Los más altos, nobles y dignos ideales del ser humano por alcanzar un tipo de sociedad justa, fraterna, libre e igualitaria, abren el camino hacia el desarrollo y la cualificación ética e intelectual de una sociedad y de sus integrantes. No abrigar ideales sobre lo deseable puede apartarnos de la esperanza y de la voluntad necesarias para salir del estado de cosas actual, más cuando éste ha alcanzado un grado insostenible de decadencia y crisis. Sin embargo, los ideales han de arraigarse en lecturas y análisis objetivos sobre las condiciones de la realidad social, de manera que el avance de las hipótesis, las lecturas y los riesgos de la imaginación por conquistar soluciones, obedezcan al realismo grabado en la materialidad efectiva y en la experiencia social y humana concretas: los ideales se adecúan y ajustan a las dinámicas socio-históricas y los balances, lecturas y lugares adoptados sobre estas condiciones, permiten desarrollar el contenido del ideal.
De esta manera se proponen las siguientes consideraciones dentro de lo que podría denominarse una actitud utópico-realista, en la que se aúna la necesidad radical humana por aferrarse a unos ideales en tanto que hipótesis perfectibles o gestos “(…) del espíritu hacia alguna perfección”i, para elaborar nuestra razón de ser en este mundo compartido, y las exigencias concretas y materiales de la realidad circundante, que imponen el punto de partida de cualquier reflexión y transformaciónii. Tanto el pensamiento como la acción están orientados en torno a aquello que podría mejorar las condiciones existenciales de la especie y de los individuos, de modo que ambas formas de trabajo están al servicio de nuestras demandas históricas.
La actitud utópica-realista, adjetivación poco novedosa y en cambio de gran sentido de alarma para muchos sectores sociales por las tradiciones y valoraciones que pueda implicar, no se fundamenta aquí más allá de eso: una manera de asumir la realidad y la relación humana y social, por tanto, un gesto ético-intelectual de cómo puede asimilarse el mundo y qué tipo de actitudes se adecúan a la búsqueda de este gesto: la solidaridad, la igualdad y la empatía como fines en sí mismos. Siendo este el marco valorativo del presente texto, doy paso entonces al desarrollo de las siguientes expresiones dedicadas al debate todavía vigente sobre la realidad social de nuestro país.
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La contrainsurgencia en Colombia no ha sido solamente una doctrina militar diseñada y enfocada para combatir y anular los levantamientos y las luchas armadas del pueblo, sino que ha sido el modus operandi de la clase política por mantenerse en el poder, mediante un despliegue militar y paramilitar sobre todo actor social que se oponga al proyecto económico de los poderosos. La contrainsurgencia es la vocación estructural de quienes hoy día todavía sostienen un copamiento total del aparato estatal y de los espacios socialesiii, dificultando con esta práctica dictatorial, la asunción y ejecución real de un proyecto político y social igualitario y digno para cada uno de los colombianos de a pie.
Bajo esta matriz operativa y política, las clases dominantes sostienen una guerra generalizada contra todo el pueblo colombiano, de modo que toda expresión democrática queda de facto reprimida y anulada. El cerramiento del campo político hace que la práctica institucional se concentre en tramitar y efectuar acuerdos entre las mismas élites del país, engavetando o maquillando los supuestos logros y alcances de los sectores sociales que se movilizan en contra de las políticas sociales, económicas y militares que aquejan a las mayorías, al tiempo que sus fuerzas sociales son fuertemente reprimidas, reducidas y desgastadas con repertorios de guerra contrainsurgente de espectro total.
De esta manera, toda posibilidad de transformar las condiciones sociales que expresan la desigualdad estructural de Colombia, se ve todavía refrenada y cooptada por el gobierno y las falsas fuerzas de oposicióniv que buscan recoger y reciclar las agendas del pueblo, para que, finalmente, se conviertan una vez más en otro capítulo de la impotencia social por alcanzar una sociedad democrática igualitaria. Este hecho hace parte de la violencia estatal desatada contra los sectores oprimidos, pues no hace más que mantener el régimen de exclusión y seguir agudizando las condiciones de pobreza y miseria que reinan en el país.
