta problemática de la unificación y politización del conjunto del proletariado es distinta, sin embargo, de la cuestión de una propuesta concreta de frente único dirigida a las diferentes organizaciones y corrientes de la clase obrera. No entraré a discutir los objetivos, orígenes históricos o papel particular que juegan esos partidos y organizaciones. Pero si me gustaría examinar la articulación precisa entre la política de frente único en la medida que concierne a dos partidos tradicionales del movimiento obrero – los partidos comunistas y socialistas- y la estrategia de unificación y politización marxista del conjunto del proletariado.
Hay toda una serie de razones por las que estos dos conjuntos de problemas no son idénticos. Primero, los partidos socialistas y comunistas no ejercen su influencia sobre el conjunto de la clase obrera. En segundo lugar, en el proletariado hay capas de vanguardia, algunas organizadas y otras no, que han sacado sus conclusiones de anteriores traiciones de la socialdemocracia y el estalinismo y que desconfían profundamente de los aparatos burocráticos de esas corrientes. En tercer lugar, las direcciones burocráticas socialistas y comunistas en la clase obrera mantienen orientaciones políticas que con frecuencia entran en conflicto con los intereses inmediatos -para no hablar de los intereses históricos- del proletariado. Es por lo tanto perfectamente posible que lleguen a acuerdos de unidad cuyo objetivo sea desorientar, frenar o fragmentar la movilización de los trabajadores. Y ello especialmente en una situación pre-revolucionaria o revolucionaria, cuando estos aparatos de manera sistemática intentan impedir la toma del poder por el proletariado.
Pero aunque estos dos conjuntos de problemas no son idénticos, tampoco pueden separarse por completo. En todos los países en los que el movimiento obrero organizado tiene una larga tradición, una parte significativa de la clase sigue manifestando algún nivel de confianza en los partidos socialistas y comunistas, no solo electoralmente, sino también política y organizativamente. Es por lo tanto imposible realizar ningún progreso real en la unificación del frente proletario sin tomar en cuenta esta confianza relativa o asumiendo que los trabajadores socialistas y comunistas se sumarán al frente sin tener en cuenta las reacciones y actitudes de sus dirigentes.
De ello se concluye que una política de frente único dirigida a los partidos socialistas y comunistas es un componente táctico de la orientación general estratégica. Pero eso es lo que es, un componente, y no un sustituto de esa orientación. Y ello es especialmente verdad dado que la máxima unificación y politización del conjunto del proletariado requiere tanto el compromiso de los trabajadores socialistas y comunistas y una ruptura de la gran mayoría de estos trabajadores con las opciones de colaboración de clases que mantienen los aparatos burocráticos.
Es interesante subrayar que la reducción simplista de la estrategia de unificación de las fuerzas proletarias y la elevación máxima de la conciencia de clase con la política de frente único con los partidos socialistas y comunistas es con frecuencia paralela a la ilusión espontaneista de que la formación de un frente único es suficiente para que los obreros rompan con los reformistas en virtud de aliento que resulta de la unidad de la lucha. Aún más ilusoria y espontaneista es la noción que la experiencia de un «gobierno sin ministros capitalistas» sería suficiente para iniciar el camino de una ruptura de las masas trabajadoras con el reformismo y la formación de un auténtico «gobierno obrero» anticapitalista.
La experiencia histórica demuestra que esas nociones son falsas. Basta con recordar, por ejemplo, que nada menos que después de seis gobiernos laboristas «puros» en Gran Bretaña -y con ello me refiero a gobiernos sin ministros burgueses- el aparato reformista seguía manteniendo su control sobre la mayoría de la clase obrera, incluso a pesar de que ese aparato estaba integrado en el estado burgués y la sociedad burguesa más profundamente que nunca e incluso cuando defiende y practica una política de estrecha colaboración de clases con el gran capital.
La táctica de frente único es útil a la estrategia de unificación del proletariado y elevación de su conciencia de clase solo si se dan una serie de condiciones.
En primer lugar, las propuestas de frente único dirigidas a los partidos comunistas y socialistas deben centrarse en los temas de más actualidad de la lucha de clases y deben exigir a las direcciones de esos partidos la unidad para luchar por objetivos específicos que articulen los intereses de los trabajadores en esos temas. Deben por lo tanto tener una faceta programática, porque sino pueden, incluso en condiciones revolucionarias, facilitar maniobras contra la clase obrera.
