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Constanza, de nuevo una lección histórica

Fuentes: Rebelión

De tres faltaron dos, Gregorio XII y Benedicto XIII, porque fracasaron las negociaciones y se cumplieron los negros augurios. Juan XXIII, el otro de los tres papas de la cristiandad -en ejercicio al mismo tiempo-, inauguró solemnemente aquel 5 de noviembre de 1414 el concilio ecuménico de Constanza en Constanza, sintiéndose como el verus, unicus […]

De tres faltaron dos, Gregorio XII y Benedicto XIII, porque fracasaron las negociaciones y se cumplieron los negros augurios. Juan XXIII, el otro de los tres papas de la cristiandad -en ejercicio al mismo tiempo-, inauguró solemnemente aquel 5 de noviembre de 1414 el concilio ecuménico de Constanza en Constanza, sintiéndose como el verus, unicus et indubitatus pontifex, como el pontífice único, verdadero y evidente. Pero cuando en Navidad llegó el rey Segismundo, éste, apoyado por algunos cardenales y teólogos influyentes, arrebató al papa rápidamente el mando. Y desde entonces llevó él la batuta. 

«Es algo que ocurrió no sólo por la inteligente actividad diplomática del rey, muy bien formado (que además de alemán hablaba checo, polaco, húngaro, francés, italiano y latín), sino que quizá se debió más a una treta de ingeniería operacional. Porque ya no votaron más sólo los obispos, ya que en adelante no se dio, como hasta ahora, el voto per capita sino per nationes: cada nación, sin tener en cuenta sus miembros, tenía un solo voto, también el colegio cardenalicio un solo voto, lo que despojó al papa de la ventaja de sus numerosos seguidores italianos reforzada con nuevos nombramientos». Además se insistía con fuerza en la cesio omnium, en la destitución de los tres papas en funciones; el mismo concilio terminaría destituyendo a los tres y nombrando el 11 de noviembre de 1417 a Martín V como único; así el concilio lograba uno de sus objetivos: la causa unionis, la superación de la división, la unión de la Iglesia, dar por acabado lo que más tarde pasaría a denominarse el Cisma de Occidente. Con la aprobación del decreto Haec sancta en la quinta sesión del concilio, el 6 de abril de 1415, se trae a colación la denominada teoría del conciliarismo, que afirma «que la autoridad suprema recaía en el concilio ecuménico independientemente del papa, y que el concilio era superior a él». De todas formas hay que decir que su interpretación varía: ¿Sólo era aplicable en este caso para solventar un tema puntual, o válido para todo concilio ecuménico?, ¿sólo en alguna materia o en todas?

En el cap. V del tomo VIII de la Historia criminal del cristianismo escribe el gran historiador Karlheinz Deschner: «a pesar de la guerra de los Cien Años, a pesar del gran conflicto entre la Orden Teutónica y Polonia, éste fue el mayor congreso de toda la Edad Media. De fácil acceso desde Italia y Francia, diríamos que estaban representados todos: el mundo de los príncipes y condes, de los frailes y órdenes de caballerías, de las universidades, de la diplomacia, de los enviados de los reyes y ciudades y, sobre todo, gran cantidad de cardenales, de arzobispos, obispos, abades y doctores de teología, en total unos 700 participantes clericales con unas 18.000 personas de servicio».

Se cantó un Tedeum y repicaron todas las campanas de Constanza.

La ciudad imperial a orillas del Bodensee tenía en 1415 seis mil habitantes encerrados entre sus estrechos muros. Y en la época del concilio albergó entre 25.000 y 35.000, gentes llegadas de todos los rincones del mundo, desde Etiopía, Valencia o desde la rusa Nowgorod: cardenales, patriarcas, monjes, sabios, impostores, banqueros que olían negocio y pordioseros que esperaban ricas limosnas. Un tropel de gente, entre el que por supuesto no faltaron las putas en número entre 700 u 800, fijando el ayuntamiento de la ciudad un precio alto por servicio de burdel. El poeta y compositor Oswald von Wolkenstein escribe: «Cuando pienso en el Bodensee me duele el bolsillo».

Respecto al segundo objetivo: la causa reformationis, la reforma de la Iglesia, diríamos que fracasó a pesar de algunos intentos del nuevo jefe de la Iglesia, reconocido por todos. A los prelados, que gozaban de prebendas, les iba maravillosamente en la vida, nadaban en la abundancia con sus canonjías y beneficios y no tenían el menor interés de enmienda. Como «cadáveres malolientes» les describía un teólogo de su tiempo.