La actual coyuntura ha evidenciado, por un lado, el típico modo en que los poderosos siguen gobernando y burlándose del sufrimiento de la gente, al tiempo que hacen del pueblo en general una víctima de sus esquemas y técnicas de tortura, persecución, sabotaje y asesinato que materializan la doctrina militar, ratificando el dominio que mantienen sobre el monopolio de las armas para defender sus intereses; y por otro lado, la decisión de desconcentrar la guerra histórica que ha asediado al campo colombiano, y de trasladarla al escenario de las ciudades, en donde, más que eliminar sus tácticas y estrategias, las transforman y las imponen sobre los sectores populares quienes son una piedra en el zapato para sus negocios. Hoy lo que se observa, sin ser un caso sui generis o sorpresivo, es a un Estado que ha consolidado la guerra total y generalizada contra todo sector social, rural y urbano, con el fin de continuar asegurando y desarrollando su modelo económico a base de la expropiación y la privatización de los recursos y los derechos de todos los colombianos: un Estado de Seguridad Contrainsurgente, que no puede ser más que el direccionamiento dictatorial de una clase política y económica reducida contra las mayorías expuestas a la miseria y la anomia socialv.
Mientras los colombianos seguimos exponiendo nuestras vidas en las calles, y exponiéndonos ante la incertidumbre social de un futuro, las apuestas y las agendas de la gente son desoídas y asumidas como simples ruidos o querellas irracionales que no pueden ni deben ser tenidas en cuenta, y consiguientemente, los sectores oprimidos permanecen sin tomar parte activa en la construcción de su propio futuro. Y en medio de esta confusión y esta crisis hoy materializada en el conjunto de nuestra sociedad, se corre el riesgo de que las fuerzas sociales y sus agendas no trasciendan el momento, sino son recogidas y recicladas al interior de un proyecto político del pueblo.
Sólo el pueblo mismo puede seguir trabajando políticamente en el desarrollo y en la lucha de sus demandas, y no dejarse ofuscar y confundir por las estrategias y las tácticas mezquinas del establecimiento que no trae consigo soluciones, sino más instrumentos de represión, censura y judicialización sobre la movilización de los sectores oprimidos. De esta manera, es imperativo que el actual momento histórico no sea administrado y gestionado por los de siempre y que, más allá de la incertidumbre inmediata que encubre nuestra realidad, se siga realizando un trabajo popular constante y paciente, pues la transformación de las estructuras sociales no sobreviene de un golpe de suerte o de un acto de filantropía de quienes administran el poder, la justicia y el futuro a conveniencia de sus intereses particulares, sino que sobreviene en razón de una fuerza de oposición del pueblo capaz de direccionar y conducir la lucha y el proyecto político por una sociedad democrática y abierta, en donde todos los excluidos históricos tengan parte, voz y voto verdaderos en el devenir social.
Las luchas históricas nos demuestran que la organización del pueblo en aras de orientar, construir y desarrollar un proyecto de país se convierte no sólo en una necesidad, sino en una urgencia ética por rescatar la dignidad humana y defender la vida y los intereses de todos los integrantes de una sociedad. Es importante que la agitación, la manifestación multitudinaria y las organizaciones locales y regionales que expresan los malestares sintetizados de quienes permanecemos por fuera del modelo de país imperante, se continúe convocando en aras de seguir ejerciendo el poder instituyente popular, ese poder soberano que sólo emana del pueblo mismo y que nos capacita para decidir sobre la marcha de nuestro destinovi.