En segundo lugar, las propuestas deben formularse de manera que sean creíbles para las amplias masas, en un momento en el que sea posible ponerlas en práctica y de manera que tengan en cuenta el nivel de conciencia de los trabajadores que siguen a esos partidos. En otras palabras, una de las funciones esenciales de estas propuestas es la acción práctica, o al menos ejercer tal presión en la base de esos partidos que tengan que pagar un alto precio por su negativa a comprometerse en la unidad de acción.
En tercer lugar, bien a través de la consecución del frente único (la variable mas favorable, por supuesto) o a través de la presión acumulada en las bases a favor del frente único, las propuestas deben desencadenar un proceso de movilización, de lucha, y llegado un punto, de auto-organización de las masas bien por la ampliación del frente o por la lucha por conseguirlo. Este proceso, que esta en relación con el papel creciente del partido revolucionario, acentúa la fuerza objetiva del proletariado, aumenta su auto-confianza, eleva el nivel de conciencia, lleva a sectores masivos de la clase obrera a romper con la ideología y la estrategia reformista y alimenta la capacidad de los trabajadores para ir en la acción más allá del control de los aparatos burocráticos.
En cuarto lugar, para facilitar todo este proceso, el partido revolucionario tiene que acompañar estas propuestas de frente único con advertencias a los trabajadores sobre la verdadera naturaleza y los objetivos de las direcciones de los partidos socialistas y comunistas. No debe alimentarse ilusiones de que es posible cambiar el carácter de estos partidos a través de las políticas de frente único. No debe confiarse en esas direcciones (o en gobiernos compuestos por ellas) para llevar a cabo los objetivos del frente único y defender los intereses del proletariado. El llamamiento al frente único debe de estar acompañado de la preparación para y el llamamiento a los trabajadores para que tomen la iniciativa ellos mismos y solucionen sus problemas a través de su movilización, su lucha y la autoorganización al nivel más alto posible. El frente único debe facilitar y estimular estos distintos procesos y no puede ser su sustituto.
Quiero acabar este punto señalando los esfuerzos de Trotsky para formular una solución correcta a estos problemas. Puede seguirse en prácticamente todos sus escritos, de 1905-06 a su intervención en las discusiones de la Internacional Comunista sobre el frente único; de sus apasionados avisos en Alemania en 1923 y de nuevo en 1930-33 a sus batallas sobre Francia en 1934-36; y constituye una de sus más importantes contribuciones al marxismo. Más aún, sería un error creer que esta problemática solo es importante para los países imperialistas. Por el contrario, la unificación socio-política del proletariado es igualmente esencial en los países subdesarrollados y es un elemento central en la estrategia de revolución permanente por esa misma razón. Y en no pocos de los países de América Latina y el Subcontinente Indio, la cuestión de cómo organizar frentes únicos con los trabajadores de los partidos reformistas es una cuestión central.
¿No es muy probable que en los países con una estructura estable de democracia burguesa sea necesario pasar por un período de lo que la Internacional Comunista llamaba en sus primero tiempos un «gobierno obrero», en el sentido fuerte o débil de este concepto? En otras palabras, un gobierno formado por partidos obreros, posiblemente incluso incluyendo algún partido pequeño-burgués, pero con un programa que reclame la ruptura con el capitalismo. ¿No es probable que el movimiento obrero tenga que pasar por la experiencia de este tipo de gobiernos antes de que surjan las primeras instituciones de dualidad de poder? Más aún, ¿No es también probable que haya diputados pro-soviéticos en el parlamento antes de que se generalicen los órganos de dualidad de poder? ¿Es concebible que se desarrolle una situación revolucionaria sin la elección al parlamento de revolucionarios?
Me parece que estas mezclando demasiados elementos especulativos en lo que son problemas mucho más definidos. Prefiero abordar este problema de otra manera. Primero, en los países con una fuerte tradición democrática-burguesa -y más aun en los países imperialistas que han salido de dictaduras en los que las ilusiones democrático-burguesas tienden a ser mayores que en los países con tradiciones democráticas arraigadas- es inconcebible que se desarrollen los consejos obreros a menos que la clase obrera experimente formas más elevadas de democracia que la democracia burguesa. Los trabajadores deben de poder comparar los meritos de ambas en la práctica.
