«Miren esta fruta: ¿acaso va a crecer más con una nueva Constitución?», fue uno de los pintorescos argumentos que esgrimió la candidata de la derecha en las recientes elecciones presidenciales. Sacó risas. Pero bien mirado, acaso tuviera razón, pues entre los cambios a realizar en un nuevo marco institucional, bien podría estar un tratamiento más […]
«Miren esta fruta: ¿acaso va a crecer más con una nueva Constitución?», fue uno de los pintorescos argumentos que esgrimió la candidata de la derecha en las recientes elecciones presidenciales. Sacó risas. Pero bien mirado, acaso tuviera razón, pues entre los cambios a realizar en un nuevo marco institucional, bien podría estar un tratamiento más racional y equitativo del derecho de uso del agua como bien público a resguardar por el Estado.
Y es que el reemplazo de la Constitución vigente no deriva tan sólo de su carácter «de facto» y de que llevara la firma, no del todo borrada por la «Reforma Lagos», del abyecto dictador.
Contiene la Constitución Política del Estado disposiciones «de amarre», como la existencia del suprapoder representado por el Tribunal Constitucional y la prohibición al Estado de incidir como agente económico en el desarrollo productivo del país.
Cuestiona toda posibilidad de cambio la derecha, basándose en las dificultades que tendría cualquier proceso tendiente a dictar una nueva Carta Fundamental. Llama «ilegítimo» el recurso de una Asamblea Constituyente y alerta sobre los riegos de lo que de antemano califica como un «salto al vacío».
En el colmo de la desvergüenza -tanto la UDI y RN, como parte importante del gran empresariado- omiten el dato de que la Constitución del 80, la pinochetista, fue discutida y redactada de espaldas a la ciudadanía y aprobada en un referéndum fraudulento y en medio de un clima represivo, con plena vigencia del terrorismo de Estado.
Carta «mercadista», todo en ese texto tiende a garantizar los derechos de los grandes poseedores. Su filosofía es la del provecho sin límites.
No reconoce ningún derecho por encima del de «propiedad», y todo en su articulado tiende a establecer barreras infranqueables para cualquier modificación de signo progresista. Es, en pocas palabras, «El gran candado» para impedir la libre circulación de las ideas del progreso social, y evitar que las mayorías ciudadanas se pronuncien por los cambios y pesen decisivamente en los procesos sociales.
La discusión está abierta y nadie podrá detenerla. Sobre los mecanismos del cambio necesario, mucho es lo que debe considerarse. Abogan algunos, en considerable cantidad, por una Asamblea Constituyente. Conciben otros como único escenario el actual parlamento.
Cómo se resolverán los «mecanismos», es algo sobre lo cual deberá debatir la ciudadanía. Lo que ya está claro y nada podrá cambiarlo, es el abrumador respaldo a la elaboración de una Constitución Política digna de su nombre. Y en el papel que, cualquiera sea la modalidad adoptada, debe tener el pueblo.
Para ello, la sociedad se movilizará, como la ha hecho y lo seguirá haciendo cuando de los intereses vitales del país se trata.
Una Constitución Política es «democrática», cuando ha sido discutida y aprobada por la comunidad, sin restricciones ni exclusiones en nombre de exigencias pseudo académicas, ni otros privilegios acordados a los «especialistas». El mayor especialista en democracia es, precisamente, el «demos»: el pueblo.
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