En las actuales condiciones urge la necesidad de construir y consolidar una fuerza de oposición verdadera nacida de las voces y las demandas concretas de la gente que está en las calles, en los barrios y en las veredas, que más allá de configurar un programa partidista, implique el despliegue y desarrollo estratégico de una región social donde confluyan y se identifiquen las distintas formas organizativas de participación, y en donde logren encontrarse lecturas y balances sobre la realidad, junto con las apuestas por alcanzar la apertura de mecanismos democráticos que viabilicen y promuevan los cambios estructurales. Una fuerza multitudinaria o del pueblo oprimido que, en función de las demandas particulares que existen, logre avanzar sobre la dirección de un proyecto que abrigue realmente las necesidades y aspiraciones de todos los colombianos. Un proyecto de largo aliento que trabaje sobre las condiciones objetivas de la sociedad y permita encausar los procesos organizativos, en función de desarrollar el escenario de transformación bajo repertorios y tácticas adecuados a las condiciones concretas.
Este proyecto de país en franco antagonismo con los intereses de quienes controlan el Estado no es la traducción de un simple sueño o capricho de la gente, sino la necesidad por materializar los malestares y las exigencias que deben ser recogidas y conducidas por la apuesta y la capacidad organizativa y de lucha ideológica de todos los sectores oprimidos que hoy respiramos la exacerbación de un mundo social deshumanizante y antidemocrático. No debería abandonarse la consolidación de esta fuerza de oposición del pueblo que anuda el conflicto histórico irresuelto del país, en la medida en que piensa y trabaja los mecanismos y las acciones para desarrollarlo y transformarlo; de ahí que muchas formas de organización social y popular pueden enriquecer y aportar al desarrollo de esta apuesta política por una Colombia democrática, libre e igualitaria. Esta fuerza no tiene que limitarse a ser un sistema de representación, sino una articulación progresiva de las regiones sociales oprimidas y desiguales que, desde sus modos, estrategias y comprensiones, consolide y desarrolle una agenda programática del pueblo, mediante el alcance de vías democráticas de participación activa de todos los sectores organizados que permitan tramitarla.
La incertidumbre y la dirección de la guerra por parte del Estado nos compelen a continuar configurando nuevas formas de comprendernos y de organizarnos en comunidad. De lo contrario estaríamos cediendo como pueblo, una vez más, a la marginalización de nuestras necesidades y anhelos, y al eterno y espinoso camino de la impotencia moral, intelectual y física, en donde nosotros y nuestras futuras generaciones seguiremos siendo un simple recurso de usufructo para los intereses de la clase dominante.
Más que nunca es necesario continuar con la formación y el debate político abierto, máxime cuando es un hecho que el gobierno no tiene voluntad para escuchar y desarrollar una agenda conjunta que posibilite la transformación social, en la medida en que ello exige la renuncia a sus sistemas de privilegio y redefinir las relaciones de poder establecidas y mantenidas bajo esta misma lógica. Los debates ideológicos, las apuestas y los procesos que buscan desarrollar el conflicto social, planificar de alguna manera el cambio estructural de las condiciones de desigualdad e injusticia, no pueden perder su fuerza, su voluntad y su objetivo, sino persistir en la construcción nacional de un país donde quepamos todos.
Las voces deben ser elevadas y escuchadas por nosotros mismos, porque de antemano sabemos que la condición de existencia del sistema consiste en la represión y reducción de las expresiones de todos los sectores contrarios a sus intereses. Cabe esperar el apoyo a una fuerza electoral alternativa que sepa dialogar con el pueblo, pero es ingenuo suponer que el desarrollo del conflicto social histórico del país se resolverá en esa batalla electoral (este es sólo un paso en la combinación de luchas). No está de más recordar que el establecimiento tiene cooptados los poderes y los mecanismos democráticos y electorales, por lo cual la lucha en las urnas debe significar un paso en el desarrollo, pero no la solución inmediata a las condiciones de desigualdad. Claramente debe existir un horizonte en este sentido que se sume a la lectura, al balance y a la organización del pueblo en su lucha política por la democracia igualitaria. La misma fuerza electoral alternativa requiere de un proyecto de oposición real que brinde contenido efectivo a su programa, de lo contrario, estaría abandonado a la lucha solitaria en medio de un panorama que no va a cambiar mágicamente bajo el supuesto de que la ultraderecha y la derecha tengan que ceder el ejecutivo.