Segundo, estoy de acuerdo de que es poco probable que se desarrolle la lucha por el poder soviético sin que una corriente marxista revolucionaria haya ganado suficiente fuerza en la clase obrera como para estar representada en el Parlamento. Y tercero, es inconcebible que surja una situación de doble poder en un país con una larga tradición de movimiento obrero sin que esa situación perturbe el control total de las burocracias colaboracionistas de clase y reformistas en los grandes partidos obreros.
Estas tres proposiciones me parecen casi evidentes. Pero deducir otras conclusiones de ellas sería plantear hipótesis especulativas tan concretas que serian muy difícil de contestar con un si o un no. Para dar solo un ejemplo. He dicho que por lo general una situación de doble poder implicaría la existencia de una corriente socialista y revolucionaria lo suficientemente fuerte como para obtener representación parlamentaria, si hubiera elecciones parlamentarias en ese momento. Pero como muchos parlamentos se eligen por períodos de cuatro o cinco años, es posible que haya grandes crisis entre elecciones que cambien la correlación de fuerzas drásticamente en el seno de la clase obrera. En ese caso, sino se celebran elecciones en ese período, se producirá un seria diferencia entre la composición del parlamento y la correlación real de fuerzas, especialmente en los sindicatos, en los consejos obreros (si existe una citación de dualidad de poder) y otras formas de representación de la clase obrera.
Por lo que se refiere a la cuestión del Gobierno de los Trabajadores, la resolución de la Internacional Comunista sobre este tema describía distintas variables posibles. Una de ellas implica no solo una crisis en la dirección tradiciones, colaboracionista de clase, de los partidos obreros de masas, sino también su sustitución por corrientes más a la izquierda o escisiones masivas y la creación de nuevos partidos como ocurrió con el USPD en Alemania de los años 20. Pero esta no es la única forma en la que puede ocurrir un tipo de crisis semejante. Es el escenario más favorable, por supuesto, pero no el único posible. De hecho si observamos lo que ha ocurrido desde 1920-21 -y hemos visto desde entonces crisis con irrupción del movimiento de masas muy importantes, debemos concluir a la luz de la experiencia histórica que el caso del USPD fue bastante excepcional. No hubo, por ejemplo, una escisión similar en el PSOE entre 1934 y 1936, con la excepción de las Juventudes, y acabó bastante mal porque fueron los estalinistas los que se hicieron con el control del sector escindido. En los años 40, mucha gente, incluidos los trotskistas, esperaban o confiaban que el ala izquierda Bevanista del Partido Laborista británico se hiciera con el control de la dirección. Pero no ocurrió así ni hubo ninguna escisión del ala izquierda. Se podrían dar otros ejemplos. De hecho, cuando mas radicales han sido los acontecimientos más se han producido este tipo de desarrollos -como en el caso del PSIUP en Italia o el PSU en Francia en los años 60- pero ninguno de ellos comparables al caso del USPD.
Personalmente estoy convencido que la dirección establecida de los partidos socialistas y comunistas de Europa Occidental no formaran gobiernos de los trabajadores del tipo del que estamos hablando. Lo más que harán es formar gobiernos burgueses-obreros, la segunda categoría de las analizadas por la Internacional Comunista. Pero eso es algo completamente diferente: no se trata de gobiernos que comiencen a romper con la burguesía.
Pero esos gobiernos pueden proclamar que quieren romper con los capitalistas, aunque realmente no lo hagan.
Eso es algo muy diferente. La diferencia esta ya señalada en la resolución de la Internacional Comunista y ha sido confirmada especialmente por la experiencia histórica. Ha habido hasta los años 80 6 o 7 gobiernos laboristas de ese tipo.
Pero ninguno de ellos con un programa que defendiera la ruptura con el capitalismo.
Es verdad. Pero lo que quiero subrayar es que en un futuro previsible es que no habrá en Europa Occidental alianzas de partidos socialistas o comunistas que vayan más allá del programa, por poner un ejemplo, de la Unión de la Izquierda en Francia. Y en ningún caso pretendió una ruptura con el capitalismo. En el mejor de los casos -e incluso esto es muy hipotético- veremos programas similares a los del Partido Laborista británico en 1945, que era un programa reformista radical, o del Partido Socialista austriaco, que incluía la nacionalización de sectores importantes de la economía nacional.