Como objetivo tercero se marcó el venerable concilio la causa fidei. Y aunque el Manual de la Historia de la Iglesia sostiene que «no se valora suficientemente su contribución a la propagación del humanismo» hay que decir que terminó el magno concilio ecuménico de Constanza quemando en la hoguera vivas a dos personas importantes y cristianos confesos. Se discutió sobre quién debía interpretar la Biblia sagrada, el libro fundamental de la cristiandad, por entonces el catecismo explicativo del mundo. Y la doctrina oficial de la jerarquía eclesial afirmaba que la exégesis y explicación era monopolio exclusivo del clero y de sus jerarcas. Y quien osara poner en duda la autoridad papal en este tema era tildado de hereje, como le sucedió en tiempos al teólogo John Wyclif de Oxford, que siguiendo intentos anteriores tradujo la Biblia al inglés para que la gente sencilla, vulgar, lega, que desconocía el latín, pudiera leerla. Y el profesor de la Universidad de Praga, Jan Hus, predicador comprometido, seguidor de Wyclif, y crítico con sus colegas por impedir «con violencia que la gente no pudiera leer la escritura sagrada, porque les preocupaba que quien no fuera sacerdote tuviera acceso a la Biblia y estos pudieran apreciar errores en la predicación de sus jerarcas perdiéndoles el respeto». Y es que mientras hasta finales del primer milenio hubo muy pocos manuscritos de la Biblia en el S. XI hubo producción masiva de copias en lengua vernácula, los monjes, imbuidos por el celo en su trabajo, llevaron a cabo una gran labor de manuscritos. Presentaron copias, a menudo comentadas («glossa ordinaria») adornando el texto con imágenes o serie de dibujos. Y, por ejemplo, una Biblia muy ilustrada del S. XII deleitó a los reyes de Navarra; se llevaron a cabo maravillosos comentarios literarios como la «Aurora» del canónigo Pedro de Riga de Reims, una explicación alegórico-histórica de casi todos los libros de la sagrada escritura en verso. ¡Gran intestino de gato esto de la interpretación alegórica de la Biblia para hacer de su capa un sayo a voluntad! «Aurora» es una «de las versificaciones más extensas de la Edad Media» a juicio del investigador de la Biblia Alfred Weckwerth.

Quien traducía la Biblia a la lengua de las gentes, a la lengua de su pueblo, reivindicando con ello una emancipación de Roma, rápidamente tenía sobre sus talones a los inquisidores del papa aplicando la soga al cuello. Las consecuencias de estas rebeldías y demás críticas a los jerarcas eclesiales tuvieron efectos devastadores. ¡Multas, látigo, mazmorra y hoguera! Hus, excomulgado desde hacía tiempo, fue invitado a Constanza: Debía retractarse ante los padres conciliares. Y Hus vino porque el rey alemán e hijo del emperador, el rey Segismundo, le aseguró salvoconducto. Lo que significaba que incluso en caso de condena el delincuente podía regresar a su tierra sano y salvo. A pesar de ello fue arrojado a las mazmorras por hereje y quemado vivo con todos sus escritos. Porque donde dije digo, digo Diego. «Sé, escribía en una carta de despedida a sus torturadores, que leeréis con más esmero y aplicación mis elaboraciones que la sagrada Biblia, deseando encontrar errores en ellas».

También su amigo, de la misma opinión que él, Jerónimo de Praga, que corrió en su auxilio, murió en la hoguera tras padecer terribles torturas; los restos de Wyclif, que había muerto muchos años antes, fueron desenterrados y quemados en la hoguera. También en la Iglesia la venganza se sirve en plato frío y en su delirio no respetó incluso ni el descanso de los difuntos.

Ya Carlos el Grande, Carlomagno, se dio cuenta del problema y quiso poner orden en el caos bíblico. En el S. IX se empezó a trabajar en lo que se podría llamar la estandarización de la Biblia, y significó un gran paso adelante. Es verdad que desde hacía siglos existía la Vulgata, que indica «edición popular», pero a juicio de los expertos no se trataba «de un trabajo homogéneo sino más bien de una recopilación de textos de distinto origen» y que a menudo despertaba dudas sobre el texto, recogido de versiones anteriores, copias malas y llena de arbitrariedades. Había que poner orden y claridad sobre el tema, e inició la ingente labor Carlos el Grande, el legendario rey de los francos, sirviéndose de la autoridad y de un bolsillo repleto. El rey puso en marcha la redacción fiable y segura de la Biblia. «Enmendar», era la norma, lo que significaba librar a la Biblia de errores. Encargó a dos de sus hombres más sabios de palacio. Debía actuar el uno independientemente del otro: Alcuino, un teólogo de York, «el más sabio que se podía encontrar», como anota Einhard, el biógrafo de Carlos, y el visigodo Teodulfo de Orleans, hombre también muy inteligente, leído y de lengua acerada.

Quizá Teodulfo era más preciso y exacto, pero Alcuino fue más pillo y entendió mejor la misión. Hizo que su edición de la Biblia llegara al rey puntualmente en un momento crucial de su vida, en su coronación como emperador el día de Navidad del 800 en Roma. Y los sabios de la Universidad de París, una de las academias de más nombre de Europa, adoptaron la Biblia de Alcuino como «texto guía».

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Cuando releo los textos históricos y analizo los acontecimientos actuales veo cómo, antes y ahora, se aplican teorías ad hoc, dependiendo de cuáles sean los intereses de los gobernantes y mandamases de turno. Se prohíbe la lectura de la Biblia si con ella en la mano las gentes pueden ir en contra de la exégesis oficial y resulta perjudicial al statu quo, o sencillamente se dice que el sujeto de la decisión es el pueblo español cuando no se quiere que los catalanes expresen su opinión. Se sostiene que el papa es el representante directo de dios, es infalible y autoridad suprema, salvo cuando se le quiere destituir, y entonces se recurre al concilio como autoridad suprema en este caso puntual. Música parecida a la que se aplica con frecuencia en instancias judiciales según sea a quién se juzgue y qué convenga a determinados intereses: doctrina Botín – doctrina Atutxa, indulto al amigo, excarcelación al cercano a los días o meses por enfermedad o achaques, para unos, o ahí te mueras, para otros, aun cuando sufran enfermedades graves avaladas por certificados técnicos de profesionales.

De nuevo el documental ciutat morta y otros hechos del día a día nos avisan que, como en Constanza, tampoco en el 2014 la justicia está en los juzgados, ni la defensa del hombre es hoy día interés de los gobiernos. Pero un código penal, redactado y traducido por las gentes, puede convertirse en guillotina y escarmiento de gobiernos y mandamases.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.