El cambio de la sociedad no sobreviene de una sola fuerza, y mucho menos de una fuerza electoral alternativa que puede quedar enfrascada en medio de la oposición, esto es, de las derechas blancas y oscuras que controlan el poder (porque en un dado caso, ahí sí funcionaría una oposición del gobierno y unos mecanismos de control amarrados a la ideología de la clase dominante). Este cambio sobreviene, principalmente, de un cambio en la matriz de pensamiento político, económico y social de todos los integrantes que, aun estando excluidos, buscan los medios de hacerse escuchar y de tomar parte. Todos participamos en la construcción de un país libre, igualitario y democrático, porque este país implica, precisamente, la elección consciente y unánime de un camino hacia el futuro en donde el pueblo mismo sea el sujeto consciente, que asume su antagonismo, y donde deja de ser el instrumento del poderoso. De ahí que no podamos perder el horizonte y la urgencia de ser una sociedad política que se asume en su propia lucha por la defensa de sus intereses, más allá de la delegación o la representación parlamentaria que debe ubicarse en el lugar que le corresponde: obedecer la voluntad democrática del pueblo colombiano.
Es trabajo de todos los sectores multitudinarios, oprimidos y excluidos, consolidar una verdadera tendencia y fuerza de oposición del pueblo. El debate político y beligerante por un proyecto de país distinto y definido desde las luchas populares no puede perder fuerza y vigencia, a fin de caer en las garras del derrotismo y/o del conformismo. Todo proceso, actor y repertorio puede sumarse y sintetizarse en función de este anhelo compartido por las mayorías, donde ninguna lucha y ninguna vida sean en vano e izadas sin más, por enésima vez, en el muro de la memoria ensangrentada que habita los laberintos de nuestra historia.
Sólo un país democrático posibilita el trámite y el diálogo transformador, pero cuando las luchas sociales democráticas son desoídas y derribadas violentamente por un poder de corte dictatorial, el pueblo no debería dejar de pensar en los medios para que sus alegatos, convertidos en apuestas políticas definidas, tengan un lugar efectivo en la historia de nuestro país y, por lo tanto, que siga avanzando más allá del entusiasmo y del miedo que se combinan amargamente en nuestros entornos. Existe ante nosotros un escenario que podría significar un nuevo rumbo para nuestra sociedad, el cual exige de unos actores convencidos en mantener y desarrollar sus fuerzas, así como de una intelectualidad vigorosa que acompañe tanto los procesos formativos y subjetivos, como la elección de caminos y perspectivas que ayuden a fortalecer el avance progresivo de los actores involucrados en esta «nueva» era colombiana.
Sólo nosotros podemos construir el futuro, en medio de este no-futuro que se nos impone desde tiempos inmemoriales.
i Ingenieros, José (1913). El hombre mediocre. Madrid; Buenos Aires: Renacimiento. Texto extraído de https://minerva.usc.es/xmlui/handle/10347/11865
ii Esta valoración e interpretación sobre la actitud utópico-realista frente al mundo social y humano por transformar sus condiciones de injusticia y desigualdad social, sigue, a su modo, la línea teórica propuesta en la introducción del libro EL hombre mediocre del médico, filósofo y sociólogo argentino José Ingenieros.
iii Todos los espacios sociales (político, económico, militar, cultural, intelectual, etc.) están concentrados y definidos desde el proyecto de país desarrollado por las élites del poder. En todos los frentes de la sociedad se respira el aire de la represión y de la censura, y la incapacidad material de tramitar las demandas históricas y las que van sumándose en el desenvolvimiento de la sociedad. Oímos todas las voces oficiales que copan cada institución social y la forma en que desencadenan el miedo y la persecución, de todo tipo, contra aquél que decide oponerse abiertamente a los intereses de los dominadores.