Ninguno de estos programas es en manera alguna anticapitalista. Ninguno puede compararse al programa de la Unidad Popular chilena. Incluso en ese caso, el carácter anticapitalista del programa era dudoso, pero la dinámica que desató fue mucho más radical. En Europa Occidental, sin embargo, con los partidos tradicionales de la clase obrera que existen, es difícil imaginar desarrollos que vayan más allá de la Unión de Izquierdas francesa o el Partido Laborista británico de 1945.
¿Sería correcto entonces concluir que no consideras muy importante plantear reivindicaciones programáticas o consignas en relación con ese tipo de gobiernos burgueses-obreros exigiéndoles que rompan con el capitalismo? ¿Estas diciendo que sería imposible imponer medidas anticapitalistas a esos gobiernos?
De nuevo estas especulando. Nadie puede prever la forma exacta en la que se producirán situaciones revolucionarias en Europa Occidental. Es imposible determinar un modelo que se puede aplicar a todos los casos. Lo que estas describiendo no es sino una variante de muchas. No la descarto por completo y estoy por supuesto de acuerdo totalmente de que si hay un gobierno compuesto exclusivamente por representantes del movimiento obrero, los revolucionarios deben plantear reivindicaciones y consignas exigiendo que ese gobierno rompa con el capitalismo. Pero eso es muy distinto de decir que esta será la manera predominante por la que la conciencia de la clase obrera se elevará a niveles cualitativamente superiores. También puede ocurrir como resultado de una huelga general, de una serie de luchas directas, de una confrontación con la reacción o el aparato de estado. Hay simplemente demasiadas variables como para poder subsumirlas en un solo esquema.
De nuevo, ello es obvio después de lo que ha ocurrido en Europa en los últimos cuarenta años. En Francia, la crisis estalló en 1936 como consecuencia de una combinación de la victoria electoral del Frente Popular y una huelga general; en España, de la confrontación directa con los fascistas; en Portugal, del derrumbe por una conspiración militar de un gobierno bonapartista, semi-fascista, senil; mas recientemente, en España de nuevo, fue el resultado del retraso de la burguesía a la hora de deshacerse de una dictadura que en los años 70 ya no correspondía a la correlación real de fuerzas. Ya tenemos cuatro variantes.
El problema más general -expuesto en sus rasgos generales por Trotsky e insuficientemente desarrollado por los marxistas revolucionarios durante un largo período- es este: en un país capitalista avanzado con una estructura política muy sofisticada y un sistema social complejo, en el que haya una larga tradición conservadora en el movimiento obrero, es inconcebible que los trabajadores opten directamente por sistemas de organización soviéticas y, más tarde, por formas de poder soviéticos sin pasar por nuevas experiencias muy profundas de lucha y nuevos avances de su conciencia. No se trata simplemente de construir un partido revolucionario independientemente de lo que ocurre en la clase obrera: es que no se puede dar un giro revolucionario con una clase obrera predominantemente reformista. Es simplemente imposible. Sería un esquema burocrático, aventurero e idealista.
La cuestión de que tipo de táctica hay que adoptar en relación con un gobierno burgues-obrero debe ser discutida con un espíritu similar. El arma táctica esencial para ganar a la mayoría de las masas cuando hay un gobierno de ese tipo es el Frente Unico, bajo ciertas condiciones políticas cruciales. Pero en la situación muy compleja y delicada de un gobierno de izquierdas -un gobierno que las masas identifiquen como de las organizaciones obreras- esta táctica debe basarse en una actitud cuidadosamente equilibrada hacia el gobierno. (No estoy hablando aquí de un gobierno de «compromiso histórico», es decir el típico gobierno de coalición de los grandes partidos burgueses y reformistas). La actitud de los marxistas revolucionarios no debe ser esquemática, o limitarse a continuos llamamientos a derrocar el gobierno -que sonarían a oídos de las masas extrañamente similares a los de la derecha y extrema derecha. No estoy diciendo que nuestra actitud debe ser de apoyo: no estamos por ese tipo de gobierno, evidentemente, sino porque sea reemplazado por un auténtico gobierno de los trabajadores. En cualquier caso, se trata de un gobierno burgués-obrero, visto por las masas como tal. Sería sectario y completamente improductivo adoptar hacia él la misma actitud que hacia un gobierno burgués puro y duro o un gobierno de Frente Popular.
Solo cambiaríamos nuestra posición si el gobierno comienza a reprimir al movimiento de masas. Esa fue la posición de Lenin en abril de 1917, como puede verse leyendo sus escritos de marzo a junio de 1917. Por ejemplo: «No defendemos aun el derrocamiento de este gobierno, porque es apoyado por la mayoría de los trabajadores». Solo cambió su actitud después de la represión que siguió a las Jornadas de Julio. Mientras que un gobierno de este tipo no reprima, debemos adoptar una actitud de «tolerancia crítica», de propaganda de oposición pedagógica, para permitir que las masas aprendan mediante su experiencia. Ello significa en concreto plantear una serie de reivindicaciones que corresponden a dos criterios básicos.
Primero, es necesario profundizar la ruptura con la burguesía y exigir la dimisión de los dos o tres ministros burgueses probablemente incrustados en el gobierno. Por supuesto, ello no cambiará mucho la naturaleza del gobierno: seguirá siendo un gobierno burgués-obrero incluso sin esos ministros. La experiencia de España en 1936 y de Chile han puesto en evidencia ambos la necesidad de una purga y eliminación profunda de todo el aparato represivo de la burguesía, la disolución de los cuerpos represivos y el fin de los jueces de por vida. Además, están todas las reivindicaciones económicas de las masas relacionadas con las nacionalizaciones bajo control obrero, que expresan la lógica de la dualidad de poder.
La segunda categoría básica de reivindicaciones que hay dirigir al gobierno tienen que ver con la respuesta a los inevitables actos de la burguesía de sabotaje y desorganización económica. En este tema, la orientación política debe ser la de respuesta inmediata a las provocaciones: ocupación y toma de las empresas, seguida de su coordinación; elaboración de un plan obrero de reconversión y revitalización económica; extensión y generalización del control obrero en la orientación de la auto-gestión; la gestión de todo un conjunto de áreas de la vida social por los sectores directamente implicados (transporte público, comercio callejero; guarderías, universidades, tierras agrícolas..). Numerosos sectores evolucionaran desde el reformismo hacia el centrismo de izquierdas y el marxismo revolucionario discutiendo estos problemas en el marco de la democracia proletaria y a través de su propia experiencia práctica, protegidos por la defensa intransigente de la libertad de acción y movilización de las masas, incluso cuando ello «moleste» a los planes del gobierno o choque con los de los reformistas. Esta ruptura con el reformismo será ayudada por el ejemplo, la consolidación y la centralización de varías experiencias de autoorganización. Pero en nada ayudan, sin embargo, los excesos sectarios, los insultos del tipo «social-fascistas», o ignorar la especial sensibilidad de quienes aun confían en los reformistas. La política de ganar a las masas a través del frente único esta íntimamente unida a la afirmación., extensión y generalización de la dualidad de poder, hasta llegar e incluir la consolidación del poder obrero con la insurrección.
El resultado objetivo de las políticas de los reformistas son las siguientes: creciente impotencia del gobierno de izquierdas; incapacidad para cumplir sus promesas; desilusión creciente de las masas y la creación de un terreno fértil para la desmovilización y desmoralización y la vuelta poderosa de la reacción, a través de la violencia o incluso de medios legales y electorales. Ello confirma que no hay alternativa: o se profundiza la movilización de las masas hasta la victoria o su declive y derrota es inevitable. En este tipo de períodos hay una carrera entre dos movimientos, uno que lleva al desbordamiento de los aparatos reformistas y otro a la retirada de las masas como consecuencia de la bancarrota de los reformistas. El primero se impondrá solo si la correlación de fuerzas social y política cuenta al menos con algunos elementos favorables: si el movimiento de masas no se estanca y crece; si la autoorganización se refuerza y extiende, en vez de desaparecer rápidamente; y si los revolucionarios tienen éxito y superan su debilidad y aislamiento y establecen miles de nuevos lazos con las masas gracias a la extensión y generalización de una auténtica y viva experiencia de frente único ( y no meramente una caricatura propagandística que consista en exigir a los reformistas que respondan para desenmascarar lo que dicen). Este camino no es una garantía de victoria, pero es la única oportunidad que hay.
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