iv Se habla aquí de la oposición como estrategia de la misma clase para alternarse el poder y seguir sosteniendo su régimen de privilegios. Quienes hoy se presentan como opositores al gobierno no expresan en el fondo intereses distintos y que abriguen las demandas históricas del pueblo colombiano, sino que expresan estrategias y formas de gobierno que buscan desmarcarse de las efectuadas por el ejecutivo, exponiéndose a sí mismos como programas alternos con el fin de que las élites tradicionales y regionales no pierdan su hegemonía sobre el control del Estado. De igual manera, esta estrategia busca descapitalizar política y electoralmente a la izquierda institucional y seguir minando su ya erosionada y dividida plataforma. Sectores de la izquierda no han tenido más opción que alinearse a las agendas de los partidarios del gobierno bajo la excusa de evitar el ascenso de la extrema derecha (en el 2018, sin embargo, lo que resultaron haciendo fue catapultarla con el voto en blanco, por mantener las fronteras divisorias entre las fuerzas parlamentarias de oposición), o de ganar algún espacio dentro de la gestión del gobierno para efectuar el débil control político que pueden llevar a cabo. Salvo, quizá, la Colombia Humana, no parece existir en el actual panorama otra fuerza electoral de oposición contraria, en cierto grado, a los intereses dominantes, capaz de contrarrestar las fuerzas del centro y de las derechas. Esta estrategia se evidencia, además, en la total concentración de poderes y mecanismos institucionales para blindar el proyecto político y económico de quienes gobiernan y de quienes se autoproclaman oposición. El equipamiento actual de la procuraduría, por mencionar sólo un ejemplo, le concede la potestad de establecer cuáles fuerzas se consideran opositoras, y cuáles resultan contrarias a la “democracia”, esto es, a la instrumentalización del aparato estatal y de la sociedad para el desarrollo de los intereses de la clase política dominante. Ni qué decir de la intestina y eterna guerra lanzada contra el precandidato de la Colombia Humana y el Pacto Histórico, Gustavo Petro.
v No podemos olvidar la violencia militar y paramilitar ejercida por el Estado contra los movimientos sociales, organizaciones de derechos humanos y comunidades que se oponen a los megaproyectos de las multinacionales y las clases dominantes. El poder militar no dejará de operar en concurso con la estrategia económico-política de los poderosos, y en cambio, se seguirá irradiando hacia el conjunto de la sociedad y seguirá atacando todos sus frentes. No importa si es un joven de las barriadas populares, o un individuo organizado en la lucha insurgente, la lógica guerrerista de contrainsurgencia está diseminada como práctica sistemática para asegurar los intereses de las clases políticas. El bloque de poder dictatorial no dejará de defender militar y paramilitarmente su proyecto de país elitista, aporofóbico y excluyente, y en cambio permanecerá en su necesidad de contener y administrar el temor, la violencia, la pobreza y la miseria del pueblo colombiano y de reforzar y modificar las tácticas y técnicas de guerra, justificándose o bien en el fantasma del castro-chavismo o en la reciente adjetivación del terrorismo vandálico, sin dejar de lado la famosa lucha por las drogas. Todas estas justificaciones niegan el carácter y el contenido político de las luchas populares y asumen a sus actores, el pueblo entero, organizado o no, como un enemigo de guerra.
vi Esta conceptualización aparece en la misma Constitución del 91, dentro del preámbulo y la definición de los principios fundamentales, inscritos en los primeros artículos. A partir de ellos se asume que el pueblo es la sede originaria del poder político y es allí donde reside la voluntad soberana que obliga a los gobernantes (en tanto sujetos a quien se les delega) a administrar y organizar la vida y los recursos de la sociedad en función de la mayoría, y no de los intereses de una clase política determinada.